Anna Ajmátova: Unos cuantos versos rusos contra el terror nazi (II)
La invasión nazi a la Unión Soviética, que se inició en junio de 1941, hizo que los rusos se unieran, y que el gobierno de Stalin declarara la guerra como una “guerra santa”. Los artistas y los poetas, y entre ellos Anna Ajmátova, volvieron a brillar como antes de la Revolución de 1917, y sus obras se convirtieron en una de las motivaciones de los soldados y el pueblo en general.
Fernando Araújo Vélez
La guerra. Las noticias de la guerra, de la muerte, del exterminio, de las vejaciones y el horror, del poder de los nazis y la progresiva ocupación de Austria y Polonia, de Checoslovaquia, de Bélgica y Holanda, de parte de Francia, retumbaban hora tras hora contra las descascaradas paredes de las habitaciones de los soviéticos, y se multiplicaban por las calles de Leningrado y Moscú, de Stalingrado y Kiev, y en general, por todos los pueblos y ciudades que hacían parte de la Unión Soviética. El 22 de junio de 1941, Vyacheslav Molotov, canciller del régimen de los soviets, habló por la radio de que llegaban los tiempos de una “guerra patriótica por la patria, el honor y la libertad”. A la mañana siguiente, sus palabras fueron reproducidas por los principales diarios rusos, que hacían énfasis en que se acercaba una “guerra santa”.
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La guerra. Las noticias de la guerra, de la muerte, del exterminio, de las vejaciones y el horror, del poder de los nazis y la progresiva ocupación de Austria y Polonia, de Checoslovaquia, de Bélgica y Holanda, de parte de Francia, retumbaban hora tras hora contra las descascaradas paredes de las habitaciones de los soviéticos, y se multiplicaban por las calles de Leningrado y Moscú, de Stalingrado y Kiev, y en general, por todos los pueblos y ciudades que hacían parte de la Unión Soviética. El 22 de junio de 1941, Vyacheslav Molotov, canciller del régimen de los soviets, habló por la radio de que llegaban los tiempos de una “guerra patriótica por la patria, el honor y la libertad”. A la mañana siguiente, sus palabras fueron reproducidas por los principales diarios rusos, que hacían énfasis en que se acercaba una “guerra santa”.
Por esa “guerra santa”, Boris Pasternak escribiría, “En las peripecias del pasado / Y los años de guerra y pobreza / En silencio llegué a reconocer / Los pagos únicos de Rusia”. Por esa “guerra santa” diría que había dominado sus sentimientos y había adorado a sus vecinos, a todos sus vecinos, a los ancianos y a los estudiantes y a los trabajadores y a quienes estaban más allá de sus ciudades, y aún mucho más allá, y por esa “guerra santa”, Anna Ajmátova, según escribió Orlando Figés en El baile de Natacha, le comentó a su amiga Nadezhda Mandelstam, esposa del poeta Ósip Mandelstam, algo como “Y pensar que los mejores años de nuestras vidas fueron durante la guerra, cuando mataban a tanta gente, pasábamos hambre y mi hijo estaba condenado a trabajos forzados”. Ajmátova seguía siendo la voz de su pueblo.
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Y ese pueblo, durante los últimos diez años, había sufrido una absoluta carnicería en nombre de un futuro que se veía muy lejano, y de una patria que se había desintegrado. Los principales actores y pensadores de la revolución habían sido ejecutados, o enviados a Siberia, acusados de crímenes imposibles de demostrar, y que solo existían en los sangrientos códigos de la Policía Secreta Soviética, la NKVD. Uno a uno fueron cayendo antiguos colaboradores de Stalin y de Lenin, e incluso Lev Trotsky, uno de los emblemas bolcheviques, y el sucesor que Lenin había dispuesto para cuando él muriera, pero quien terminó por perder su poder por una estratagema de última hora en la que estuvieron involucrados la secretaria de Lenin y Stalin, o por lo menos, eso fue lo que reseñaron algunos historiadores muchas décadas más tarde
Trotsky fue asesinado con un piolet en Ciudad de México el 21 de agosto de 1940 por Ramón Mercader, un antiguo militante del Partido Comunista Español, que se hizo pasar por periodista y logró infiltrarse en el círculo íntimo del hombre a quien más le temía Stalin. Meses antes de su muerte, un pelotón de pistoleros dirigido por David Alfaro Siqueiros, uno de los más importantes muralistas mexicanos del Siglo XX, había intentado acribillarlo en su casona de Coyoacán, pero muy a pesar de las decenas de casquillos de bala que la policía halló en su habitación, Trotsky y su esposa, Natalia Sedova, salieron ilesos del atentado. Llevaban 16 años de andar de exilio en exilio, de huida en huida, y habían tenido que sufrir y llorar el exilio, la muerte de centenares de partidarios y la certeza de que no quedaba casi nada de la Revolución de Octubre que ellos habían organizado.
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Desde 1924, cuando Stalin comenzó a dirigir el gobierno del proletariado soviético, empezó a acorralar y a perseguir a Trotsky. Sin embargo, tenía muy en claro que no lo podía eliminar de un momento a otro, pues la fuerza, y los partidarios del líder bolchevique, y la leyenda que había forjado por ser el hombre que había dirigido y ganado la Guerra Civil que se produjo luego de la toma del Palacio de Invierno en 1917, podrían volverse en su contra. Debía mantenerlo vivo, pero lejos. Vivo, pero débil. Cuando pasaron los años y las ejecuciones se transformaron en rutina, Stalin consideró que Trotsky había sido olvidado, y por lo tanto, que ya no era un peligro. Ideó un plan en el que estuvieron involucrados muchos espías y “camaradas”, e incluso, dijeron, uno que otro miembro del gobierno mexicano.
Por eso, por todo eso, cuando los nazis comenzaron a invadir a la Unión Soviética y sitiaron en primera instancia Leningrado y Moscú, Ajmátova y millones como ella empezaron a ser conscientes de que tendrían una tregua. Sangrienta, mortal, pero tregua. Por lo menos, los muertos serían muertos de una “guerra santa”, como había dicho Molotov. Y no de un exterminio interno, despiadado y falaz. De una “purga”, como la llamaban. Los nazis unieron a los rusos, y los rusos, como tantas otras veces, estuvieron a la altura de la historia, también. Los poetas, los músicos, los dramaturgos, los cineastas, los obreros, los empresarios, los políticos y quienes hacían parte del gobierno, los mercaderes y los investigadores de los servicios de seguridad y todo aquel que se considerara ruso, dejaron a un lado sus odios internos y sus resentimientos para enfrentar al enemigo.
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Para enfrentarlo, el comunismo como idea política, y el proletariado, y los comité de partidos, habían desaparecido de la propaganda soviética. Incluso Dios, el Dios de los Viejos creyentes, de la iglesia heterodoxa, había resucitado según unas nuevas escrituras, las de defender la patria, con todos y cada uno de sus matices, comenzando por la lengua. El ruso fue, de nuevo, el idioma de todos. Ajmátova escribió en sus versos de “Valor”, “No es terrible morir bajo las balas, ni amargo desangrarse, pero te conservaremos, lengua rusa, grande palabra rusa”. La guerra, la “santa guerra, les había devuelto a Ajmátova y a los poetas y a los escritores su antiguo brillo. Los soldados los leían y los recitaban. Les escribían cartas para implorarles que jamás dejaran de escribir, que eran sus versos los que les daban fuerza para cargar el fusil, y morir por la guerra, que era su “guerra santa”.