Héctor Abad Faciolince: “Concibo la poesía como el alcaloide de la literatura”
“Salvo mi corazón, todo está bien” es la nueva novela del autor antioqueño. Una historia en la que el escritor le rinde un homenaje a su madre, quien falleció el año pasado, y a Luis Álvarez, un amigo.
Andrés Osorio Guillott
Escuchar y sentir el latido del corazón es una de las formas más naturales y fidedignas para que el ser humano sienta el valor de su vida, pero a su vez su fragilidad. Ese órgano minúsculo que late entre 60 y 100 veces por minuto representa nuestra vigencia en el mundo, y habrá quienes nos atrevemos a dejar que el sonido de sus palpitaciones rompa el silencio para poder hablar de esa paradoja de hacernos conscientes de nosotros y a la vez sentir una especie de angustia por el momento en que ese ritmo cardíaco se detenga y dictamine el fin de nuestro paso por la tierra.
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“Esta novela mía es muy médica. Es una novela cardíaca que habla del corazón real, del órgano, la víscera, la bomba maravillosa. A mi papá le gustaba contarnos cuentos infantiles con cosas médicas, que él se inventaba. No nos atacaban fantasmas ni monstruos imaginarios, sino bacilos, virus, bacterias, espiroquetas pálidas, Plasmodium malaria, Entamoeba histolyticas, cosas así, de nombres que nos hacían temblar de miedo. No le tengo miedo al infierno, ni al más allá, ni a las brujas, ni a la Patasola u otros inventos humanos. Me da miedo el colesterol alto, las arritmias, las estenosis, los extrasístoles del ventrículo izquierdo, el ictus cerebral, el cáncer de colon, la pancreatitis. Estos sí que son monstruos que nos acechan y nos pueden matar. Los de la fantasía provienen de tiempos oscuros en que uno se moría porque le entraba algún espíritu maléfico en el cuerpo o por el mal de ojo. La novela se escribió durante la pandemia, cuando todos estuvimos amenazados y encerrados por un virus nuevo, del que nos salvó la ciencia, las vacunas. A mí, de mi problema cardíaco me salvó la ciencia, una gran cardióloga, un gran cirujano. Al cura de mi novela, al amigo Luis Alberto de la realidad, lo mató una ilusión médica parecida a la ilusión religiosa. Los científicos, a veces, pueden ser tan soberbios como los profetas religiosos. Se empiezan a creer dioses, a veces, y nos matan, diciendo que nos van a salvarEl ser humano no deja de ser humano, con todas sus vanidades, con todas sus carencias, con toda su arrogancia”, dice Héctor Abad Faciolince sobre Salvo mi corazón, todo está bien, su nuevo libro.
Quizás uno de los libros de Abad Faciolince que más poesía contiene en la historia y en la prosa. Una poesía que arropa al relato desde su título, pues el nombre de la novela es el último verso de Soneto con una salvedad, de Eduardo Carranza, el poema que más leía Luis, el llamado “cura epicúreo” y protagonista de la narración, que es un personaje que rinde homenaje a Luis Álvarez, un amigo entrañable del autor,
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“Cioran decía que le gustaban las cosas dulces, pero no los terrones de azúcar, así como le gustaba la poesía, pero disuelta en prosa. A mí me gusta de las dos maneras: la pura, la esencial, la de san Juan de la Cruz o santa Teresa, pero me parece que hoy en día es más fácil que los lectores la acepten disuelta en prosa. García Márquez, que ponía en sus novelas versos completos de Rubén Darío, sin comillas, me enseñó que eso se puede hacer, con mucho beneficio para la prosa. Yo disuelvo en mis páginas algunos versos y algunas imágenes de muchos poetas, sin comillas. Como un artista plástico que pone en un cuadro una flor de verdad o una lagartija disecada. Ya le dije que una frase de arriba era de Yehuda Amijai. También tengo préstamos de Pessoa, De Greiff, Juan Vicente Piqueras, Carranza, por supuesto, de quien tomo el título piedracielista de la novela. Concibo la poesía como el alcaloide de la literatura, así como el alcohol es el espíritu del vino, o la cocaína, de la hoja de coca. Es una droga pesada, la poesía, y puede hacer mucho daño. Además es una droga espontánea, que surge cuando quiere y donde quiere, independiente de la voluntad. Pero una droga dura, y por eso muchos poetas se terminan suicidando. Le tengo miedo a la poesía, pero sin ella no podría escribir prosa. Escribo prosa prosaica, a veces grosera, pero dejo caer aquí y allá, con disimulo, sílabas de poesía, casi siempre ajena, porque a mí el dios de la poesía me dicta muy pocos versos, y no siempre buenos”.
