Conjeturas en Palermo (Cuentos de sábado en la tarde)

Presentamos la continuación del cuento “Duraznos enloados”, que se publicó el pasado 27 de julio.

Luis Felipe Arango Gómez
10 de agosto de 2024 - 08:07 p. m.
"Sin comprender del todo que a veces la ilusión que colorea las travesuras aguarda en el horizonte, también nidos sin aves y flores sin aromas".
"Sin comprender del todo que a veces la ilusión que colorea las travesuras aguarda en el horizonte, también nidos sin aves y flores sin aromas".
Foto: Pixabay

Por la casa de campo soplaba ese silencio críptico del viento después de un crimen macabro, insólito, sepultado en el misterio. El rumor popular ya comenzaba a regar conjeturas fabuladas en las aldeas cercanas a la hacienda. Se acusaba a una cuadrilla de bandoleros de haberse ensañado contra la osadía del terrateniente Fals por contumacia contra las extorsiones que lo atormentaban desde de la muerte en cautiverio de la señora Eloísa. Pero la vida por ese territorio era tan escasa en acontecimientos, que un suceso privado así corría el riesgo de convertirse en uno más de sus asuntos invisibles.

El interior de la villa Palermo es un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. En una de las salas, con sus baldosas del mármol como una láctea nebulosa cubierta de alfombras persas y fábulas medievales tejidas en gobelinos franceses decorando los altos muros de basalto, dos lacayos trajinan para prender el fuego de una chimenea espléndida. La luz tierna y cálida del crepúsculo ondea como tul sobre los ventanales que dan al prado verde rodeado de cipreses y rosas blancas. Mientras un mozo ágil y hermoso se ocupa de cortar y cargar madera desde el cobertizo del traspatio, Boris organiza el carbón y los leños con tan meticulosa precisión que las llamas se elevan resbalando sobre los recodos de la luctuosa mansión, como un baile de sombras de pájaros negros. El joven Cristóbal abriga sus pies descalzos en un tapete de piel de antílope y respira el aire distendido por la serenidad que le despierta el olor del eucalipto. Se antoja de un tabaco. Estira el brazo sobre un baúl de caoba y del cofre labrado en plata, saca un cigarro de los que importaba su padre de la caribeña provincia de Pinar del Río. Enciende la pluma de oro blanco y, al tiempo que espira formando un surco de anillos grises, se recuesta sobre el canapé de seda japonesa intentando dejar de pensar. A pesar del fumar lento, le resulta difícil no sentir un dolor vago en el alma. Es el ineludible desvelo de la conciencia. Mientras el fuego avanza extinguiendo las hojas del tabaco, él se deja sumir en una profunda e invencible melancolía. Siente cómo sus mejillas se calientan con el cobijo del fuego y se levanta de pronto, haciéndole un ademán inesperado a Boris para que le reciba el pesado abrigo de piel de castor que no se había retirado desde la refriega de la madrugada en el Fresno.

Al aspirar una segunda bocanada, sus pensamientos divagan en la argucia que tramaron sus cómplices para ocultar el crimen del señor Fals. Ya en las veredas vecinas decían las lenguas del oráculo que lo mataron para desvalijarlo de sus pertenencias y que la saña se explicaba para vengar su temeridad contra las exigencias, a veces lunáticas, de los rebeldes que comenzaban a incursionar en la región. Su expresión abstraída revelaba cierto desasosiego por el rumbo de la hacienda, ahora que el viejo caporal no vivía más para imponer el orden y la obediencia. Sobre todo, en una propiedad estupenda que, por su juventud e inexperiencia, pareciera aún desbordar su capacidad para comprender la magnitud del negocio que estaba en juego. Una ganadería de miles de vacas y de hectáreas de sembradíos de arveja, cebada, maíz, trigo, sorgo y otras tantas y abundantes variedades de hortalizas y tubérculos que hacían de Palermo un impetuoso fortín de fertilidad y de admiración por parte de quienes entendían la dificultad de transformar la tierra indómita en semejante explosión de cultivos. Su semblante parecía divagar mientras observaba hipnotizado los movimientos mecánicos de Boris, atizando un fuego que exhibía voraces llamas y contagiaba la fastuosa sala con un ánimo reconfortante.

