Anton Chéjov, un hombre de cuento (II)
Nacido el 17 de enero de 1860 en Taganrog, Rusia, y fallecido 44 años más tarde en Badenweiler, Alemania, Anton Chéjov es uno de los referentes más importantes de la literatura rusa, particularmente del cuento, y en general, del arte y las letras en Occidente.
Fernando Araújo Vélez
En la cárcel zarista de la isla de Sajalin, Chéjov vio y escuchó el dolor de los presos, y fue comprendiendo en la medida en que hablaba con ellos que su mayor pena era considerar que no tenían redención, que Dios se había olvidado de ellos, que la sociedad era un ente lejano, abstracto, que nada tenía que ver con sus vidas ni su pasado ni sus ilusiones, y que su único fin en la vida, en aquella vida a la que habían sido confinados, era esperar la muerte, y con la muerte, ir al infierno, o como se llamara la condena a la que estaban sentenciados hasta la eternidad. No les importaban sus enfermedades, ni sus padecimientos físicos, y si hablaban entre ellos de cuando en cuando, si se transmitían mensajes de salvación y un poco de fe, era para tratar de hacer méritos ante Dios.
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En la cárcel zarista de la isla de Sajalin, Chéjov vio y escuchó el dolor de los presos, y fue comprendiendo en la medida en que hablaba con ellos que su mayor pena era considerar que no tenían redención, que Dios se había olvidado de ellos, que la sociedad era un ente lejano, abstracto, que nada tenía que ver con sus vidas ni su pasado ni sus ilusiones, y que su único fin en la vida, en aquella vida a la que habían sido confinados, era esperar la muerte, y con la muerte, ir al infierno, o como se llamara la condena a la que estaban sentenciados hasta la eternidad. No les importaban sus enfermedades, ni sus padecimientos físicos, y si hablaban entre ellos de cuando en cuando, si se transmitían mensajes de salvación y un poco de fe, era para tratar de hacer méritos ante Dios.
Desde su visión de la vida, desde ese otro lado del mundo en el que Chéjov se hallaba, de las cosas que más lo perturbaron fue el castigo físico al que los reos eran sometidos día tras día. Y escribió en La isla de Sajalin: “El verdugo se para a un costado y golpea de tal forma que el látigo cae atravesando el cuerpo. Cada cinco azotes se coloca en el otro costado y deja al prisionero un descanso de medio minuto. (El prisionero) Projorov tiene el pelo pegado a la frente y el cuello hinchado. Después de los primeros cinco o diez golpes, su cuerpo cubierto de cicatrices por los azotes anteriores, se vuelve azul y violeta, y la piel estalla con cada latigazo. Entre los gritos y los alaridos pueden oírse las palabras: ‘¡Su señoría! ¡Su señoría! ¡Piedad, su señoría!’”
Sin embargo, muy a pesar de las súplicas, los azotes continuaban. Después de cada latigazo, el “alcalde” de la prisión seguía con su cuenta. Gritaba para que todos en el penal lo escucharan y le temieran, 40, o 57, o 60, y continuaba, indiferente, impávido ante las quejas de los prisioneros, que sollozando, y generalmente vomitando, intentaban murmurar con las pocas fuerzas que les quedaban, “Ay, ay, me están matando, me están matando… ¿Por qué, por qué me castigan?” Chéjov logró con sus textos alrededor de las prisiones que los castigos físicos, los latigazos, puños, patadas, en fin, las torturas y cualquier tipo de golpes, fueran abolidos de las prisiones rusas, primero para las mujeres, a comienzos de 1897, y al final, en y con los hombres, siete años más tarde.
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Sus escritos de Sájalin abrieron cientos de debates en las universidades rusas y en los espacios de legislación, e incluso, llegaron hasta el despacho del Zar, Nicolás II, y sus más cercanos colaboradores. Chéjov iba de boca en boca, desde San Petersburgo hasta Sájalin, y de norte a sur. A la par de sus escritos sobre los presos, se hablaba y escribía sobre sus cuentos y en general, su narrativa y sus ideas. Así como lo eslavistas denigraban de su retrato de los campesinos, porque los había llamado sucios y groseros, a la postre y en general terminaban por admitir que la calidad literaria de sus obras, y su conocimiento del ruso de las estepas, estaban por encima de las polémicas que había generado, y que las polémicas, les gustaran o no, hacían parte fundamental de la cultura de su sociedad.
Desde los tiempos de la Santa Rus y la Rus de Kiev, Edad Media, con el Dios ortodoxo como guía supremo de su moral y su andar, y con la coronación y el trabajo de algunos zares y guerreros legendarios, como Iván el terrible (zar entre 1547 y 1584), Pedro el Grande y la zarina Catalina de Rusia, los rusos habían ido afinando la idea de que la cultura era la base de la sociedad, y de que se creaba, se construía y se expandía. Para lograrlo, eran esenciales el arte y todas las posibles derivaciones que surgieran de ahí. Las conversaciones, los debates, la fuerza de la argumentación, la lógica, pensar y crear, eran lo que llevaba a aquel propósito de construir una sociedad fuerte y solidaria. Rusia era y debía ser siempre la suma de millones de rusos.
Chéjov era uno de aquellos millones, y al mismo tiempo, lograba agrupar a millones, en tiempos en los que algunos tirajes de unos cuantos libros, como los suyos, superaban el millón de ejemplares. Lo que él decía, y sobre todo, lo que escribía, llevaban a la discusión. En infinidad de reuniones había dicho y repetido que “Los hombres inteligentes quieren aprender; los demás, enseñar”. Él iba por la vida buscando descubrir, aprender, saber. Era su sentido de vida, más allá de los activismos, las modas y las ideologías. No pretendía agradar a nadie, y menos, llenarse de amigos que le hicieran venias y lo aplaudieran a su paso. Desdeñaba los halagos, pues había comprendido desde niño que detrás de cada halago, y de cada favor, podía haber un interés.
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En parte, a veces no cobraba sus consultas de médico por razones similares. Detestaba poner a sus pacientes en situación de tener que agradecer, e incluso se ruborizaba cuando le decían “gracias”. De joven, había podido estudiar porque sus padres se habían hecho cargo del dinero, y cuando no hubo lo consiguieron a préstamos, entre amigos o no tan amigos, o con lejanos familiares. Chéjov siempre fue consciente de los favores que él mismo le debía a sus padres y a tanta y tanta gente. Se sentía en deuda con el mundo, pues el mundo lo había cuidado, y había hecho de él quien era. Su mayor y mejor legado con la sociedad era ser digno, ser honesto y coherente, y para ello, debía entregarse por completo a los demás, como médico y científico, como observador, crítico, analista, y sobre todo, como escritor.