Un libro sobre la amistad, sobre el amor de la hermandad, sobre la religión, que de tanto en tanto aparece en la obra literaria de Abad Faciolince. Una historia que despierta el temor de perder a un amigo, del duelo de un ser querido que se formó así por el destino, por los recuerdos creados y compartidos, por las complicidades que despiertan frenesís sin importar la intermitencia de los encuentros.
“En esta novela se demuestra que la amistad sobrevive a la muerte. La escribí, precisamente, porque tanto el Luis de la ficción como el Luis Alberto de la realidad tienen o tuvieron muchos amigos. Mi novela está escrita con el recuerdo de los amigos de Luis. El narrador de la novela es un amigo suyo, que convivió con él en la residencia de curas durante veinte años. El recuerdo del padre Álvarez está muy vivo en Medellín, y quienes amamos el cine o la música clásica en la ciudad estamos todavía muy influidos por sus enseñanzas, por la pasión con que hablaba de estas dos artes, por el deleite que sacaba de ellas y el gusto que nos enseñó a sacar de ellas. Es un placer y una felicidad que todavía nos unen. La novela se compuso con los relatos que me contaron muchos amigos de Luis: Víctor Gaviria, director de cine; Fernando Isaza, un anestesiólogo; varios sacerdotes que lo añoran todavía, amigas judías, cristianas, ateas, una música, Bárbara Lombana, un violinista, Gonzalo Ospina, los médicos que lo operaron y todavía lamentan que haya muerto ese amigo en el quirófano. Yo mismo, que fui amigo suyo y gracias a él comprendí que no debía escribir guiones de cine. Mi hija, que era una niña cuando Luis murió y todavía sueña con él; mi hijo, que le hizo un retrato al óleo a los seis años. ¿Qué es la amistad? Un amor y una hermandad que no pasa por el sexo ni por la familia, pero que es firme y real como una piedra. Que tiene las ventajas de la intermitencia, y el grado de intimidad que cada cual soporte. Sin la ayuda de mis amigos y de los amigos del Luis de la realidad, esta novela habría sido imposible”En ese sentido, es una novela musical, coral, contada y cantada a muchas voces, voces de amigos, y yo espero que no desafine”.
En el libro se dice que la muerte de un amigo “puede ser el comienzo de una nueva religión”. ¿Cómo es ese duelo y esa admiración que queda se convierten en una especie de religión?
En el libro hay muchas citas ocultas, frases de poetas a quienes admiro. Esa en concreto, como algo sobresaliente, es un verso de Yehuda Amijai, un gran poeta judío. Si uno mira el origen de muchas religiones muy importantes, estas comienzan con la muerte de un amigo. La filosofía de Platón empieza con la muerte injusta de su amigo Sócrates. Los apóstoles convirtieron a Jesús en Dios porque no soportaron la muerte tan abominable e injusta de un hombre bueno. Tal vez la muerte del Gordo, el protagonista de mi novela, pudiera ser, para unos cuantos curas al menos, el comienzo de un catolicismo más tolerante, más abierto, reformado: un catolicismo que permita el amor en todas sus manifestaciones y que no excluya la felicidad del cuerpo, la dicha de estar vivos y de gozar con nuestros sentidos, con todos nuestros sentidos, que no separe el espíritu y el cuerpo porque no existe el uno sin el otro.
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Más allá de la historia del cura Luis Alberto Álvarez, pienso que la religión es una de sus obsesiones. ¿Cuál es la importancia de esta en su vida y su obra literaria?
La novela está dedicada a mi mamá, que se murió hace un año y era muy religiosa. Como ella era creyente, yo, ateo, no puedo despreciar a los creyentes ni a la religión. Creo que la religión, como invento humano que es, no es otra cosa que un anhelo de belleza y perfección. Unas ganas de ser mejores de lo que somos. Ahora bien, en ese anhelo noble hay mucha locura y mucho fanatismo, que ha traído consecuencias nefastas para la gente, muy dolorosas, muy negativas. Persiguiendo una falsa pureza, que excluye la dicha del cuerpo, ha creado monstruos. Persiguiendo a los distintos (a las minorías sexuales, por ejemplo), relegando a la mujer a un segundo plano subordinado, ha traído mucho sufrimiento. Yo no soy nada religioso, soy iluminista, creo en la razón y en la ciencia, pero entiendo el anhelo de la religión, cuando está bien dirigido, como algo muy raro, muy extraño, muy humano, que puede producir muchísima belleza: las catedrales, algunas mezquitas, los budas gigantescos, las pirámides orientales y americanas, la música de Bach, de Mozart a veces, de Brahms, la pintura de Piero della Francesca, de Rafael, de Miguel Ángel, de Van der Weyden, de muchísimos otros. La religión forma parte de la más sublime fantasía humana: ángeles, demonios, dioses del bien y del mal, ídolos de la fecundidad, santas, mártires, gente que se sacrifica por los demás o que comete actos de una maldad extrema. Digamos que soy un ateo fascinado por lo que Borges llamaba una de las ramas más prolíficas y grandes de la literatura fantástica. Por un lado combato los absurdos a que puede conducir la religión, a la violencia generada por los fanáticos, pero por otro lado me siento fascinado por la belleza que puede producir esa majestuosa creación humana.