Ya iba sintiendo el ambiente más cálido, y por momentos su ánimo parecía despojarse del pesado yelmo de recuerdos que quería desterrar. Se levantó al baño y aún ensimismado, su mirada perdida divagó por los vidrios empolvados de una colección de grabados sobre faenas inglesas de sangrientas cacerías en castillos de monarcas y duques en medio de una jauría de perros, cabalgando elegantes con sus chaquetas rojas sobre caballos andaluces de envidiable estampa. Abre la llave del lavabo de cobre y se enjuaga el rostro con una abundante corriente de agua glacial. Mientras seca su rostro ya fresco, siente la repentina necesidad intelectual de regresar a sus libros, a sus reflexiones filosóficas y políticas, que eran su elemento y lo habían distraído de las responsabilidades inmediatas, concentrándolo en la lectura sobre realidades ajenas de lejanos fenómenos mundiales. Su curiosidad literaria la ejercía antes de manera clandestina para evadir los controles rigurosos del señor Fals. Pero ahora tenía a sus anchas la libertad para sumergirse en el cosmos cultural que le ofrecía el universo de la biblioteca cultivada con meticulosidad por su madre Eloísa.

Extrañamente, sus lecturas preferidas se inclinaban por los tratadistas monarquistas y antirrevolucionarios europeos. Como el ejemplo del dublinés Burke, quien descreía de los charlatanes que planeaban sociedades perfectas que solo podían existir en un plano metafísico. O como decían los clásicos griegos, de las conjeturas de adivinos y profetas que triunfaban en grandes empresas sin tener ninguna ciencia acerca de las cosas que hablaban. Por supuesto, rechazaba enfáticamente las bondades de alzamientos revolucionarios y radicales como el bárbaro de 1789, que condujo a la humanidad a perder la cordura en una orgía de sangre desenfrenada, todo en nombre de una utopía imposible. Al liberal Rousseau lo interpretaba como un anarquista extraviado en la ilusión de un pueblo soberano traído a rastras por el ciclón del caos y la ignorancia. Y, como Sócrates, descreía de que los hombres buenos lo fueran por naturaleza. Cristóbal era un amante a ultranza de la libertad, pero sobre todo era consciente de que esta solo podría sobrevivir donde las revueltas de las masas no fuesen una costumbre de desadaptados, prefiriendo el caos político sobre el control jerárquico. El calvario al parricidio le había demostrado con sangre su peligrosa aversión al dictador iletrado, más no por ello negaba la necesidad de un poder totalitario virtuoso, ojalá poético. Prefería el autoritarismo bucólico de la edad media, donde el señor feudal se ocupaba de que sus siervos no murieran de hambre, no esta vileza burguesa de proletarizar a las masas hasta la ignominia, como acertadamente lo había vaticinado el profeta alemán. Su posición de poder lo comprometía por principio a evitar, incluso con la violencia de su propia pistola, si fuera necesario, la posibilidad de un desbarajuste socialista o de un régimen liberal, ambas calamidades y vergüenzas de una sociedad que caería en manos de las muchedumbres mudas e incultas.

Si bien estaba fatigado por la sensación de malestar que le producía el descarrilamiento de su ser interior, sentía a la vez la pulsión de una fuerza intentando resucitarlo de las tinieblas del Fresno. Antes de dejarse atrapar por alguna veleidad suicida para vengar la muerte de su padre, recuerda el encuentro alucinante con la bella joven y advierte que sería incapaz de vivir o morir bajo el tormento de una culpa, remordiéndole sin pausa su consciencia. Se proponía intentar otra oportunidad para redescubrirle el sentido trascendente de la existencia. Amalia sería ese germen creador, una flor curtida de savia que encendería su naturaleza íntima, la sombra amada que determinaría su destino.

