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En 1945, cuando ella contaba apenas seis años, la familia pasó el diciembre en Chicago, atendiendo la invitación del tío Alberto. Acababa de terminar la guerra y resurgía la esperanza en el mundo. Mi madre sólo ansiaba conocer la nieve, pero en los días previos, y hasta el día de nochebuena, no cayó ni un solo copo.
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Esa noche, los adultos reunidos en torno al árbol sugirieron a los niños pedir un deseo, mientras los chiquillos, en la ventana, buscaban la estrella en el cielo y veían maravillados cómo una fina capa de algodón, en ráfagas lentas y suaves, comenzaba a conjurarse sobre calles, jardines y chimeneas como si la ciudad se hubiese reducido de pronto a una pequeña bola de cristal y alguien, en algún lugar, la hubiese agitado vigorosamente para desencadenar una mágica nevada.
El veinticinco, día de navidad, cayó una de las peores tormentas de nieve de las que se tenga registro. Trenes y automóviles quedaron atascados durante horas y las noticias de la radio daban cuenta de que muchos padres no regresarían a sus casas a tiempo para celebrar con sus familias.
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Mi madre cargaría por años el peso de la culpa, pues el deseo que pidió aquella noche fue que cayeran montones de nieve, para que la navidad no acabara jamás.