Cuando se nace con el corazón roto
Hay quienes nacen con el corazón roto, como Emilia, una niña de 8 años que me pidió que le ayudara a morir. Emilia tenía un corazón construido a medias, al que le hacía falta el trozo que se encarga de llevar sangre a todo el cuerpo (síndrome de corazón izquierdo hipoplásico).
Catalina Vargas-Acevedo
Como es usual en estos casos, a Emilia le habían hecho tres cirugías en su vida: la primera, a los pocos días de nacer, luego al año y finalmente, a los cinco años. En ese momento, Emilia se encontraba en un Fontan fallido, lo que quiere decir que solo le quedaba el trasplante cardiaco como última opción, pero por sus altísimas presiones pulmonares no era una buena candidata. Todo esto se reducía a tres bombas (circulación extracorpórea), tres heridas quirúrgicas, tres hospitalizaciones en la unidad de cuidado intensivo y múltiples procedimientos invasivos. Pero, a pesar de todo esto, Emilia caminaba, jugaba, comía, sonreía y lloraba teñida de morado, una coloración violácea en los labios, en las uñas y en todo su cuerpo. Por tanto, Emilia pedía que se le respetara su derecho a una muerte digna y con 8 años, por encima de la voluntad de su padre, pedía que la dejáramos descansar.
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El corazón, en su sentido metafórico y literario, parece ser tan primitivo como la vida misma. Es, quizás, el único órgano del cuerpo humano globalmente conocido y reconocido, desde su ubicación anatómica hasta el infinito simbolismo presente en la mayoría de las culturas humanas y en casi todos los idiomas, dialectos y tradiciones. Al corazón, ese órgano encargado de garantizar un flujo de sangre necesario para la vida, se le ha otorgado, también, la responsabilidad de sentir, de llorar, de anhelar, de sufrir, de reír y, por encima de todas las cosas, de amar. En algún momento, la exactitud entre la sístole y la diástole, se convirtieron en el origen simbólico, más allá del orgánico, del motor más grande que mueve a la humanidad. Y cuando miramos el corazón de una niña, la metáfora es infinita y el poder literario es casi poético. Parece, entonces, que en el corazón coexiste un diálogo entre el sentir y el valor biológico del latido, entre el amor y la razón, entre la lógica y el olvido; entre la anatomía del corazón de Emilia y el dolor de vivir latiendo, sus probabilidades de sobrevida y la esperanza de su padre. Es por tanto imposible que los campos de la ciencia que se dedican al estudio del corazón sean capaces de separarse de todo este bagaje, cultural y aprendido, pero inherente a ese latir conjunto.
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El estudio de las cardiopatías congénitas, esos defectos en los que se nace con un corazón roto, parece, a primera vista, ser un campo que sigue las reglas de la lógica. Un campo que ha dado pasos agigantados y ha permitido que se puedan realizar procedimientos como los que se le hicieron a Emilia y que niños como ella puedan sobrevivir más allá del primer mes de vida. Procedimientos y estrategias con una perfección ajena a la certeza, que parecen desafiar la comprensión de lo imposible. Una anastomosis, con una minuciosidad única de lo improbable que cautiva, obsesiona y quita horas de sueño. Pero un asombro que se opaca al reconocer que no todos los corazones rotos son susceptibles de ser corregidos con puntos y suturas y, que hay una inmensidad de retos en este campo: pacientes difíciles, con pobre pronóstico y con mal desenlace.
El dilema aparece cuando se entiende que hay algunos defectos, algunos pacientes, en los que se puede predecir un desenlace menos favorable, e incluso malo. Y cada vez hay más información que hace cuestionar, no solo la calidad de vida con la que estos niños y niñas salen a vivir su vida, sino también el amplio espectro de alteraciones neurológicas con las que pueden quedar como consecuencia de las cirugías, de los postoperatorios, e incluso como secuela inherente al defecto cardiaco; desde un déficit de atención, problemas de aprendizaje, hasta epilepsias severas, parálisis cerebral o muerte encefálica. Una cantidad espeluznante de riesgos y consecuencias que obligan a que se piense dos veces en la corrección inicial. Por tanto, como suele suceder, la lógica se ve amenazada y cuestionada por la incertidumbre y las verdades que conocíamos pierden valor cuando entendemos que las certezas orgánicas y el sentido fisiopatológico de la enfermedad se ven silenciados por la metáfora del corazón de Emilia, que siente, que duele, y que prefiere dejar de latir. Entonces, en este campo de las anastomosis perfectas, hay un ingrediente más. Pues la misma dualidad necesaria para la comprensión de cada latido del corazón, entre lo clínico y lo literario, es quizás inherente al estudio de corazones rotos.