Siguiendo en el tema de la religión, en este caso se habla mucho del cristianismo, y quiero hacerle la misma pregunta: ¿cuál es la influencia o las reflexiones que le ha dejado el cristianismo para la vida?
El cristianismo, esa gran herejía del judaísmo, significó una revolución extraordinaria, y de él provienen muchas de las conquistas más importantes que luego traería la modernidad: del cristianismo es el magnífico invento de que todos los seres humanos somos hermanos, somos iguales y dignos de respeto, de amistad, incluso de amor. Es mucho pedir, eso de amar a todos los semejantes, uno ama solamente a algunos familiares y a un puñado de amigos, pero esa aspiración de amar incluso al enemigo tiene algo muy poético y muy bonito. Jesús vivió en una época en la que todo era venganza, sangre, espadas, en la que los pueblos de otra etnia u otra religión eran enemigos que solo merecían la muerte, y lo que enseñó fue a quererlos, a perdonarles siempre, a no matar a nadie. Eso fue rarísimo, muy revolucionario. Cuando se proclamaron, de un modo laico, los derechos humanos, la tolerancia por los credos distintos, por todas las razas y culturas, la inspiración, en últimas, era el cristianismo bien entendido. No el de la cruz y de la espada, no el de la inquisición, que es otra cosa, una deformación del fanatismo católico, o del fanatismo protestante, que también lo hubo y lo hay, pero la esencia cristiana fue una gran influencia en la aceptación de la hermandad entre todos los hombres. La mentira del Dios bueno y todo poderoso, que ama a todos por igual, aunque no sea real, fue una ilusión muy positiva para la humanidad. Nosotros creemos siempre en muchas tonterías, en muchas mentiras, no conozco a nadie que no crea en alguna idiotez, así sea en que hay que tocar madera, pero algunas de las ilusiones en las que creemos pueden ser muy positivas, pueden tener resultados muy benéficos para el mundo entero. Uno vive en la imaginación, por mucho que trate de ponerle riendas, con la razón, o con la ilusión de que podemos ser razonables.
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El narrador hace una reflexión sobre el legado de Luis con respecto a la forma en que entendemos los nuevos modelos familiares. ¿Cómo piensa usted ese concepto?
Al menos en Occidente, y a mí esto me parece un gran avance, un desarrollo humano en busca de la felicidad, o en busca de evitar o disminuir los sufrimientos inútiles, la familia tradicional se ha ampliado para reconocer, amar, respetar o por lo menos tolerar otro tipo de opciones familiares: dos hombres, con o sin hijos, dos mujeres, sin hijos o con ellos; parejas en las que uno de ellos o los dos han cambiado de género; mujeres divorciadas, hombres separados. Yo pude escribir esta novela porque viví una especie de paternidad tardía, con dos niños, los hijos de mi esposa, que es quince años más joven que yo, y he convivido con niños que no son hijos biológicos míos, pero que me enseñaron mucho sobre la infancia y la paternidad. Una de las personas que más me ayudó en la escritura de esta novela fue un médico anestesiólogo que estaba casado con un arquitecto. Un amante del cine, con una gran memoria, un gran lector, que había sido muy amigo de Luis Alberto Álvarez. Fue él, Fernando Isaza, quien descubrió su problema cardíaco. Hay un capítulo de la novela que me fue contado por él, en compañía de su marido, Eduardo, en una comida en mi casa. Luego a su marido le dio covid, estuvo 40 días en UCI, perdió la batalla, se murió. La vida para Fernando dejó de tener sentido, se quería matar, lo intentó, falló. Para un anestesiólogo, fallar en un suicidio es una humillación. Lo volví a ver, me contó detalles aun más íntimos de mi personaje. Un día me dejó un libro de regalo en la portería, una gran novela. Tres días después se mató, se mató por amor. ¿Vamos a negar ese amor, vamos a juzgar ese suicidio por amor? ¿Van a decir que esa amorosa familia no fue familia? ¿A quiénes le hicieron daño esos dos amantes tan bonitos? Que ni la Iglesia ni nadie diga que ese amor es pecaminoso o desviado, o lo que sea. Es amor, y punto, y no le hace daño a nadie.
En la novela se habla mucho de cine y ópera. Siempre vale la pena preguntarle por la relevancia del arte, que incluso se destaca ese rasgo en Luis, en la presencia constante de la cultura para entender la vida. ¿Cómo puede hablarnos de la trascendencia que tienen las historias del cine y la ópera que se cuentan en el libro?
