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Siempre les he tenido cierto temor a las preguntas “obvias”, a las preguntas de contexto que se hacen obligatorias para contar una historia, pero que a veces cargan con ese cansancio de repetirse una y otra vez. Antes de hablar de la paternidad, Neuman habló sobre la importancia de las obviedades: “No subestimemos para nada la obviedad porque la obviedad muchas veces es lo más misterioso que tenemos. Cosas que damos por sentadas. Siento que la literatura tiene que ver con eso, con atender a cosas que, como damos por sentadas, por ejemplo, las cosas más importantes de la vida, muchas veces se quedan sin formular, se quedan en un territorio de lo engañosamente consabido, de manera que las preguntas obvias, que son, por ejemplo, las que hacen los niños, son las más radicales. Así que todo mi respeto para las preguntas obvias”.
Cuando me encontré con versos como este “No son pocos tus lujos prenatales. / Agitas el reposo de tu anfitriona, te duermes / si trabaja. / Tus manos han creado un lenguaje de signos / para hablar en plena oscuridad. / Te entran hipos del atolondramiento, parlanchín sin discurso. / E incluso te permites bostezar: ya la vida te / aburre, porque vives”, entendí que era un libro que hacía falta. Nos preguntan por padres en la literatura universal y nos acordamos de William Shakespeare, Franz Kafka, Philip Roth, Paul Auster o Jane Austen, entre otros. Pero todos son libros de hijos sobre padres, de padres con un arquetipo asociado al heroísmo, la ausencia o lo sagrado.
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El libro de Neuman es un libro de un padre, y de un padre que rompe paradigmas e imaginarios. Sus reflexiones, que no alcanzan a caber en esta página, despertaron también en quien escribe este texto un asombro por las narrativas sobre los padres, pero también por la cercanía con una experiencia compartida con el autor que nos haría pensar que nos aleja de la paternidad, pero que tiene una relación más importante de lo que creemos, y es la de la ausencia de la madre.
“La escritura de este libro tiene algo de palpitante en el sentido de que eso se transmite. Fue muy escrito en el aquí y el ahora de los sucesos cotidianos. Tenían que ver con emociones fugaces y reacciones muy viscerales al seguimiento de la vida pre y posnatal de mi hijo. Tenía miedo de que esas reacciones y esos estados emocionales extremos fueran disipándose en el tiempo. Entonces había algo también de atrapar esa mezcla de euforia, duda y perplejidad que se genera en torno a una vida inminente. Además había hablado con muchas madres, muchos padres que me habían contado en numerosas ocasiones cómo pequeños grandes eventos de la vida de sus hijos, que parecen inolvidables, indelebles, poco a poco van siendo sepultadas por el frenesí del presente. Como que esos pequeños detalles, que son hermosos, van cayendo en capas de presente, hasta que para rescatar esas emociones relacionadas con las primeras veces que sentiste que tu criatura hizo algo, necesitas hacer como una exploración arqueológica, unos extractos. No quería que se perdiera eso, por eso lo escribí en tiempo real. Pero además, hablando de la estructura de la memoria, a mí me daban muchas ganas de darle un regalo de bienvenida a mi hijo, tejerle un pequeño álbum de sus olvidos. Contarle todo eso que sabemos que nunca va a recordar. Es un libro que dialoga mucho con la maternidad y la paternidad, pero en ese sentido es un libro que parte del asombro radical ante otras de las obviedades de nuestra condición humana, que es no por consabida, pero misteriosa, que es que los años más importantes en la conformación de nuestro cerebro, nuestro cuerpo, nuestro mundo afectivo y nuestra idea del mundo, y por cierto también de nuestro lenguaje, están destinados a un olvido completo. Esa paradoja de nuestra condición, de no recordar nuestros propios cimientos, es, de hecho, el punto de partida de muchas cosas, del psicoanálisis, pero también del arte en general, hay algo ahí como de negociación con el olvido propio, del que salen muchas de las cosas que después hacemos. Me parecía interesante ensayar una escritura que, por un lado, dialogase con todo eso que mi hijo no va a recordar, pero también me permitiese a mí acometer una especie de revisión de esa época mía, de mi propio ser bebé, es como recordar los confines de la propia memoria, a través de la vivencia día a día del comienzo de la vida de mi hijo”.