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Emilia tiene 8 años, ya se operó, y nunca sabremos si la decisión de operarla fue la acertada. Aunque la mayoría de los casos no son tan catastróficos como los de Emilia, es cierto que cada uno vive su vida, con las herramientas que tiene, así esa tenga que ser teñida de morado. La utilidad de la vida de Emilia es una discusión que no tiene sentido, que duele pensarla. En este momento, acompañarla a morir, es quizás la decisión acertada, lo que no significa, necesariamente, llevarla a una eutanasia. Pero sí se refiere a hacer todo lo que esté en nuestras manos para garantizar la mejor calidad de vida posible para una vida que será más corta de la que hubiéramos querido. Pero, finalmente, el sentido de la vida no es de ninguna manera el tiempo que se viva sino la manera en la que se vive. Y quizás sí hay casos en los que la certeza de un desenlace catastrófico puede ser suficiente para dejar de hacer, para intervenir de otra forma. O quizás, además de la calidad de vida, además de la predicción de lo certero, la variable adicional que yace en lo más profundo de esta incansable comprensión integral del latido cardiaco pueda ser la felicidad. Puede ser esa capacidad de búsqueda autónoma de la felicidad, cualquiera que sea la comprensión de la misma, lo que justifique al menos el intento de vida, por corta que sea. Aunque, sin duda, es una corazonada, este es finalmente el arte del corazón. El arte del estudio y de la comprensión en la diversidad del latir humano, del corazón anatómico, pero también poético, de niños y niñas, recién nacidos, adolescentes y próximamente mujeres y hombres, su calidad de vida y su derecho de buscar, por fin y para siempre, un corazón feliz.
Como es usual en estos casos, a Emilia le habían hecho tres cirugías en su vida: la primera, a los pocos días de nacer, luego al año y finalmente, a los cinco años. En ese momento, Emilia se encontraba en un Fontan fallido, lo que quiere decir que solo le quedaba el trasplante cardiaco como última opción, pero por sus altísimas presiones pulmonares no era una buena candidata. Todo esto se reducía a tres bombas (circulación extracorpórea), tres heridas quirúrgicas, tres hospitalizaciones en la unidad de cuidado intensivo y múltiples procedimientos invasivos. Pero, a pesar de todo esto, Emilia caminaba, jugaba, comía, sonreía y lloraba teñida de morado, una coloración violácea en los labios, en las uñas y en todo su cuerpo. Por tanto, Emilia pedía que se le respetara su derecho a una muerte digna y con 8 años, por encima de la voluntad de su padre, pedía que la dejáramos descansar.
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El corazón, en su sentido metafórico y literario, parece ser tan primitivo como la vida misma. Es, quizás, el único órgano del cuerpo humano globalmente conocido y reconocido, desde su ubicación anatómica hasta el infinito simbolismo presente en la mayoría de las culturas humanas y en casi todos los idiomas, dialectos y tradiciones. Al corazón, ese órgano encargado de garantizar un flujo de sangre necesario para la vida, se le ha otorgado, también, la responsabilidad de sentir, de llorar, de anhelar, de sufrir, de reír y, por encima de todas las cosas, de amar. En algún momento, la exactitud entre la sístole y la diástole, se convirtieron en el origen simbólico, más allá del orgánico, del motor más grande que mueve a la humanidad. Y cuando miramos el corazón de una niña, la metáfora es infinita y el poder literario es casi poético. Parece, entonces, que en el corazón coexiste un diálogo entre el sentir y el valor biológico del latido, entre el amor y la razón, entre la lógica y el olvido; entre la anatomía del corazón de Emilia y el dolor de vivir latiendo, sus probabilidades de sobrevida y la esperanza de su padre. Es por tanto imposible que los campos de la ciencia que se dedican al estudio del corazón sean capaces de separarse de todo este bagaje, cultural y aprendido, pero inherente a ese latir conjunto.
