Carmela y Carmelita (Cuentos de sábado en la tarde)
Carmela y Carmelita nunca lograron entenderse, ni siquiera cuando el cordón umbilical las mantenía unidas físicamente, de hecho, esta fue la única unión que tuvieron en sus vidas.
La Mamba
Carmela y Carmelita nunca lograron entenderse, ni siquiera cuando el cordón umbilical las mantenía unidas físicamente, de hecho, esta fue la única unión que tuvieron en sus vidas, pues, una vez se dio el nacimiento y aquel hilo de vida fue cortado para separarlas, parecía que cada una quería escapar de la otra, por fin estaban en libertad para hacerlo. El rechazo mutuo al conocerse cara a cara fue confirmado de inmediato, desde el interior ya ambas lo sentían.
Todo fue mal desde el principio. Carmela tenía 26 años y trabajaba como camarera en el Hotel Dalje, un sitio de quinta categoría que tenía más pinta de hospital en ruinas que de hotel. Pero no había nada más, y cuando no hay nada más de lo que aferrarse cualquier hueco es trinchera, solía pensar Carmela.
Además, había nacido y crecido allí. De algún modo se sentía atada a ese sitio que la asqueaba tanto como lo quería, detrás de los amores -de cualquier tipo- siempre hay algo de irracionalidad.
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Poco, o más bien nada, recuerda Carmela sobre su origen. Sabía que la habían abandonado en aquel lugar y desde entonces la cuidaron entre los diferentes empleados que fueron pasando por el Hotel Dalje. Todos se le hacían chistosos y variopintos, incluso, extraños. No podía decir que hubiese desarrollado un cariño hacia ellos, de hecho, tampoco agradecimiento, pero no los detestaba. Solo los miraba con una extrañeza desbordante como ellos la miraban a ella.
Quizás, Carmela solo sentía un poco de rencor por el hermetismo con que siempre trataron su llegada al Hotel Dalje, la única información que lograba obtener era la de su abandono, pero ni una sola palabra más salía de la boca de los empleados, de aquellos empleados que tenían más apariencia de almas en pena que de otra cosa. Todos con las mejillas hundidas y los dientes amarillos, los escasos pelos que tenían en la cabeza se podían contar fácilmente con el solo paseo de la mirada. Las uñas rotas, sin limar, y de caminar endeble.
Carmela era la única joven entre las otras cinco camareras, también era considerada evidentemente atractiva por los escasos huéspedes que habitaban en el Hotel Dalje y, bueno, difícilmente se encontraría a alguien que opinara lo contrario sobre ella.
Tenía el pelo negro azabache hasta la cintura, sus rulos exquisitamente peinados bailaban sobre su cuerpo cada vez que caminaba como reina de belleza por los pasillos del hotel, moviendo con firmezas sus piernas y caderas robustas. El color de sus ojos es difícil describirlo, parecían cafés en la oscuridad, pero brillaban en un verde esmeralda cuando se acercaba a la luz, tenía siempre las mejillas rosadas por andar remolineando por aquí y por allá, y era ruidosa, su risa lograba penetrar todas las rendijas del hotel.
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Luego quedó embarazada sabe Dios de quién, así era como siempre se referían los demás sobre el nuevo estado de Carmela. Mucho se rumoró entre los habituales clientes del Hotel Dalje sobre la paternidad de su bebé, se dijo que era de don Ramiro Montes, el dueño, que siempre que la veía aprovechaba para lanzarle algún halago, aunque llevara casado más de 20 años con Lucila de Montes y tuvieran cuatro hijos. También se comentó que podría ser de Juan Torres, un joven todero al que siempre recurrían cuando había que reparar una gotera en el techo o una tubería en falla. Enrique Suárez, el recepcionista, tampoco se salvó de las teorías y conspiraciones, pero ante todas ellas Carmela calló. Lo único certero en su historia era que estaba sola, sola con un bebé -que después supo sería una niña- en un mundo que hasta ahora no le había parecido tan del todo miserable.
Carmela intentó por todos los medios deshacerse de aquello que le estaba absorbiendo la vida desde adentro, pero le fue imposible. Su hija seguía creciendo con rapidez hasta que en un pestañeo le hinchó el estómago, las piernas, los pies y la cara. Carmela no lograba reconocerse en el espejo y lo odiaba. También sentía que su hija la torturaba con sus fuertes patadas y sus movimientos de acróbata que le dificultaban dormir y caminar.
En muchas ocasiones pensó que ya daría a luz por la violencia de los dolores, pero todas sus alarmas fueron falsas hasta que el día realmente llegó y, no fue cualquier día.
