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                                                                                                                                Anton Chéjov: Un hombre de cuento (III)

                                                                                                                                Nacido el 17 de enero de 1860 en Taganrog, Rusia, y fallecido 44 años más tarde en Badenweiler, Alemania, Anton Chéjov es uno de los referentes más importantes de la literatura rusa, particularmente del cuento y la dramaturgia, y en general, del arte y las letras en Occidente.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
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                                                                                                                                Foto: Wikimedia commons
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Foto: Wikimedia commons
                                                                                                                                PUBLICIDAD

                                                                                                                                Aunque Chéjov dijo en los tiempos en los que publicaba cuentos medio cómicos en periódicos de provincia que escribía para ganar algo de dinero, y para no aburrirse, el poco dinero que obtuvo lo gastó en estudiar medicina y en comprar una casa con biblioteca, o al contrario, y del aburrimiento jamás pudo salir. Era un hombre melancólico que luchaba contra su propio destino y su pasado, contra las imposiciones de su padre, contra el deber ser que le habían inculcadp desde niño, incluso a punta de latigazos, y contra todos los órdenes establecidos. Conocía a los hombres de pueblo, y sabía lo que los movía. Y conocía, también, a las mujeres del campo, que solo buscaban un pedazo de salvación en algún paraíso.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Para él, era poco menos que imposible mirar hacia el lado, hacerse el tonto mientras observaba a la gente, que de alguna manera, consideraba su gente. Por momentos los admiraba, y por momentos los despreciaba. Más allá de lo que le provocaran, le generaban una profunda curiosidad que iba controlando en la medida en que escribía, y más que nada, en que escribía sobre ellos. Escribía para hallarle un sentido a la vida. Escribía para comprender, aunque la mayoría de las veces no le gustaba ni lo que escribía ni lo que terminaba por comprender. Aunque sus primeros cuentos los firmaba con un pseudónimo, Chekonte, luego, por una carta de un lector, que era lector y crítico y escritor, empezó a poner su nombre.

                                                                                                                                Su nombre y su apellido, Anton Chéjov, eran la mejor manera de dar la cara, de enfrentar las consecuencias de sus hallazgos. La forma más decente de decirle al mundo que él se haría cargo de lo que decían sus textos, y que estos, aunque fueran un poco mentira, también eran mucho de verdad. Chéjov estaba en todos y cada uno de sus cuentos, aunque no lo expresara y llamara a sus personajes de otro modo, porque los protagonistas de sus relatos y de sus obras de teatro eran un poco él. Tan melancólicos, derrotados, solidarios, generosos y en eterna búsqueda de algo como él, todos tocados por la vara de lo imposible y del sin sentido. Todos, buscando con sus actos la redención de algún pecado que pocas veces tenía nombre.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Y todos, de alguna manera, a los gritos o en silencio, a media voz o por escrito, indagando sobre el pecado, sobre dios, sobre lo debido, sobre Rusia, la culpa, la felicidad, el amor y el más allá. Chéjov buscaba, buscaba siempre. Buscaba a través de los enamorados que vivían amores prohibidos y divagaban sobre lo prohibido, el quién y el cuándo y el cómo, o desde un juez de instrucción criminal que sólo pensaba en su jubilación para luego pensar en la inevitable muerte, en la condena o la salvación. Buscaba a partir de un aprendiz de detective que tomaba a los criminales y a los asesinados, a los victimarios y a sus víctimas como peldaños que lo llevarían a la gloria, o en la perturbada mente de una esposa que creía ver en un hombre la llave de su felicidad.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Como escribió Bruno Estañol en la revista Scielo, “Los protagonistas de las piezas de teatro y los cuentos de Chéjov son hombres y mujeres maduros habitados por el desencanto. Esperan cambios en la vida, pero íntimamente saben que éstos nunca llegarán. Aceptan su destino como un hecho. El Tío Vania es quizás el epítome de estos personajes. Esta desesperanza no los abruma. Chéjov, a pesar de ser un creador joven, crea desde una posición depresiva y resignada y no con enojo o rencor. No quiere cambiar al mundo como los jóvenes. Con frecuencia los protagonistas se han sacrificado por otros: trabajando para enviarles dinero o han aceptado el desamor del otro sin buscar un nuevo amor. Chéjov no quiere ni cambiar al mundo ni convencer a nadie. No juzga ni prejuzga. Acepta la vida como está hecha”.

                                                                                                                                Cuando murió, enfermo de tuberculosis, como un hermano suyo tiempo antes, y luego de su viaje por la isla de Sájalin y de haberse instalado unos meses en París, su esposa, la actriz Olga Knipper, y el médico que lo atendía, le pusieron una tarde hielo en el pecho para aliviar la opresión en sus pulmones. Él les dijo: “No pongan hielo sobre un corazón vacío”, y unos cuantos segundos más tarde, añadió: “Yo muero”. Con él, moría parte de la literatura rusa,y más que eso, surgía algo que con el tiempo los críticos llamarían “existencialismo”. Como para sellar ese destino, su cuerpo fue llevado a Moscú en una caja de ostras. Cuando el tren llegó a la estación principal, una banda de músicos se desgajó en profusas notas marciales. La señora Knipper creyó que habían comenzado los homenajes para su marido, pero pocos instantes más tarde supo que la banda tocaba para un general que iba en uno de los vagones del tren.

                                                                                                                                Pasados muchos años de aquellas escenas, Raymond Carver escribió un relato sobre los últimos días de Chéjov. Lo tituló “El encargo”. En uno de los párrafos, decía: “Otro de los visitantes fue León Tolstoi. El personal de la clínica estaba pasmado de encontrarse ante la presencia del más grande escritor del país. ¿El hombre más famoso de Rusia? Por supuesto debían permitirle ver a Chéjov, aun cuando estaban prohibidas las visitas “no esenciales”. Con gran servilismo por parte de médicos y enfermeras, el hombre barbado de apariencia feroz fue conducido hasta el cuarto de Chéjov. A pesar de la mala opinión que tenía sobre las habilidades de éste como dramaturgo (Tolstoi sentía que las obras de Chéjov eran estáticas y carecían de la mínima visión moral. “¿A dónde conducen tus personajes?”, alguna vez le preguntó a Chéjov. “Del sofá al tugurio y de regreso”) a Tolstoi le agradaban los cuentos de Chéjov y, además, sencillamente, lo estimaba. “¡Qué hombre más hermoso y magnífico: modesto y callado como una niña! ¡Es maravilloso!”, le comentó alguna vez a Gorki. Y Tolstoi escribió en su diario (en esa época todo el mundo tenía un diario o un cuaderno de apuntes): “Me alegro de querer… a Chéjov”.

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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