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El estudio de las cardiopatías congénitas, esos defectos en los que se nace con un corazón roto, parece, a primera vista, ser un campo que sigue las reglas de la lógica. Un campo que ha dado pasos agigantados y ha permitido que se puedan realizar procedimientos como los que se le hicieron a Emilia y que niños como ella puedan sobrevivir más allá del primer mes de vida. Procedimientos y estrategias con una perfección ajena a la certeza, que parecen desafiar la comprensión de lo imposible. Una anastomosis, con una minuciosidad única de lo improbable que cautiva, obsesiona y quita horas de sueño. Pero un asombro que se opaca al reconocer que no todos los corazones rotos son susceptibles de ser corregidos con puntos y suturas y, que hay una inmensidad de retos en este campo: pacientes difíciles, con pobre pronóstico y con mal desenlace.
El dilema aparece cuando se entiende que hay algunos defectos, algunos pacientes, en los que se puede predecir un desenlace menos favorable, e incluso malo. Y cada vez hay más información que hace cuestionar, no solo la calidad de vida con la que estos niños y niñas salen a vivir su vida, sino también el amplio espectro de alteraciones neurológicas con las que pueden quedar como consecuencia de las cirugías, de los postoperatorios, e incluso como secuela inherente al defecto cardiaco; desde un déficit de atención, problemas de aprendizaje, hasta epilepsias severas, parálisis cerebral o muerte encefálica. Una cantidad espeluznante de riesgos y consecuencias que obligan a que se piense dos veces en la corrección inicial. Por tanto, como suele suceder, la lógica se ve amenazada y cuestionada por la incertidumbre y las verdades que conocíamos pierden valor cuando entendemos que las certezas orgánicas y el sentido fisiopatológico de la enfermedad se ven silenciados por la metáfora del corazón de Emilia, que siente, que duele, y que prefiere dejar de latir. Entonces, en este campo de las anastomosis perfectas, hay un ingrediente más. Pues la misma dualidad necesaria para la comprensión de cada latido del corazón, entre lo clínico y lo literario, es quizás inherente al estudio de corazones rotos.
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Emilia tiene 8 años, ya se operó, y nunca sabremos si la decisión de operarla fue la acertada. Aunque la mayoría de los casos no son tan catastróficos como los de Emilia, es cierto que cada uno vive su vida, con las herramientas que tiene, así esa tenga que ser teñida de morado. La utilidad de la vida de Emilia es una discusión que no tiene sentido, que duele pensarla. En este momento, acompañarla a morir, es quizás la decisión acertada, lo que no significa, necesariamente, llevarla a una eutanasia. Pero sí se refiere a hacer todo lo que esté en nuestras manos para garantizar la mejor calidad de vida posible para una vida que será más corta de la que hubiéramos querido. Pero, finalmente, el sentido de la vida no es de ninguna manera el tiempo que se viva sino la manera en la que se vive. Y quizás sí hay casos en los que la certeza de un desenlace catastrófico puede ser suficiente para dejar de hacer, para intervenir de otra forma. O quizás, además de la calidad de vida, además de la predicción de lo certero, la variable adicional que yace en lo más profundo de esta incansable comprensión integral del latido cardiaco pueda ser la felicidad. Puede ser esa capacidad de búsqueda autónoma de la felicidad, cualquiera que sea la comprensión de la misma, lo que justifique al menos el intento de vida, por corta que sea. Aunque, sin duda, es una corazonada, este es finalmente el arte del corazón. El arte del estudio y de la comprensión en la diversidad del latir humano, del corazón anatómico, pero también poético, de niños y niñas, recién nacidos, adolescentes y próximamente mujeres y hombres, su calidad de vida y su derecho de buscar, por fin y para siempre, un corazón feliz.