Todo estaba listo para el parto, que sería por cesárea, pero un fuerte temblor sacudió al Hospital Cerro de Clarita y todo fue bullicio, gritos y nervios. Por su pánico a los temblores Carmela salió corriendo sin saber a dónde, a pie limpio y únicamente con la bata del hospital puesta. Al llegar a la puerta de salida todo se calmó y la tierra dejó de estremecerse. Una enfermera la auxilió y la llevó nuevamente a la sala de partos, Carmela no escuchaba nada, pero lo sentía todo. Se dejó guiar nuevamente hasta la camilla, pero el susto del temblor fue tanto que no hubo manera de anestesiarla ante el dolor. Sintió el frío y delgado bisturí dibujándole una línea en el vientre que se convertiría en puerta de entrada a su interior, también sintió uno a uno los dedos de los médicos hurgando entre su cuerpo, el dolor le hacía sentir que hasta le estaban escarbando el alma.
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Después de un tiempo que Carmela no logró definir ni en minutos ni en horas, solo en imágenes congeladas, sintiendo que se veía desde otro cuerpo, desde otro mundo, desde otro estado de las cosas, nació Carmelita. Una enfermera le puso su nombre después de no obtener una respuesta concreta de parte de Carmela sobre cómo llamaría a su hija.
Al igual que el Hotel Dalje se convirtió en la casa de Carmela, también lo fue de Carmelita. La niña fue creciendo en el cuarto que su madre habitó desde su llegada al hotel, que entre sus escasos recuerdos, sabía que había estado allí desde que tenía casi doce años.
Aquel cuarto era como todos los demás. Si bien, el Hotel Dalje tenía una fachada en un blanco sucio, por dentro don Ramiro Montes hace muchos años intentó darle un poco más de vida pintando las paredes de un rojo escarlata que al día de hoy ya estaba desteñido. Las cortinas también eran rojas, recogidas con cordones dorados, varias de las baldosas amarillentas del piso ya estaban rotas y ni qué hablar de las camas o los baños, colchones incómodos y sanitarios curtidos por el exceso de uso y la falta de lavado.
Carmela y Carmelita lo compartían todo, el cuarto, la cama, el baño. Carmela sentía que le habían colonizado hasta el aire que respiraba, su vida, su cuerpo, su belleza y hasta su mente. Mientras Carmelita crecía con una rapidez asombrosa, Carmela envejecía del mismo modo. Hasta el punto de ya no poder cumplir a cabalidad sus funciones de camarera. Le tronaban los huesos con cada paso y sentía que se había convertido en un cristal rajado, al mínimo toque se rompería y los trozos de lo que estaba quedando de ella estarían dispersos por toda aquella baldosa amarillenta. Estaba perdiendo los dientes, el cabello, y su piel tenía ya más apariencia de una pasa que de la porcelana que algún día fue.
En cambio, veía con recelo y hasta un profundo rencor cómo Carmelita poseía una belleza exacta a la que ella tuvo alguna vez, era una estampa extraordinaria, una fotocopia sin ningún error, perfecta. Los ojos cafés en la oscuridad y verdes esmeraldas en la luz, los rulos negros azabaches, la risa ruidosa, el tono de la voz era también una réplica sin fallas. Carmela no podía soportarlo, ver a su hija le alborotaba la bilis, le amargaba el gusto, le ardía en la vista, le provocaba un silbido en los oídos.
Ya no podía contar las veces en que pensó en deshacerse nuevamente de ella, pero ya no tenía los alientos de antes, ya ni siquiera era ella quien cuidaba de Carmelita, ahora dependía de su hija y de sus escasas atenciones. A veces ni la sentía, pero había noches en que el miedo le encalambraba los huesos y la lengua cuando despertaba con Carmelita sobre su pecho clavándole una mirada sin alma, sin vida, cara a cara y, entonces, en un repentino instante su rostro de porcelana inexpresiva cobraba vida cuando soltaba aquella risa ruidosa.
Carmela no podía definir el tiempo, ni en minutos, horas o días, en que sintió que se estaba desvaneciendo. Al principio pensó que era cansancio, luego pánico, que se estaba quedando ciega, pero luego lo supo, se estaba desvaneciendo. No supo si primero fue su alma o su cuerpo, pero sabía que algo más allá de su propia vida la había abandonado, quizás le fue arrancado, robado. Quizás nunca fue realmente suyo y lo que se presta en algún momento se reclama. No supo cuándo, ni cómo, solo que simplemente ocurrió.
Carmelita, que al crecer dejó de ser Carmelita para ser Carmela, tenía 26 años y trabajaba como camarera en el Hotel Dalje. Poco o nada recuerda sobre su origen más allá de lo que le hubiesen informado los empleados del lugar sobre su abandono. Era la única joven entre las otras cinco camareras y también era considerada evidentemente atractiva por los escasos huéspedes del hotel. Luego quedó embarazada sabe Dios de quién. Mucho se rumoró entre los habituales clientes del Hotel Dalje sobre la paternidad de su bebé, que después supo sería una niña.