Con los nuevos inventos técnicos, con nuevos instrumentos de comunicación, los seres humanos pueden hacer cosas espantosas, armas para matar, por ejemplo, películas de propaganda nazi, o racista, pero también obras de arte, es decir, artefactos que aspiran a la belleza, a la comprensión, a la inteligencia. La ópera, esa anomalía de contar historias de amor cantando, de sufrir cantando, de morir cantando, es una forma extraordinaria de belleza, a veces muy larga para mi gusto, pero con algunos de los momentos más sublimes del instrumento más humano que hay, la voz. La voz del hombre y de la mujer en todos sus tonos y timbres y posibilidades. Y el cine, un arte mucho más reciente, capaz de producir también imágenes, sonidos, colores y diálogos que nos conmueven, nos hacen reír, nos alegran la vida, nos obligan a pensar, nos pueden inspirar a ser mejores personas. El cura protagonista de mi novela, y el sacerdote real en el que la novela está inspirada, nos enseñó a muchos en Colombia a apreciar la belleza del cine, a despreciar sus facetas más mezquinas y comerciales, a reconocer en ese nuevo arte lo mejor del espíritu humano, ese mismo espíritu humano sublime que él veía también, por ejemplo en las óperas más mundanas de Mozart, en el Don Giovanni, por ejemplo, que no es el prototipo de la bondad, y en muchas otras llenas de enredos de amor, de adulterios, disputas, incomprensiones, que se pueden reconciliar en las armonías de la música, en la belleza del canto. Lo mejor de la cultura y del arte es que son algo que nos dura toda la vida, desde la infancia hasta la vejez, y produce en la mente humana los mejores sentimientos, inspira las mejores acciones. En fin, yo vivo muy agradecido siempre con el cine y con la música. Sin esos prodigios de la inventiva humana la vida perdería mucha belleza y mucho espesor.
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“La música sustituye la realidad, que a veces es insoportable”, se lee en el libro. ¿Podríamos ahondar en el sentido de esta afirmación? ¿Qué canciones, además de la ópera que aparece en el libro, le sirven de bálsamo?
Es una frase de Álvarez, el sabio. No solo la ópera o la música clásica nos llevan al éxtasis de la dicha, a la conmoción, a la risa y el llanto. Me conmueven muchas canciones de Leonard Cohen, de Serrat, de Sabina, de José Alfredo Jiménez, o por aquí más cerquita, de algunos vallenateros o cantantes pop actuales. Hay dos o tres bambucos no malucos. Miguel Bosé está loco, pero tiene canciones bellísimas que lo redimen; Cat Stevens se volvió medio fanático religioso, pero tiene canciones bellísimas. Shakira habrá engañado al fisco español, pero el bolero que canta en El amor en los tiempos del cólera es fabuloso. Me gustan los tangos de Gardel, las canciones de los Beatles, “Imagine” es un himno, no por repetido menos bueno como aspiración; acabo de cumplir 64 años y un amigo, en vez de las Mañanitas, me mandó una canción que me alegró el día de luto: “When I’m sixty four”. O Nina Simone, o Paolo Conte, Louis Armstrong, Harry Belafonte, o Lucio Dalla. Hay canciones rusas, egipcias, caribeñas, que adoro: Celia Cruz, el Jefe, la Sonora. Caetano, la bossa nova, Joao Gilberto, el jazz, que es infinito. En fin aquí podría seguir hasta el amanecer mencionando cantantes y cantando letras y melodías inagotables. Pero en el libro tenía que concentrarme en la ópera, que era la música que más le gustaba a Luis.
En la novela se habla de la felicidad como el fin último de la vida, e incluso a Luis lo señalan como el cura epicúreo. ¿Usted piensa que vivimos en pro de alcanzar la felicidad?
Pero fíjese que no es la felicidad como desenfreno, sino la felicidad como gusto por la belleza, por la salud del cuerpo, por las cosas sanas que nos ayudan a disfrutar la comida, la música, el cine, el sexo, la caricia. Por la enfermedad, que nos enseña el valor inmenso de la higiene, de la prevención, de la medicina científica, de los inventos de los genios, de la habilidad de los cirujanos y la sabiduría de los internistas. La felicidad puede consistir también en ayudarles a otros a sufrir menos o a aprovechar el tiempo bien. Felicidad es que un niño aprenda a leer y lo goce, o a oír música y entender que la vida tiene sentido porque existe la música, o la pintura, o el cine, o los paseos por el bosque, o la naturaleza, los insectos, las nubes, las montañas, el mar. La felicidad no consiste en estar borrachos ni en pichar como conejos con el o la que se nos atraviese. También hay una estética del sexo y del amor, una lentitud, un arte, una belleza. La cultura nos ayuda a acercarnos a ese sueño del que usted habla y nos sirve también para aceptar lo inevitable, la derrota que a todos nos espera, pero que se entiende y se soporta más, mucho mejor, qué sé yo, con el Réquiem de Mozart, por ejemplo. Hay música de entierro tan bonita que dan ganas de estar muerto para poder oírla en paz.