Por claraboyas y galerías de la quinta se filtraban unos rayos del sol y las sombras de las ramas reflejaban espectros en las paredes mientras el ópalo del fuego caldeaba el sosiego de la estancia. Escucha el vertiginoso reloj de péndulo y recuerda cómo lo intimidaban los peligros que asechaban en la estridencia del silencio. Cuánto más desearía que estuviese ya en ese momento con él la aparición onírica del humedal, para convertir aquella vertiente en un fluido perenne contra la penumbra que abate su entraña. Es consciente de que el patrimonio de la hacienda no lo puede sacrificar por el capricho de una ira irreverente derivada del complejo mecanismo de las causalidades mundanas. Tiene la firme voluntad de poder legar el linaje aristocrático de su madre a las futuras estirpes que engendrará de su lazo con Amalia. Sobre la sangre vertida de las arterias de aquella pesadilla construirá el orden de una nueva casta de hombres y mujeres curtidas en la sobriedad que otorgan la valentía y la virtud. Amalia encarna la inocencia que a través de la alquimia lo libertará de los trastos viejos de maltratos y abusos obscenos. Además, su aceptación de una conspiración ajena en el crimen del señor Fals, le facilitará impulsar un cambio profundo en las formas del poder en Palermo, con el fin de que todo permanezca igual según el orden establecido de las cosas.

La hacienda debía continuar como un talismán de riqueza respetado en la provincia. Cristóbal ya vibraba de impaciencia por lanzarse precozmente con Palermo hacia un remozado ensayo de poder y posibilidades. Solo que cambiaría el mando por uno justo e ilustrado, donde el buen juicio y la cultura se impusieran sobre la arbitrariedad y la estulticia. Con la muerte de Máximo Fals, de alguna manera Cristóbal había logrado desangrar aquel adefesio para el que falsamente había nacido y sentía ahora el renacer en la condición de la persona que siempre quiso ser. Su amor por Amalia le labraría la redención de su culpa y con la hipnosis de su corazón cicatrizaría las llagas de úlceras pasadas. Sabe que a través de ella encontrará el secreto para salir de ese infierno pretérito, para atravesar hacia un purgatorio que le devuelva la esperanza de una segunda oportunidad. Su penitencia será la de actuar conforme a la virtud revelada en Amalia. Él es consciente de que, impulsado por la ira, ha infligido su ser y su alma con una laceración que tenía el riesgo de gangrenar si no encontraba la manera de canalizarla con algún medio de catarsis. Esa es la redención que adivina realizará a través de la serenidad virtuosa de Amalia. Ve en ella una mujer inocente que cuida de su vaca con rigor, que atiende la cosecha de los duraznos con la juiciosa responsabilidad de alegrarle la vida a su viejo Dustano, que ordeña a la pelirroja con el entusiasmo de preparar un gustoso desayuno para los dos.

Es esa dedicación por el placer de las pequeñas cosas la que hacía de la vida de Amalia un consistente placer diario, de bienestar físico y alegría del espíritu, pincelando una rutina de deleite cotidiano. Era sin duda un conocimiento más elevado del recto vivir que la cubría de un aura místico muy superior al poder atávico y pretencioso de Cristóbal. Virtud que parecía provenir de una unión esencial con la naturaleza, conectada por los elementos básicos de la sensibilidad. Una armonía lúdica del vivir en ese rústico minifundio que se reflejaba en las manifestaciones mágicas del vergel y se destacaba especialmente en la florescencia del duraznero. Todo parecía obedecer en Amalia a un discernimiento experimental de la naturaleza propicio para descubrir de manera innata sus extraordinarios poderes ocultos. Los aromas, los colores, las texturas que se describían en la belleza de la vorágine cultivada por Dustano y Amalia, revelaban una conexión espontánea con la divinidad. A través de ella fue que Cristóbal advirtió la belleza del humedal y la sabia del volcán que latía al rozar su cuerpo sedoso como la piel del musgo.

Era de esa virtud que ahora deseaba nutrirse para darle una vuelta sideral al ser que había nacido esa mañana de la tragedia. Si ya había logrado el dominio sobre la hacienda, ahora debía conquistar el dominio sobre su esencia, cumpliendo el principio clásico de desear la belleza y procurar su goce. Sería su última posibilidad para no ser alguien en la nada. Así la muerte lo sorprendiera pronto, quería experimentar la sincronía cósmica que conectaba a Amalia con el más allá.

