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“La revolución en el fondo es tratar de mejorarse a sí mismo, esperando que los demás hagan lo mismo”, dijo Brassens en una ocasión a un periodista local, que el día de su muerte, de la que el 28 de octubre se cumplen además 40 años, lo recordaba en la televisión francesa por la huella que esa frase había dejado en él.
Ese ansía tranquila de rebelión se transpuso en cada una de sus canciones, como “La mauvaise reputation”, “Le Gorille”, “Les Patriotes” o “La guerre de 14-18″, que daban voz a quienes “amaban Francia pero no la patria”, como él solía decir.
“Tenía convicciones muy fuertes y quería transmitirlas de forma disimulada. Una de sus expresiones era decir que quería hacer propaganda de contrabando, por eso trabajó en dejar mensajes entre líneas y el humor estaba tan presente en sus canciones. Sugerir, era más eficaz”, explica Loïc Richard, que ha publicado cuatro libros biográficos sobre el cantautor. Brassens fue cantautor a su pesar, ya que llegó a los escenarios por casualidad. Le invitamos a leer: Los secretos de una canción que esconde un homenaje al Che Guevara y que fue cantada por Celia Cruz
Nació en Sète el 22 de octubre de 1921, hijo de una católica italiana que tras la muerte de su primer marido en la guerra se casó con un comerciante masón y anticlerical. Al matrimonio no le unía precisamente su devoción por la religión, pero sí la música y el gusto por las canciones populares que heredó Georges.
Brassens - Morir por las ideas
Un cantante tímido
Mal estudiante, terminó por abandonar sus estudios y poner rumbo a París donde, guiado por las lecciones de poesía de un antiguo profesor, comenzó a pasar horas en la biblioteca leyendo y cultivándose. Así comenzó a escribir sus propios versos, con la firme convicción de ser poeta y componer canciones para otros.
Pero en los cabarets de París no pensaron lo mismo: la conocida cantante Patachou, dueña de un local en el pintoresco barrio de Montmartre, le dijo que sus canciones sólo tenían sentido si las cantaba él, incómodo y casi incapaz de subirse a un escenario.
“Con el paso del tiempo le cogió gusto pero no era su voluntad en un primer momento”, dice Richard, cuyo último libro “Sous la moustache, le rire” (Bajo el bigote, la risa), publicado el año pasado, se centra en los secretos que escondía el humor del artista francés.
“Hay muchas razones por las que conquistó al público y éste le fue fiel durante toda su vida: era el soplo de aire fresco y de insurrección que la gente necesitaba. Su mezcla de turbulencia y ternura, fantasía y convicciones. El público lo comprendía de forma instintiva”, añade el biógrafo.
Brassens no hizo diferencia entre su vida y su obra. Como cantaba en “La non demande en mariage”, no se casó ni tuvo hijos y vivió siempre separado del que fue su gran amor, Joha Heiman, que a su muerte, en 1999, fue enterrada junto a él en Sète.
Poeta de Setè
Quienes van a buscar la tumba del poeta, premiado en 1967 por la Academia Francesa, se sorprenden de no encontrarla en el cementerio Marin, donde se halla otra gran pluma francesa, Paul Valéry.
Sus restos se hallan en el cementerio popular de la ciudad, conocida como la Venecia de la Provenza, y a la que Brassens permaneció vinculado durante toda su vida.
Estos días, Sète celebra la memoria de uno de sus mayores artistas con un festival de conciertos, encuentros y hasta un turístico paseo en barco.
Su pelo cano y su aspecto envejecido son un engaño. Los cálculos renales lo habían puesto sobre una mesa de operaciones en varias ocasiones y en los últimos años se vio debilitado además por un cáncer que se lo llevó apenas cumplidos los 60 años.
Él cantó a la muerte, siendo uno de los primeros en hablar de ella sobre un escenario. También cantó al amor y al paso del tiempo, como tantos otros poetas, y es uno de los músicos franceses más traducidos a otras lenguas, especialmente al español.
“En realidad, los hombres no tienen muchas cosas que decir: hablan del amor, del paso del tiempo, de dios, de la dificultad de ser... el resto es literatura”, decía Brassens cinco años antes de morir.
Antimilitarista convencido por el horror que decía sentir hacia las órdenes y el sometimiento, aceptó la muerte sabiendo que había vivido 60 años como había querido: sin arrodillarse ante nadie.