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Escuchar y sentir el latido del corazón es una de las formas más naturales y fidedignas para que el ser humano sienta el valor de su vida, pero a su vez su fragilidad. Ese órgano minúsculo que late entre 60 y 100 veces por minuto representa nuestra vigencia en el mundo, y habrá quienes nos atrevemos a dejar que el sonido de sus palpitaciones rompa el silencio para poder hablar de esa paradoja de hacernos conscientes de nosotros y a la vez sentir una especie de angustia por el momento en que ese ritmo cardíaco se detenga y dictamine el fin de nuestro paso por la tierra.
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“Esta novela mía es muy médica. Es una novela cardíaca que habla del corazón real, del órgano, la víscera, la bomba maravillosa. A mi papá le gustaba contarnos cuentos infantiles con cosas médicas, que él se inventaba. No nos atacaban fantasmas ni monstruos imaginarios, sino bacilos, virus, bacterias, espiroquetas pálidas, Plasmodium malaria, Entamoeba histolyticas, cosas así, de nombres que nos hacían temblar de miedo. No le tengo miedo al infierno, ni al más allá, ni a las brujas, ni a la Patasola u otros inventos humanos. Me da miedo el colesterol alto, las arritmias, las estenosis, los extrasístoles del ventrículo izquierdo, el ictus cerebral, el cáncer de colon, la pancreatitis. Estos sí que son monstruos que nos acechan y nos pueden matar. Los de la fantasía provienen de tiempos oscuros en que uno se moría porque le entraba algún espíritu maléfico en el cuerpo o por el mal de ojo. La novela se escribió durante la pandemia, cuando todos estuvimos amenazados y encerrados por un virus nuevo, del que nos salvó la ciencia, las vacunas. A mí, de mi problema cardíaco me salvó la ciencia, una gran cardióloga, un gran cirujano. Al cura de mi novela, al amigo Luis Alberto de la realidad, lo mató una ilusión médica parecida a la ilusión religiosa. Los científicos, a veces, pueden ser tan soberbios como los profetas religiosos. Se empiezan a creer dioses, a veces, y nos matan, diciendo que nos van a salvarEl ser humano no deja de ser humano, con todas sus vanidades, con todas sus carencias, con toda su arrogancia”, dice Héctor Abad Faciolince sobre Salvo mi corazón, todo está bien, su nuevo libro.
Quizás uno de los libros de Abad Faciolince que más poesía contiene en la historia y en la prosa. Una poesía que arropa al relato desde su título, pues el nombre de la novela es el último verso de Soneto con una salvedad, de Eduardo Carranza, el poema que más leía Luis, el llamado “cura epicúreo” y protagonista de la narración, que es un personaje que rinde homenaje a Luis Álvarez, un amigo entrañable del autor,
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“Cioran decía que le gustaban las cosas dulces, pero no los terrones de azúcar, así como le gustaba la poesía, pero disuelta en prosa. A mí me gusta de las dos maneras: la pura, la esencial, la de san Juan de la Cruz o santa Teresa, pero me parece que hoy en día es más fácil que los lectores la acepten disuelta en prosa. García Márquez, que ponía en sus novelas versos completos de Rubén Darío, sin comillas, me enseñó que eso se puede hacer, con mucho beneficio para la prosa. Yo disuelvo en mis páginas algunos versos y algunas imágenes de muchos poetas, sin comillas. Como un artista plástico que pone en un cuadro una flor de verdad o una lagartija disecada. Ya le dije que una frase de arriba era de Yehuda Amijai. También tengo préstamos de Pessoa, De Greiff, Juan Vicente Piqueras, Carranza, por supuesto, de quien tomo el título piedracielista de la novela. Concibo la poesía como el alcaloide de la literatura, así como el alcohol es el espíritu del vino, o la cocaína, de la hoja de coca. Es una droga pesada, la poesía, y puede hacer mucho daño. Además es una droga espontánea, que surge cuando quiere y donde quiere, independiente de la voluntad. Pero una droga dura, y por eso muchos poetas se terminan suicidando. Le tengo miedo a la poesía, pero sin ella no podría escribir prosa. Escribo prosa prosaica, a veces grosera, pero dejo caer aquí y allá, con disimulo, sílabas de poesía, casi siempre ajena, porque a mí el dios de la poesía me dicta muy pocos versos, y no siempre buenos”.
Un libro sobre la amistad, sobre el amor de la hermandad, sobre la religión, que de tanto en tanto aparece en la obra literaria de Abad Faciolince. Una historia que despierta el temor de perder a un amigo, del duelo de un ser querido que se formó así por el destino, por los recuerdos creados y compartidos, por las complicidades que despiertan frenesís sin importar la intermitencia de los encuentros.