Aunque también estaba persuadido de que por honor debía vengar la muerte de su padre. Le favorecían las conjeturas surgidas del rumor popular que comenzaba a ser la versión oficial, por cuanto no había testigos. Así podría cumplir con una venganza exculpatoria y otra reivindicatoria de su nombradía familiar. La historia del asesinato de Máximo Fals y las dantescas circunstancias en que se produjo, describían una escena muy propicia para inventar una leyenda de heroísmo paterno, una suerte de mitificación del hacendado y benefactor supremo de la provincia.

Si Cristóbal conseguía que la superchería urdida por sus secuaces calara como la versión del crimen, podría entonces justificar sus intenciones de adelantar una venganza contra los rufianes socialistas señalados de ser los supuestos asesinos. Se rumoraba la leyenda del furioso Guadalupe, guerrillero liberal, en aquellas remotas regiones apabulladas por el olvido de los gobiernos y que después se las tomarían las guerrillas comunistas. Así fueron surgiendo de la muerte de su padre una cascada de importantes consecuencias, siendo la principal de ellas que había conquistado su libertad. La segunda que, con su provocación a la venganza, la vida adquiría un sentido trascendente, una responsabilidad. No solo se trataba de hacer justicia, acorralando o liquidando a los supuestos bandoleros, sino que además se restituiría el honor y el legado del gran mecenazgo de aquellas tierras.

Una hipnosis de letargo y agotamiento lo fue envolviendo con el fuego de la sala que capturaba el iris de sus desvaríos. Sentía desdoblarse en un desierto insoportable, donde sus pies se hundían en una arena movediza azotada por la tempestad. En la agonía de un vórtice que lo atrapaba, sus extremidades somnolientas intentaron sujetarse a una pagoda trasluciente que apareció entre las nubes. Repentinamente, a su sueño lo asaltó la ráfaga de una aldaba, como si un gladiador hispano estuviese derribando el dique de acero que soportaba los arquetipos escondidos en la biblioteca Sixtina.

Cuando ya percibe las vibraciones agudas del gong del portón, cree estar escuchando al tiempo las veinticuatro campanas de la catedral de Justiniano. Cristóbal siente escapar de un extravío. Era la confusión moral la que lo agobiaba en medio de ese desierto, anegando los tejidos mentales de su entendimiento. Despierta aturdido y parece que el sueño lo ha arrojado a una dimensión de lucidez desconocida. El fuego que Boris alienta adquiere una connotación de reverberación renacentista, ilumina las tinieblas a las que parecía estar inexorablemente condenado hacía un instante.

Amalia mira hacia arriba, observando con curiosidad los detalles del hierro forjado que enmarca las uniones del inmenso portón de madera. Se quedó por un momento precisando en el gong la figura de un león marino con los ojos hinchados como dos moluscos y unos bigotes espesos semejantes a las barbas de los piratas del Peloponeso. Guillón está jadeante y con su lengua alegre levanta el hocico para mirarla. Ella le responde con una caricia apresurada sobre su crin, pero no logra disminuir el ímpetu de pasión que domina los latidos de su corazón. Escucha en la residencia unas botas ecuestres acercándose del otro lado del portón. El sonido grave de un cerrojo desbloquea la cerradura y de pronto aparece el rostro adusto pero amable del mayordomo Boris. Él se inclina con gentileza y le extiende el brazo con una venia de bienvenida, como procurando calmar un poco el rostro asombrado y el rubor de la señorita. Amalia ingresa a un vestíbulo de incienso con sus ojos vivaces y camina con paso lento. Del techo muy elevado cuelga una suntuosa araña de cristales, perpendicular a un jarrón de la dinastía yuan, del que salía un ramo enorme de hortensias rosadas, blancas y azules. De repente, de un extremo del vestíbulo se corrieron unas puertas deslizantes y apareció la marea de una luz crepuscular que reflejaba los verdes y amarillos de los cipreses y los alcaparros del jardín. Con su peculiar garbo aristocrático, apareció la figura resuelta de Cristóbal haciendo una leve y rápida inclinación de la cabeza. En la expresión de su rostro no podía ser más evidente la fascinación que le producía esa visita. Envuelto en un enamoramiento que lo tomaba por asalto, se apresuró a ofrecerle el gancho de su brazo para invitarla al salón de la tórrida chimenea.