Carmela y Carmelita nunca lograron entenderse, ni siquiera cuando el cordón umbilical las mantenía unidas físicamente, de hecho, esta fue la única unión que tuvieron en sus vidas, pues, una vez se dio el nacimiento y aquel hilo de vida fue cortado para separarlas, parecía que cada una quería escapar de la otra, por fin estaban en libertad para hacerlo. El rechazo mutuo al conocerse cara a cara fue confirmado de inmediato, desde el interior ya ambas lo sentían.
Todo fue mal desde el principio. Carmela tenía 26 años y trabajaba como camarera en el Hotel Dalje, un sitio de quinta categoría que tenía más pinta de hospital en ruinas que de hotel. Pero no había nada más, y cuando no hay nada más de lo que aferrarse cualquier hueco es trinchera, solía pensar Carmela.
Además, había nacido y crecido allí. De algún modo se sentía atada a ese sitio que la asqueaba tanto como lo quería, detrás de los amores -de cualquier tipo- siempre hay algo de irracionalidad.
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Poco, o más bien nada, recuerda Carmela sobre su origen. Sabía que la habían abandonado en aquel lugar y desde entonces la cuidaron entre los diferentes empleados que fueron pasando por el Hotel Dalje. Todos se le hacían chistosos y variopintos, incluso, extraños. No podía decir que hubiese desarrollado un cariño hacia ellos, de hecho, tampoco agradecimiento, pero no los detestaba. Solo los miraba con una extrañeza desbordante como ellos la miraban a ella.
Quizás, Carmela solo sentía un poco de rencor por el hermetismo con que siempre trataron su llegada al Hotel Dalje, la única información que lograba obtener era la de su abandono, pero ni una sola palabra más salía de la boca de los empleados, de aquellos empleados que tenían más apariencia de almas en pena que de otra cosa. Todos con las mejillas hundidas y los dientes amarillos, los escasos pelos que tenían en la cabeza se podían contar fácilmente con el solo paseo de la mirada. Las uñas rotas, sin limar, y de caminar endeble.
Carmela era la única joven entre las otras cinco camareras, también era considerada evidentemente atractiva por los escasos huéspedes que habitaban en el Hotel Dalje y, bueno, difícilmente se encontraría a alguien que opinara lo contrario sobre ella.
Tenía el pelo negro azabache hasta la cintura, sus rulos exquisitamente peinados bailaban sobre su cuerpo cada vez que caminaba como reina de belleza por los pasillos del hotel, moviendo con firmezas sus piernas y caderas robustas. El color de sus ojos es difícil describirlo, parecían cafés en la oscuridad, pero brillaban en un verde esmeralda cuando se acercaba a la luz, tenía siempre las mejillas rosadas por andar remolineando por aquí y por allá, y era ruidosa, su risa lograba penetrar todas las rendijas del hotel.
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Luego quedó embarazada sabe Dios de quién, así era como siempre se referían los demás sobre el nuevo estado de Carmela. Mucho se rumoró entre los habituales clientes del Hotel Dalje sobre la paternidad de su bebé, se dijo que era de don Ramiro Montes, el dueño, que siempre que la veía aprovechaba para lanzarle algún halago, aunque llevara casado más de 20 años con Lucila de Montes y tuvieran cuatro hijos. También se comentó que podría ser de Juan Torres, un joven todero al que siempre recurrían cuando había que reparar una gotera en el techo o una tubería en falla. Enrique Suárez, el recepcionista, tampoco se salvó de las teorías y conspiraciones, pero ante todas ellas Carmela calló. Lo único certero en su historia era que estaba sola, sola con un bebé -que después supo sería una niña- en un mundo que hasta ahora no le había parecido tan del todo miserable.
Carmela intentó por todos los medios deshacerse de aquello que le estaba absorbiendo la vida desde adentro, pero le fue imposible. Su hija seguía creciendo con rapidez hasta que en un pestañeo le hinchó el estómago, las piernas, los pies y la cara. Carmela no lograba reconocerse en el espejo y lo odiaba. También sentía que su hija la torturaba con sus fuertes patadas y sus movimientos de acróbata que le dificultaban dormir y caminar.
En muchas ocasiones pensó que ya daría a luz por la violencia de los dolores, pero todas sus alarmas fueron falsas hasta que el día realmente llegó y, no fue cualquier día.