“En esta novela se demuestra que la amistad sobrevive a la muerte. La escribí, precisamente, porque tanto el Luis de la ficción como el Luis Alberto de la realidad tienen o tuvieron muchos amigos. Mi novela está escrita con el recuerdo de los amigos de Luis. El narrador de la novela es un amigo suyo, que convivió con él en la residencia de curas durante veinte años. El recuerdo del padre Álvarez está muy vivo en Medellín, y quienes amamos el cine o la música clásica en la ciudad estamos todavía muy influidos por sus enseñanzas, por la pasión con que hablaba de estas dos artes, por el deleite que sacaba de ellas y el gusto que nos enseñó a sacar de ellas. Es un placer y una felicidad que todavía nos unen. La novela se compuso con los relatos que me contaron muchos amigos de Luis: Víctor Gaviria, director de cine; Fernando Isaza, un anestesiólogo; varios sacerdotes que lo añoran todavía, amigas judías, cristianas, ateas, una música, Bárbara Lombana, un violinista, Gonzalo Ospina, los médicos que lo operaron y todavía lamentan que haya muerto ese amigo en el quirófano. Yo mismo, que fui amigo suyo y gracias a él comprendí que no debía escribir guiones de cine. Mi hija, que era una niña cuando Luis murió y todavía sueña con él; mi hijo, que le hizo un retrato al óleo a los seis años. ¿Qué es la amistad? Un amor y una hermandad que no pasa por el sexo ni por la familia, pero que es firme y real como una piedra. Que tiene las ventajas de la intermitencia, y el grado de intimidad que cada cual soporte. Sin la ayuda de mis amigos y de los amigos del Luis de la realidad, esta novela habría sido imposible”En ese sentido, es una novela musical, coral, contada y cantada a muchas voces, voces de amigos, y yo espero que no desafine”.
En el libro se dice que la muerte de un amigo “puede ser el comienzo de una nueva religión”. ¿Cómo es ese duelo y esa admiración que queda se convierten en una especie de religión?
En el libro hay muchas citas ocultas, frases de poetas a quienes admiro. Esa en concreto, como algo sobresaliente, es un verso de Yehuda Amijai, un gran poeta judío. Si uno mira el origen de muchas religiones muy importantes, estas comienzan con la muerte de un amigo. La filosofía de Platón empieza con la muerte injusta de su amigo Sócrates. Los apóstoles convirtieron a Jesús en Dios porque no soportaron la muerte tan abominable e injusta de un hombre bueno. Tal vez la muerte del Gordo, el protagonista de mi novela, pudiera ser, para unos cuantos curas al menos, el comienzo de un catolicismo más tolerante, más abierto, reformado: un catolicismo que permita el amor en todas sus manifestaciones y que no excluya la felicidad del cuerpo, la dicha de estar vivos y de gozar con nuestros sentidos, con todos nuestros sentidos, que no separe el espíritu y el cuerpo porque no existe el uno sin el otro.
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Más allá de la historia del cura Luis Alberto Álvarez, pienso que la religión es una de sus obsesiones. ¿Cuál es la importancia de esta en su vida y su obra literaria?
La novela está dedicada a mi mamá, que se murió hace un año y era muy religiosa. Como ella era creyente, yo, ateo, no puedo despreciar a los creyentes ni a la religión. Creo que la religión, como invento humano que es, no es otra cosa que un anhelo de belleza y perfección. Unas ganas de ser mejores de lo que somos. Ahora bien, en ese anhelo noble hay mucha locura y mucho fanatismo, que ha traído consecuencias nefastas para la gente, muy dolorosas, muy negativas. Persiguiendo una falsa pureza, que excluye la dicha del cuerpo, ha creado monstruos. Persiguiendo a los distintos (a las minorías sexuales, por ejemplo), relegando a la mujer a un segundo plano subordinado, ha traído mucho sufrimiento. Yo no soy nada religioso, soy iluminista, creo en la razón y en la ciencia, pero entiendo el anhelo de la religión, cuando está bien dirigido, como algo muy raro, muy extraño, muy humano, que puede producir muchísima belleza: las catedrales, algunas mezquitas, los budas gigantescos, las pirámides orientales y americanas, la música de Bach, de Mozart a veces, de Brahms, la pintura de Piero della Francesca, de Rafael, de Miguel Ángel, de Van der Weyden, de muchísimos otros. La religión forma parte de la más sublime fantasía humana: ángeles, demonios, dioses del bien y del mal, ídolos de la fecundidad, santas, mártires, gente que se sacrifica por los demás o que comete actos de una maldad extrema. Digamos que soy un ateo fascinado por lo que Borges llamaba una de las ramas más prolíficas y grandes de la literatura fantástica. Por un lado combato los absurdos a que puede conducir la religión, a la violencia generada por los fanáticos, pero por otro lado me siento fascinado por la belleza que puede producir esa majestuosa creación humana.
