Dejando obra (En primera persona)
No voy a presumir de haber aprendido que para oponerse al sinsentido de la vida somos nosotros quienes debamos darle algún sentido, que vivir humanamente es más que aquello que nos enseñaron en la escuela: nacer, crecer, reproducirnos y morir. Peor aún: nacer, crecer, tener un trabajo (devengar), casarse, tener hijos, nietos y morir.
Domingo José Bolívar Peralta
¿Para qué ponerme a discutir? Alguien de mi pueblo me preguntó quién cuidaría de mí cuando estuviese viejo. Tiene cuatro hijos, todos unos niños chillones, malcriados y no veo garantía de que alguno de ellos vaya a cuidar de él cuando se cague encima. Por demás, ¿quién soy para condenar a un hijo o descendiente a estar a la fuerza a mi lado cuando yo me cague encima?
A propósito, no me gusta la idea de vivir cagándome encima. Mucho menos la idea de vivir en muerte; es decir, con alzhéimer. Le temo a eso más que a nada. En todo caso, desde mis años de infancia he estado conversando con mi Muerte, pidiéndole que me saque de la vida. La vejez no era mi proyecto y olvidarme de mí mismo es... indeseable.
Le sugerimos leer: Manuela Beltrán, la heroína que nunca existió
Al llegar a los veintitantos, ebrio y luego de una discusión con mi padre, quise obligar a la Muerte a llevarme cortándome las muñecas. Al ver que la sangre manaba de mí sin detenerse me desmayé y desperté en un hospital. La Muerte se burló de mí, como me burlé yo de las enfermeras, jovencitas practicantes algo aturdidas que en venganza me cosieron de mala gana, sin anestesia. Volví a desmayarme otro día, cuando por primera vez una vecina que había estudiado enfermería fue a casa a limpiar con alcohol y agua oxigenada las heridas y cambiarme los vendajes. Me dio la pálida al ver ese par de rajas semejantes a bocas de rana apretadas por los hilos, bocas pintarrajeadas con sangre coagulada desde las cuales la Muerte socarrona me demostraba que ella es cosa de espanto.
Todo esto sucedió antes de haber leído la novela ‒'Que viva la música’‒ de aquel inmarcesible joven de Cali, Andrés Caicedo Estela o como le apodaban algunos de sus contemporáneos que tuvieron la fortuna de departir con él, Pepito Metralla, quien aseguraba que vivir después de los veinticinco años es cosa de necios. Discurso de politiquero no era, porque antes de cumplir los veintiséis acabó con su vida. No llegaba yo a los veinticinco y después de aquello siguieron otras tentativas de suicidio, menos espectaculares y peor de efectivas. Unas pastillas que no funcionaron, mezclas de licores con medicamentos. Puentes y azoteas desde los que miraba los abismos de la muerte sin zambullirme a ellos. Viví todo ese tiempo con la idea de que no llegaría a los treinta y cinco. Corrí, sin saberlo y luego sabiéndolo, diez años el límite dado por Andrecito. Treinta y cinco años… Después de los treinta y cinco, nada. Llegaron los treinta y cinco años y seguía con la crisis del suicida que no se mata y pensando en Andrés Caicedo me decía que estaría decepcionado de este hombre.
Le sugerimos leer: De Gabriel García Márquez (o de los espejismos)
“¡Carajo! ¡Ya te pasaste de la edad límite! ¡De la mía y de la tuya! ¡¿Qué haces en este mundo?!”
A estas alturas tan bajas de mi vida, a punto de cumplir cuarenta y cinco años, puedo sentarme a jugar, sin violentarla, ajedrez con la Muerte. En realidad, me da lo mismo perder la partida ahora mismo o en varios años más. ¿Ganarle a la Muerte? Ya veremos. Si hay algo que vence esta apatía, esta indiferencia ante la vida o la muerte, se debe a algo más que dijo Andrecito, quizás lo más importante, lo más valioso para mí de cuanto dijo aquel muchacho de oscuridad luminosa. Recomendó que muera dejando obra. Tener buenos amigos que den a conocer la obra, es parte de la obra. A tales buenos amigos, a los suyos y gracias a la alquimia de la poesía, también a los nuestros, los tuyos y los míos, Andrés, Raúl Gómez Jattin les llamó ángeles clandestinos. Ángeles clandestinos que en uno y otro momento sirvieron de dulce compañía al artista que está mordiéndose las uñas en el Tártaro o libando ambrosía en el Parnaso.
Tengo unos cuantos buenos amigos, mis ángeles clandestinos, y estoy escribiendo. Quiero dejar obra, pero ¡qué difícil es para el escritor escribir!, dejar obra si lo que se quiere dejar es algo merecedor de ser leído.
