Con las manos en la tierra
El cuidado de un jardín lleva implícita una agresividad esencial para el crecimiento de las plantas. Como en nuestra vida. ¿Cuántas veces debemos arrancar hábitos de raíz, trasplantarnos de espacios en los que no hay suficiente luz para nosotros, o cortar relaciones que nos asfixian, como las malas hierbas a las flores?
Mi percepción sensorial es más íntegra cuando estoy en este jardín. No tengo otro propósito que colgar la hamaca, descalzarme y tumbarme a mirar, oler, escuchar y, quizá, murmurar para mis adentros una cita de Robert Louis Stevenson: “Toda vida que no sea puramente mecánica se teje con dos hilos: buscar el pájaro y pararse a escucharlo”. Stevenson hablaba de la leyenda de un hombre que un día salió de un convento y se dirigió a un bosque. En el camino se sintió muy atraído por el canto de un pájaro. Se detuvo a escuchar sus gorjeos. Más tarde, cuando regresó al convento, notó que sus compañeros lo miraban de un modo extraño. Ni siquiera lo saludaron con la familiaridad de siempre. Solo uno de ellos lo recordaba. El tiempo que dedicó a escuchar el canto del pájaro no fue tan breve como él creía: habían pasado varios años o, dicho de otro modo, había entrado en el ascensor.
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Mi percepción sensorial es más íntegra cuando estoy en este jardín. No tengo otro propósito que colgar la hamaca, descalzarme y tumbarme a mirar, oler, escuchar y, quizá, murmurar para mis adentros una cita de Robert Louis Stevenson: “Toda vida que no sea puramente mecánica se teje con dos hilos: buscar el pájaro y pararse a escucharlo”. Stevenson hablaba de la leyenda de un hombre que un día salió de un convento y se dirigió a un bosque. En el camino se sintió muy atraído por el canto de un pájaro. Se detuvo a escuchar sus gorjeos. Más tarde, cuando regresó al convento, notó que sus compañeros lo miraban de un modo extraño. Ni siquiera lo saludaron con la familiaridad de siempre. Solo uno de ellos lo recordaba. El tiempo que dedicó a escuchar el canto del pájaro no fue tan breve como él creía: habían pasado varios años o, dicho de otro modo, había entrado en el ascensor.
El saxofonista de El perseguidor, el cuento de Julio Cortázar, lo explica magistralmente: “Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir así. No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mí no vas a decirme que en este momento ese traje existe”. Johnny Carter había aprendido siendo un niño que la música lo sacaba del tiempo o, más bien, que lo introducía en un tiempo distinto. Por eso digo que, al escuchar el canto del pájaro, el paseante de la leyenda de Stevenson, como Johnny, entró en el ascensor. Reconozco una sensación semejante cuando estoy aquí, en el jardín de la casa de mi infancia.
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El principal responsable de mi gusto precoz por los jardines es mi papá. Aunque en cuestiones de jardinería tenemos inclinaciones totalmente opuestas. En su patio todo debe estar en su sitio. Las palmeras por un lado, las tradescantias por otro, los coralillos más allá, las hortalizas en su rincón, las rosas en su pequeño reino. Yo prefiero la anarquía de un jardín salvaje, que las plantas crezcan como si solo obedecieran a los designios de un dios. Me gustan los jardines de intrincada belleza, con sus claroscuros, sus vecindarios de lagartijas y un reperpero de pájaros al amanecer. Fantaseo con un jardín que ya tiene nombre en mi imaginación: manga por hombro. Parecerá que ha estado abandonado durante años. Pero solo en apariencia. Una mirada sagaz sabrá cuánta dedicación se ha puesto en un jardín así.
El otro día, escuchando el parloteo matutino de las vecinas que viven en los bajos de mi calle, me enteré de que últimamente aparecen “misteriosos” pétalos de buganvillas en los portales de sus casas. Contuve mis ganas de asomarme para decirles: “¡Señoras, esa púrpura tentación del trópico llueve desde aquí arriba!”.
Tengo un pequeño jardín aéreo en las ventanas de mi apartamento. No quería privarme de tener flores en mi vida por no poseer unas hectáreas de tierra firme en Catalunya. Hace años que cultivo geranios y petunias en los meses cálidos, y ciclamen y pinos enanos en los meses de invierno. Este verano, se unieron al combo dos buganvillas que encontré medio muertas en un supermercado, y dos begonias bolivianas que compré en el bazar de un chino que no supo explicarme cómo diantres llegaron a Barcelona.
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Mi incursión en la jardinería no ha estado exenta de percances y daños a terceros. Una tarde se presentó en mi puerta una vecina del edificio. Por razones que no vienen al caso y, en el más absoluto secreto, la llamo “Bruja del 71”. Me dijo que debía moderar el riego de mis flores porque, cada vez que yo les ponía agua, se “encharcaban” los cristales de sus ventanas. Para evitar que el edificio acabara naufragando en una playa del Mediterráneo, coloqué platos más hondos debajo de los tiestos.