Siguiendo en el tema de la religión, en este caso se habla mucho del cristianismo, y quiero hacerle la misma pregunta: ¿cuál es la influencia o las reflexiones que le ha dejado el cristianismo para la vida?
El cristianismo, esa gran herejía del judaísmo, significó una revolución extraordinaria, y de él provienen muchas de las conquistas más importantes que luego traería la modernidad: del cristianismo es el magnífico invento de que todos los seres humanos somos hermanos, somos iguales y dignos de respeto, de amistad, incluso de amor. Es mucho pedir, eso de amar a todos los semejantes, uno ama solamente a algunos familiares y a un puñado de amigos, pero esa aspiración de amar incluso al enemigo tiene algo muy poético y muy bonito. Jesús vivió en una época en la que todo era venganza, sangre, espadas, en la que los pueblos de otra etnia u otra religión eran enemigos que solo merecían la muerte, y lo que enseñó fue a quererlos, a perdonarles siempre, a no matar a nadie. Eso fue rarísimo, muy revolucionario. Cuando se proclamaron, de un modo laico, los derechos humanos, la tolerancia por los credos distintos, por todas las razas y culturas, la inspiración, en últimas, era el cristianismo bien entendido. No el de la cruz y de la espada, no el de la inquisición, que es otra cosa, una deformación del fanatismo católico, o del fanatismo protestante, que también lo hubo y lo hay, pero la esencia cristiana fue una gran influencia en la aceptación de la hermandad entre todos los hombres. La mentira del Dios bueno y todo poderoso, que ama a todos por igual, aunque no sea real, fue una ilusión muy positiva para la humanidad. Nosotros creemos siempre en muchas tonterías, en muchas mentiras, no conozco a nadie que no crea en alguna idiotez, así sea en que hay que tocar madera, pero algunas de las ilusiones en las que creemos pueden ser muy positivas, pueden tener resultados muy benéficos para el mundo entero. Uno vive en la imaginación, por mucho que trate de ponerle riendas, con la razón, o con la ilusión de que podemos ser razonables.
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El narrador hace una reflexión sobre el legado de Luis con respecto a la forma en que entendemos los nuevos modelos familiares. ¿Cómo piensa usted ese concepto?
Al menos en Occidente, y a mí esto me parece un gran avance, un desarrollo humano en busca de la felicidad, o en busca de evitar o disminuir los sufrimientos inútiles, la familia tradicional se ha ampliado para reconocer, amar, respetar o por lo menos tolerar otro tipo de opciones familiares: dos hombres, con o sin hijos, dos mujeres, sin hijos o con ellos; parejas en las que uno de ellos o los dos han cambiado de género; mujeres divorciadas, hombres separados. Yo pude escribir esta novela porque viví una especie de paternidad tardía, con dos niños, los hijos de mi esposa, que es quince años más joven que yo, y he convivido con niños que no son hijos biológicos míos, pero que me enseñaron mucho sobre la infancia y la paternidad. Una de las personas que más me ayudó en la escritura de esta novela fue un médico anestesiólogo que estaba casado con un arquitecto. Un amante del cine, con una gran memoria, un gran lector, que había sido muy amigo de Luis Alberto Álvarez. Fue él, Fernando Isaza, quien descubrió su problema cardíaco. Hay un capítulo de la novela que me fue contado por él, en compañía de su marido, Eduardo, en una comida en mi casa. Luego a su marido le dio covid, estuvo 40 días en UCI, perdió la batalla, se murió. La vida para Fernando dejó de tener sentido, se quería matar, lo intentó, falló. Para un anestesiólogo, fallar en un suicidio es una humillación. Lo volví a ver, me contó detalles aun más íntimos de mi personaje. Un día me dejó un libro de regalo en la portería, una gran novela. Tres días después se mató, se mató por amor. ¿Vamos a negar ese amor, vamos a juzgar ese suicidio por amor? ¿Van a decir que esa amorosa familia no fue familia? ¿A quiénes le hicieron daño esos dos amantes tan bonitos? Que ni la Iglesia ni nadie diga que ese amor es pecaminoso o desviado, o lo que sea. Es amor, y punto, y no le hace daño a nadie.
En la novela se habla mucho de cine y ópera. Siempre vale la pena preguntarle por la relevancia del arte, que incluso se destaca ese rasgo en Luis, en la presencia constante de la cultura para entender la vida. ¿Cómo puede hablarnos de la trascendencia que tienen las historias del cine y la ópera que se cuentan en el libro?