Escribo. Postergo mi muerte mientras siga escribiendo. He entendido que más imperativo que morir joven, Andrés, es dejar obra. Y si la juventud se acaba, para eso está la literatura. Extraigo juventud de los personajes que leo, de los que escribo. Para vivir no me basta mi propia vida. Por eso leo, por eso escribo. Seguiré escribiendo hasta que sienta que ya está bien, que lo escrito tiene que ser leído. Hasta entonces, sólo entonces, Muerte, ahora te lo pido, dame licencia para vivir. Que sobrevenga luego lo que ha de ser: accidente, asesinato, enfermedad, suicidio ‒misericordia, un poco más te pido, aleja de mí la muerte en vida del alzhéimer. Me cagaré encima, te concedo, pero nunca el alzhéimer. Y si eres también ángel clandestino, no me dejes padecer lentas agonías, decapítame de un tajo‒. No importa. Después de haber dejado obra y que ésta se conozca, morir deja de ser terrible. Es lo contrario al alzhéimer. En vez de muerte en vida, vida en muerte. Es a lo que aspiro como artista. No es mucho pedirte y si antes de mí te burlabas, ahora sí me puedes tomar en serio.
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¿Para qué ponerme a discutir? Alguien de mi pueblo me preguntó quién cuidaría de mí cuando estuviese viejo. Tiene cuatro hijos, todos unos niños chillones, malcriados y no veo garantía de que alguno de ellos vaya a cuidar de él cuando se cague encima. Por demás, ¿quién soy para condenar a un hijo o descendiente a estar a la fuerza a mi lado cuando yo me cague encima?
A propósito, no me gusta la idea de vivir cagándome encima. Mucho menos la idea de vivir en muerte; es decir, con alzhéimer. Le temo a eso más que a nada. En todo caso, desde mis años de infancia he estado conversando con mi Muerte, pidiéndole que me saque de la vida. La vejez no era mi proyecto y olvidarme de mí mismo es... indeseable.
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Al llegar a los veintitantos, ebrio y luego de una discusión con mi padre, quise obligar a la Muerte a llevarme cortándome las muñecas. Al ver que la sangre manaba de mí sin detenerse me desmayé y desperté en un hospital. La Muerte se burló de mí, como me burlé yo de las enfermeras, jovencitas practicantes algo aturdidas que en venganza me cosieron de mala gana, sin anestesia. Volví a desmayarme otro día, cuando por primera vez una vecina que había estudiado enfermería fue a casa a limpiar con alcohol y agua oxigenada las heridas y cambiarme los vendajes. Me dio la pálida al ver ese par de rajas semejantes a bocas de rana apretadas por los hilos, bocas pintarrajeadas con sangre coagulada desde las cuales la Muerte socarrona me demostraba que ella es cosa de espanto.
Todo esto sucedió antes de haber leído la novela ‒'Que viva la música’‒ de aquel inmarcesible joven de Cali, Andrés Caicedo Estela o como le apodaban algunos de sus contemporáneos que tuvieron la fortuna de departir con él, Pepito Metralla, quien aseguraba que vivir después de los veinticinco años es cosa de necios. Discurso de politiquero no era, porque antes de cumplir los veintiséis acabó con su vida. No llegaba yo a los veinticinco y después de aquello siguieron otras tentativas de suicidio, menos espectaculares y peor de efectivas. Unas pastillas que no funcionaron, mezclas de licores con medicamentos. Puentes y azoteas desde los que miraba los abismos de la muerte sin zambullirme a ellos. Viví todo ese tiempo con la idea de que no llegaría a los treinta y cinco. Corrí, sin saberlo y luego sabiéndolo, diez años el límite dado por Andrecito. Treinta y cinco años… Después de los treinta y cinco, nada. Llegaron los treinta y cinco años y seguía con la crisis del suicida que no se mata y pensando en Andrés Caicedo me decía que estaría decepcionado de este hombre.
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Tengo unos cuantos buenos amigos, mis ángeles clandestinos, y estoy escribiendo. Quiero dejar obra, pero ¡qué difícil es para el escritor escribir!, dejar obra si lo que se quiere dejar es algo merecedor de ser leído.
Escribo. Postergo mi muerte mientras siga escribiendo. He entendido que más imperativo que morir joven, Andrés, es dejar obra. Y si la juventud se acaba, para eso está la literatura. Extraigo juventud de los personajes que leo, de los que escribo. Para vivir no me basta mi propia vida. Por eso leo, por eso escribo. Seguiré escribiendo hasta que sienta que ya está bien, que lo escrito tiene que ser leído. Hasta entonces, sólo entonces, Muerte, ahora te lo pido, dame licencia para vivir. Que sobrevenga luego lo que ha de ser: accidente, asesinato, enfermedad, suicidio ‒misericordia, un poco más te pido, aleja de mí la muerte en vida del alzhéimer. Me cagaré encima, te concedo, pero nunca el alzhéimer. Y si eres también ángel clandestino, no me dejes padecer lentas agonías, decapítame de un tajo‒. No importa. Después de haber dejado obra y que ésta se conozca, morir deja de ser terrible. Es lo contrario al alzhéimer. En vez de muerte en vida, vida en muerte. Es a lo que aspiro como artista. No es mucho pedirte y si antes de mí te burlabas, ahora sí me puedes tomar en serio.
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