Tampoco me he librado de la amenaza de los elementos. Una madrugada del mes de mayo, ¿o era de abril?, me despertó el sonido de un golpeteo que solo podía significar una cosa: lluvia de granizo. Me apresuré a poner todas las flores dentro del apartamento; de lo contrario, ninguna hubiera sobrevivido al bombardeo de hielo. He tenido que enfrentarme a la mariposa africana, cuyas larvas colonizan los troncos de los geranios y se alimentan de su savia hasta matarlos, y bregar con las moscas blancas y los pulgones que atacan las hojas de las petunias. Cuando estas especies invasoras se ensañan con mis flores, debo asumir el papel de una implacable exterminadora.
Para cuidar un jardín hay que ejercitar la faceta más apasionada de la vista. Hay que aprender a mirar. Las larvas de la mariposa africana, por ejemplo, actúan con discreción. Los agujeros que hacen para introducirse en los tallos de los geranios son minúsculos. Los pulgones y las moscas blancas, aunque más visibles, trabajan a una velocidad asombrosa. Si no estamos atentos a los síntomas de malestar, puede que cuando queramos detener la plaga sea demasiado tarde.
En La mente bien ajardinada, un ensayo de la psiquiatra inglesa Sue Stuart-Smith, leí que “no toda la satisfacción de cuidar de las plantas tiene que ver con la creación. Lo bueno de ser destructiva en el jardín es que no es solo permisible, sino que es algo ‘necesario’; porque si no destruyes, te invaden”. El cuidado de un jardín lleva implícita una agresividad esencial para el crecimiento de las plantas. Como en nuestra vida. ¿Cuántas veces debemos arrancar hábitos de raíz, trasplantarnos de espacios en los que no hay suficiente luz para nosotros, o cortar relaciones que nos asfixian como las malas hierbas a las flores? Arrancar, trasplantar, cortar. Sin ejecutar estas tareas de preservación, no dejaríamos lugar para que asomen nuevos brotes.
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Cuidar un jardín también es un modo de exponernos a la frustración. Debemos aprender, a veces con gran tristeza, que las cosas no siempre salen como esperábamos. Lo que es bueno para unas plantas podría no serlo para otras. Hay que prestar atención a los detalles. Vigilar las necesidades de cada especie: la frecuencia apropiada para el riego, cómo reaccionan al sol directo, a la sombra, al calor o al frío, y si muestran apego o rechazo al lugar que hemos elegido para ellas.
Creo que el trabajo de una flor es similar al de un poeta. Pienso en el método de Adam Zagajewski: “¿En qué consiste realmente mi trabajo? / En una larga espera inmóvil, / en remover folios, en una paciente meditación, / en la pasividad que no convencería / a un juez de ansiosa mirada”. Nadie ha observado las flores como los poetas. Alejandra Pizarnik escribió en su diario que “la flor es la voz de la tierra”. Ida Vitale ha dicho que su labor poética consiste en podar y podar. Para Mary Oliver, no había nada que pudiera decirse en contra de las flores, de su dulzura, su serenidad y todo el gozo que brindan; pero decía que era muy triste que todo lo que puedan besar sea el aire. Creía que para nosotros, los humanos, esa es una gran ventaja. “¡Sí, sí! Nosotros somos los afortunados”. Y, sin embargo, las flores sí pueden ser besadas. Quien haya visto un colibrí encaprichado con un hibisco lo sabe.
Un jardín es un espacio de resistencia. Un lugar adecuado para disfrutar del carácter sagrado de la sensualidad, para dejar de mirar con desdén aquello que se nos ofrece como una frágil revelación de la belleza que nace y muere en silencio. Carl Jung decía que si las plantas, las piedras y los animales ya no hablan con los humanos, es porque los humanos hemos dejado de escucharlos. No estoy del todo de acuerdo con Jung. Pese a nuestra indiferencia, ellos no han dejado de hablarnos; nosotros hemos dejado de buscar el pájaro.
Recuerdo a mi papá plantando palmeras y rosales. En este mismo patio; joven, sudoroso y con las manos en la tierra. Después de cada siembra, nos sentábamos al lado de la criatura recién plantada, y la mirábamos con asombro, como si hubiera aparecido ahí por obra y gracia de una extraña mística. Nunca uso guantes para plantar mis flores. No quiero privarme de ese placer que empecé a intuir con la mirada, observando a mi padre. En ocasiones me asaltaba un violento deseo de comer tierra. Algunas veces lo hice. Era mi secreto. Lo llevaba guardado como una pequeña lámpara que encendía a escondidas. En esta parte del Caribe dicen que los niños que comen tierra tienen una carencia de hierro en la sangre. Lo que yo sentía era una profunda necesidad de descubrir a qué sabe el interior de la vida.