Con los nuevos inventos técnicos, con nuevos instrumentos de comunicación, los seres humanos pueden hacer cosas espantosas, armas para matar, por ejemplo, películas de propaganda nazi, o racista, pero también obras de arte, es decir, artefactos que aspiran a la belleza, a la comprensión, a la inteligencia. La ópera, esa anomalía de contar historias de amor cantando, de sufrir cantando, de morir cantando, es una forma extraordinaria de belleza, a veces muy larga para mi gusto, pero con algunos de los momentos más sublimes del instrumento más humano que hay, la voz. La voz del hombre y de la mujer en todos sus tonos y timbres y posibilidades. Y el cine, un arte mucho más reciente, capaz de producir también imágenes, sonidos, colores y diálogos que nos conmueven, nos hacen reír, nos alegran la vida, nos obligan a pensar, nos pueden inspirar a ser mejores personas. El cura protagonista de mi novela, y el sacerdote real en el que la novela está inspirada, nos enseñó a muchos en Colombia a apreciar la belleza del cine, a despreciar sus facetas más mezquinas y comerciales, a reconocer en ese nuevo arte lo mejor del espíritu humano, ese mismo espíritu humano sublime que él veía también, por ejemplo en las óperas más mundanas de Mozart, en el Don Giovanni, por ejemplo, que no es el prototipo de la bondad, y en muchas otras llenas de enredos de amor, de adulterios, disputas, incomprensiones, que se pueden reconciliar en las armonías de la música, en la belleza del canto. Lo mejor de la cultura y del arte es que son algo que nos dura toda la vida, desde la infancia hasta la vejez, y produce en la mente humana los mejores sentimientos, inspira las mejores acciones. En fin, yo vivo muy agradecido siempre con el cine y con la música. Sin esos prodigios de la inventiva humana la vida perdería mucha belleza y mucho espesor.
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“La música sustituye la realidad, que a veces es insoportable”, se lee en el libro. ¿Podríamos ahondar en el sentido de esta afirmación? ¿Qué canciones, además de la ópera que aparece en el libro, le sirven de bálsamo?
Es una frase de Álvarez, el sabio. No solo la ópera o la música clásica nos llevan al éxtasis de la dicha, a la conmoción, a la risa y el llanto. Me conmueven muchas canciones de Leonard Cohen, de Serrat, de Sabina, de José Alfredo Jiménez, o por aquí más cerquita, de algunos vallenateros o cantantes pop actuales. Hay dos o tres bambucos no malucos. Miguel Bosé está loco, pero tiene canciones bellísimas que lo redimen; Cat Stevens se volvió medio fanático religioso, pero tiene canciones bellísimas. Shakira habrá engañado al fisco español, pero el bolero que canta en El amor en los tiempos del cólera es fabuloso. Me gustan los tangos de Gardel, las canciones de los Beatles, “Imagine” es un himno, no por repetido menos bueno como aspiración; acabo de cumplir 64 años y un amigo, en vez de las Mañanitas, me mandó una canción que me alegró el día de luto: “When I’m sixty four”. O Nina Simone, o Paolo Conte, Louis Armstrong, Harry Belafonte, o Lucio Dalla. Hay canciones rusas, egipcias, caribeñas, que adoro: Celia Cruz, el Jefe, la Sonora. Caetano, la bossa nova, Joao Gilberto, el jazz, que es infinito. En fin aquí podría seguir hasta el amanecer mencionando cantantes y cantando letras y melodías inagotables. Pero en el libro tenía que concentrarme en la ópera, que era la música que más le gustaba a Luis.
En la novela se habla de la felicidad como el fin último de la vida, e incluso a Luis lo señalan como el cura epicúreo. ¿Usted piensa que vivimos en pro de alcanzar la felicidad?
Pero fíjese que no es la felicidad como desenfreno, sino la felicidad como gusto por la belleza, por la salud del cuerpo, por las cosas sanas que nos ayudan a disfrutar la comida, la música, el cine, el sexo, la caricia. Por la enfermedad, que nos enseña el valor inmenso de la higiene, de la prevención, de la medicina científica, de los inventos de los genios, de la habilidad de los cirujanos y la sabiduría de los internistas. La felicidad puede consistir también en ayudarles a otros a sufrir menos o a aprovechar el tiempo bien. Felicidad es que un niño aprenda a leer y lo goce, o a oír música y entender que la vida tiene sentido porque existe la música, o la pintura, o el cine, o los paseos por el bosque, o la naturaleza, los insectos, las nubes, las montañas, el mar. La felicidad no consiste en estar borrachos ni en pichar como conejos con el o la que se nos atraviese. También hay una estética del sexo y del amor, una lentitud, un arte, una belleza. La cultura nos ayuda a acercarnos a ese sueño del que usted habla y nos sirve también para aceptar lo inevitable, la derrota que a todos nos espera, pero que se entiende y se soporta más, mucho mejor, qué sé yo, con el Réquiem de Mozart, por ejemplo. Hay música de entierro tan bonita que dan ganas de estar muerto para poder oírla en paz.
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