Con inocultable timidez, la joven seguía con su mirada la ostentosidad que la deslumbraba y apenas alcanzaba a musitar algunas palabras que la palpitación violenta de las sienes del heredero no le permitían entender muy bien. Mientras ella recorría con ojos fascinados las porcelanas, los cristales, el paisaje exuberante del jardín, él no lograba aún salir de la absorción que le provocaba la cabellera resplandeciente de la muchacha y recorre embelesado su piel pálida y transparente. Detalla el marfil brillante de sus dedos acariciando la porcelana de unas bailarinas. Alcanza a respirar el embriagador perfume de las flores, esa fragancia del jazmín que va dejando la estela de sus movimientos levitando por el gran salón. Entre agitados intervalos, escucha la respiración de su corazón palpitando con acelerada oscilación y no puede dejar de pensar en la fortuna de estar solo en el universo con ella. Lo confunden tanta intensidad de sensaciones, hasta un punto que no sabe bien si ese oleaje que lo sacude se desenvuelve entre la incertidumbre de los sueños o en la certeza de una realidad que siempre imaginaba utópica. Pero no importa cuál sea la verdad, quiere abandonarse al excelso placer de ese instante. Así sean una fantasía las imágenes de ensueño que está sintiendo, no recuerda haber experimentado nada más sereno ni más bello.

Amalia recorre extasiada entre tapetes y alfombras orientales, imponentes cuadros de pintores universales y se detiene en un lienzo que le suscita un rapto en la respiración. Es un óleo fascinante por la sensualidad de la mujer desnuda reclinada en un cojín azul, cuya pose le recordó fugazmente su aparatoso desmayo en el pantano. Pero la joven mujer de los ojos azules del cuadro está tranquila y luce plácida mientras observa cómo el artista le destaca con efusión las curvas de sus caderas y senos. Con un hilo de voz apenas audible para Cristóbal, le pregunta por el autor de esa obra de arte. Él se acerca con lentitud y le susurra al oído, ‘Modigliani’. Ella siente la corpulencia del joven espigado, respirando el perfume de su cabello y él escucha los suspiros de ella. Sus sentidos se estremecen por la cercanía de los cuerpos. Los brazos ávidos de Cristóbal envuelven la fina cintura de Amalia y sus rostros se enfrentan embriagados sin abrir los ojos. Ambos desean adivinar el ardor del otro con el tacto y la respiración hasta que las palabras y los suspiros naufraguen en el contacto de unos labios indecisos, temblorosos, que finalmente se precipitan en un alud de bocas húmedas. Dos cuerpos separados por un abismo cultural cuyas lenguas solo quisieran vivir de besos.

Amalia presintió de soslayo una leve sombra en medio del regocijo, porque no olvidaba que aquella lujuria había nacido en un lodazal sangriento que ahora se resumía en este frenesí de embrujo. Pero también sabía por su padre, Dustano, que la madre de Cristóbal había sido cruelmente asesinada por la cobarde avaricia de ese dictador que su amante tanto despreciaba. Si su espontaneidad piadosa podía contribuir a la redención de este joven continuamente abusado, con su amor transformaría esa culpa en una experiencia de gracia y libertad. Lo que su lozanía no le permitía entender todavía, es que la vida generalmente no se desarrollaba con tan tranquilos y seguros espirales. Que los rasgos inciertos del muchacho se parecían más a ese olmo hendido por un rayo del poema que don Dustano declamaba taciturno, ‘una mitad podrido por las lluvias de abril y a la otra mitad con el sol de mayo, algunas hojas verdes le han salido’.

Los dos cuerpos se arquean con desenvoltura, como serpientes poseídas por un amor que ha trascendido el deseo. Él le aprieta sus finas muñecas y la atrae impetuosamente, fundiéndose en una ebriedad de sensaciones tan húmedas y frescas como las hierbas de la hacienda que baña el manantial. La voluptuosidad de aquel insospechado día proyecta en el alma de Amalia un domo astral seducido por estrellas e ilusiones. Sin comprender del todo aun que a veces la ilusión que colorea las travesuras aguarda en el horizonte también nidos sin aves y flores sin aromas.

Por Luis Felipe Arango Gómez

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