Todo estaba listo para el parto, que sería por cesárea, pero un fuerte temblor sacudió al Hospital Cerro de Clarita y todo fue bullicio, gritos y nervios. Por su pánico a los temblores Carmela salió corriendo sin saber a dónde, a pie limpio y únicamente con la bata del hospital puesta. Al llegar a la puerta de salida todo se calmó y la tierra dejó de estremecerse. Una enfermera la auxilió y la llevó nuevamente a la sala de partos, Carmela no escuchaba nada, pero lo sentía todo. Se dejó guiar nuevamente hasta la camilla, pero el susto del temblor fue tanto que no hubo manera de anestesiarla ante el dolor. Sintió el frío y delgado bisturí dibujándole una línea en el vientre que se convertiría en puerta de entrada a su interior, también sintió uno a uno los dedos de los médicos hurgando entre su cuerpo, el dolor le hacía sentir que hasta le estaban escarbando el alma.
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Después de un tiempo que Carmela no logró definir ni en minutos ni en horas, solo en imágenes congeladas, sintiendo que se veía desde otro cuerpo, desde otro mundo, desde otro estado de las cosas, nació Carmelita. Una enfermera le puso su nombre después de no obtener una respuesta concreta de parte de Carmela sobre cómo llamaría a su hija.
Al igual que el Hotel Dalje se convirtió en la casa de Carmela, también lo fue de Carmelita. La niña fue creciendo en el cuarto que su madre habitó desde su llegada al hotel, que entre sus escasos recuerdos, sabía que había estado allí desde que tenía casi doce años.
Aquel cuarto era como todos los demás. Si bien, el Hotel Dalje tenía una fachada en un blanco sucio, por dentro don Ramiro Montes hace muchos años intentó darle un poco más de vida pintando las paredes de un rojo escarlata que al día de hoy ya estaba desteñido. Las cortinas también eran rojas, recogidas con cordones dorados, varias de las baldosas amarillentas del piso ya estaban rotas y ni qué hablar de las camas o los baños, colchones incómodos y sanitarios curtidos por el exceso de uso y la falta de lavado.
Carmela y Carmelita lo compartían todo, el cuarto, la cama, el baño. Carmela sentía que le habían colonizado hasta el aire que respiraba, su vida, su cuerpo, su belleza y hasta su mente. Mientras Carmelita crecía con una rapidez asombrosa, Carmela envejecía del mismo modo. Hasta el punto de ya no poder cumplir a cabalidad sus funciones de camarera. Le tronaban los huesos con cada paso y sentía que se había convertido en un cristal rajado, al mínimo toque se rompería y los trozos de lo que estaba quedando de ella estarían dispersos por toda aquella baldosa amarillenta. Estaba perdiendo los dientes, el cabello, y su piel tenía ya más apariencia de una pasa que de la porcelana que algún día fue.
En cambio, veía con recelo y hasta un profundo rencor cómo Carmelita poseía una belleza exacta a la que ella tuvo alguna vez, era una estampa extraordinaria, una fotocopia sin ningún error, perfecta. Los ojos cafés en la oscuridad y verdes esmeraldas en la luz, los rulos negros azabaches, la risa ruidosa, el tono de la voz era también una réplica sin fallas. Carmela no podía soportarlo, ver a su hija le alborotaba la bilis, le amargaba el gusto, le ardía en la vista, le provocaba un silbido en los oídos.
Ya no podía contar las veces en que pensó en deshacerse nuevamente de ella, pero ya no tenía los alientos de antes, ya ni siquiera era ella quien cuidaba de Carmelita, ahora dependía de su hija y de sus escasas atenciones. A veces ni la sentía, pero había noches en que el miedo le encalambraba los huesos y la lengua cuando despertaba con Carmelita sobre su pecho clavándole una mirada sin alma, sin vida, cara a cara y, entonces, en un repentino instante su rostro de porcelana inexpresiva cobraba vida cuando soltaba aquella risa ruidosa.
Carmela no podía definir el tiempo, ni en minutos, horas o días, en que sintió que se estaba desvaneciendo. Al principio pensó que era cansancio, luego pánico, que se estaba quedando ciega, pero luego lo supo, se estaba desvaneciendo. No supo si primero fue su alma o su cuerpo, pero sabía que algo más allá de su propia vida la había abandonado, quizás le fue arrancado, robado. Quizás nunca fue realmente suyo y lo que se presta en algún momento se reclama. No supo cuándo, ni cómo, solo que simplemente ocurrió.
Carmelita, que al crecer dejó de ser Carmelita para ser Carmela, tenía 26 años y trabajaba como camarera en el Hotel Dalje. Poco o nada recuerda sobre su origen más allá de lo que le hubiesen informado los empleados del lugar sobre su abandono. Era la única joven entre las otras cinco camareras y también era considerada evidentemente atractiva por los escasos huéspedes del hotel. Luego quedó embarazada sabe Dios de quién. Mucho se rumoró entre los habituales clientes del Hotel Dalje sobre la paternidad de su bebé, que después supo sería una niña.