Profundizar en la paternidad: “A mí me daba mucho miedo ser padre, por eso me parecía una aventura tan necesaria en mi vida. Me preguntaba por qué me daba miedo, qué clase de rol me aterraba desempeñar, qué clase de roles no quería desempeñar. Si pensamos en las figuras paternas que hay en la literatura, primero, hay un malentendido. Hay muchos libros con padres, o sobre padres, pero hay pocos libros de padres, narrados desde la experiencia de la paternidad y la crianza. Hay muchos libros de ajustes de cuentas con padres terribles, son libros de hijos, no de padres, y con justa razón, porque del mismo modo que el patriarcado tiene como tres arquetipos principales para los personajes femeninos, que son resumidos la puta, la bruja o la santa, de hecho, en el tango las mujeres cumplen exactamente esos tres roles. La madre es la santa, la excónyuge es la puta que se fue con otro. Pero curiosamente el patriarcado tiene siempre algo muy triangular, muy aristotélico, y tiene también tres grandes padres, tres grandes figuras paternas: una es el padre bíblico, el padre que castiga y encarna la ley, es un padre que daña con sus acciones; otra es el padre ausente, que daña por omisión, que nos lastima con todo lo que no hizo, no quiso hacer o dejó de hacer, que deja un hueco. Gran parte de la historia de la narrativa literaria y audiovisual se basa en uno de esos dos padres. Cuántas películas o libros no hemos visto con un personaje que sale en busca de su padre para saber quién es, la verdad sobre él. La mitad de la narrativa consiste en la indagación de la figura de un padre ausente. Por ejemplo, la literatura mexicana se sostiene en ese gran símbolo paterno que es Pedro Páramo. Y después hay un tercer padre del que abusa mucho el cine, que es el padre heroico, es un padre que al ser una especie de salvador compulsivo pone inmediatamente a las personas de su familia en el rol de los salvados. El padre heroico necesita que todo el mundo requiera ser salvado. Así es como Hollywood vincula siempre al padre de familia con el salvador de la patria. Hemos visto en muchas películas en que quien salva al gobierno, al país o al planeta es un padre de familia ejemplar. La industria audiovisual tiene muy clara la relación que tiene que haber entre un padre de familia y un salvador político. Este padre heroico parece menos tóxico, pero en realidad tiene un gran problema al relacionarse emocionalmente con sus hijos, y es que el padre heroico tiene cómo trabajo ocultar su vulnerabilidad, sus debilidades y sus dudas. Es un padre que no puede compartir sus limitaciones. Si pensamos en esas tres figuras paternas, vemos que hay muy poca narrativa, muy poco en nuestro imaginario de padres que cuidan y se relacionan desde la vulnerabilidad, la ternura y las limitaciones con sus hijos. Hay poca narrativa de la crianza. De hecho, cuando vemos en el cine un hombre que cambia pañales, casi siempre es una comedia tonta, donde la visión de un hombre ejerciendo tareas de cuidado de una criatura pequeña, eso parece ser hilarante, tiene algo de ridículo o torpe”.
Contaba su mamá que cuando Neuman nació, no lloró. Solo lo hizo hasta que el médico gritó, como si hubiera ofendido a su progenitora: “Llorá, la puta madre que te parió”. Y sobre esto, el argentino dice: “Desde que supe que iba a ser padre no podía parar de llorar. Era un llanto histórico pendiente, que era individual, pero también colectivo. La represión del llanto es un fenómeno colectivo que tiene que ver con la educación masculina. Hay dos heridas fundacionales en mi vida: el exilio y la muerte temprana de mi madre. Las dos las creía tener más o menos gestionadas, pero la aparición de mi hijo reapareció ambos conflictos. El relacionado con mi madre es que me parece inverosímil e inaceptable que mi hijo nunca conozca a la mujer que me dio vida, que mi hijo no tenga abuela paterna me resulta insoportable. Nunca me he sentido tan huérfano como cuando he sido padre. Esa extraña paradoja, que curiosamente habilita un espacio para terminar un trabajo de duelo, que evidentemente no estaba tan resuelto como yo creía, permite precisamente abandonarse a emociones que estaban pendientes. Mi hijo, entre otras cosas, me ayuda a llorar mejor. Y la otra, que es el exilio, se revivió porque al ser él español, me lleva a preguntarme qué palabras utilizar, si las argentinas o las ibéricas. De nuevo, mi relación con mis palabras es más extranjera que nunca, y es un problema que no tenía desde la escuela. Vuelvo a ser huérfano y extranjero. Un hijo no solamente te llena de gozo, felicidad y compañía, sino que también te pone frente a frente con tus tareas pendientes y tus conflictos más secretos. Por eso siempre digo que yo cuido a mi hijo, pero soy su discípulo. Es mi maestro involuntario”.
Nota del editor: Esta nota fue publicada originalmente el 24 de noviembre de 2022. Recuperamos este texto con motivo de la celebración del Día del padre*