Diálogos con la muerte (Parte VII)
Presentamos el séptimo capítulo de ‘Diálogos con la Muerte’, de la colaboradora Juliana Vargas, en la que conversan Clara y la Muerte.
Juliana Vargas
Clara
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Clara
El parque está libre de muertos, así que Clara y la Muerte tienen todo el espacio para poder hablar sin interrupciones. Por más de que la Muerte piense y piense sobre ello, no sabe cómo fue posible que Clara Calderón pudiera calmar a las almas del parque. Su naturaleza no le permite creer en milagros, pero tampoco puede darle otra explicación. Y así es como la Muerte empieza a creer en lo imposible, y de ahí a la resurrección hay sólo un paso.
—Ya te ayudé, ahora ayúdame tú a mí.
A la Muerte le habría gustado un saludo primero, pero claro, era la Muerte, suponía que no le simpatizaba mucho a la gente.
—Si en algo puedo ayudar… —respondió, sin darle importancia a la falta de respeto de todos los humanos, incluyendo a los amores idealizados de Ciro Montilla.
—Quiero hablar con Ciro.
—Eso va contra todas las reglas del más allá, Clara.
—Creo que tú misma las has roto todas en estos meses.
Eso era totalmente cierto, y tal vez por eso había sido tan ineficiente en su trabajo.
—¿Para qué quieres hablar con él si ya le dejaste una carta? Una muy extensa, por cierto.
—Porque los humanos cambian.
—Tú y yo sabemos, muy en el fondo, que realmente nunca quisiste a Ciro.
—¿Y es que sabes mucho sobre el amor?
Golpe bajo, como todos los que acostumbró a dar Clara Calderón en vida.
—Te sorprendería saber cuánto se puede aprender por estar husmeando en mentes defectuosas, como todo lo humano.
—Lo amé
—¿Como amaste a tus padres? ¿A tus compañeros? ¿A ti misma?
La Muerte se arrepintió de haber dicho eso al instante. Ella, que se había rebajado hasta tener cuerpo. Ella, que se había rebajado para entender a los humanos, a un humano en particular. Ella, que se había rebajado y ahora dudaba de todo lo que creía saber.
—Tengo la teoría de que somos capaces de amar y odiar por igual a todos y a todo —dice Clara, no muy convencida.
—Sí, tus sentimientos están tan revueltos que ni siquiera yo soy capaz de entenderte.
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Para entender el alma de Clara hay que remitirse a su nacimiento. Llegó al mundo sin hacer un solo ruido, como si la hubiera dejado con total estupefacción, o total indiferencia. Quizás, sólo quizás fueron las dos. Abrazaba a su padre, para luego rechazarlo al día siguiente. Su madre le leía un cuento y le llenaba la cabeza de ilusiones; pero una vez exploraba todas las aristas de aquel universo de fantasía, se remitía a las escuadras y números que forman la física incomprensible de la realidad. Clara era tan curiosa como indolente. Lo ambicionaba todo, y una vez lo alcanzaba, lo dejaba para continuar con el siguiente conocimiento, el siguiente sentimiento, el siguiente descubrimiento. En una palabra, era insaciable.
Era tan insaciable, que cuando su padre dejó la casa sin dejar razón, no lloró. “¿Por qué?”, le preguntó a su madre. “Porque tiene un corazón muy grande” fue lo único que le pudo contestar, y entonces Clara abrió libros de biología, leyó poemas, estudió la vida de Lope de Vega, tuvo su primer novio. La conclusión fue que el corazón no se hacía más grande por mucho que uno quisiera amar sin límites. Lo que se engrandecía era la inseguridad, la necesidad de atención, la lujuria y el vacío póstumo; aumentaban las esperanzas perdidas, y la felicidad engañosa. El amor, tal como lo describían, o como lo querían describir, no era más que un concepto admirable y nebuloso.
Así que Clara creció con ganas de amar, pero no a una persona en concreto. Primero que todo, amaba el concepto de amar. Particularmente le gustaba lo que había pensado San Agustín al respecto. Le parecía idílico creer que el amor daba certezas y, por ende, que el amor a la propia existencia y al conocimiento de la verdad eran los presupuestos de la felicidad. La verdad era que creía exactamente lo contrario. Si alguien llegara a la verdad, indudablemente concluiría que su propia existencia no es más que la encarnación de la futilidad, ¿y cómo amar la fugaz presencia de algo que nada podría hacer por el cosmos? En ese sentido era mejor la ignorancia, y Clara a veces flotaba sobre ella tranquilamente. Luego tomaba otro libro y aprendía algo nuevo con todo el amor del que era capaz. Ese amor no era más que curiosidad exarcerbada, pero así estaba mejor.
Entró a la carrera de derecho porque no podía estudiar literatura. Y filosofía. Y ciencias políticas. E historia del arte. Derecho tenía algo de política, algo de filosofía, algo de historia y algo de literatura, y si no, que lo repitiera el guardián de Franz Kafka, al responderle a un sencillo campesino por qué nadie más que él había intentado acceder a la Ley después de tantos años infructíferos: “Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.
“Ahora voy a cerrarla”. “Ahora voy a cerrarla”. “Ahora voy a cerrarla”. A Clara eso le sonó a reto, y entró a las aulas de clase como si fuera a encontrarse con Kafka en cualquier momento. Fue impetuosa, fue voraz, fue rabiosa, y también fue dulce y tierna a su manera.
Fue tan dulce que Ciro Montilla se enamoró de ella sin que lo quisiera. ¿Es que acaso alguna vez le dijo que lo quería? ¿Alguna vez lo tomó de la mano, le rozó la pierna, le dedicó versos o canciones? ¿Qué vio en ella que no hubiera ya en el trato con otras mil mujeres? Ciro le había dicho que la amaba, pero no era más que un encaprichamiento. Si San Agustín estuviera vivo, habría dicho que ni siquiera se acercaba a la verdad de lo que realmente sentía.
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¿Por qué se casó con Ciro Montilla? Esa era una pregunta que todavía intentaba responderse en el más allá. Lo apreciaba, sí. La hacía reír, sí. Era una de las mejores personas que conocía, sí. ¿Pero amor? No, según Lope de Vega, a eso no se le podía llamar amor. Después de dos matrimonios, once amantes, una huida de Madrid a Toledo, hijos conocidos y desconocidos regados por toda España y más de mil quinientas obras, algo debía de saber, o creer saber, y lo que sentía Clara no estaba cerca de lo que Lope describía. Él decía que el amor era un “concierto” y una “armonía” cuando lo único que sentía eran notas bajando y subiendo, instalándose en el núcleo de su cuerpo, moviéndose a su antojo. Lope pensaba que el amor era capaz de hacer que los humanos dieran la vida y el alma a un desengaño, pero ella no deseaba nada de eso… si había de pasar toda una vida junto a alguien, sólo anhelaba que no vivieran en desengaño; todo lo contrario, que buscaran algo de felicidad detrás de la verdad y su existencia, si algo de felicidad aún quedaba en el mundo.
Lope de Vega decía… decía… que debía amar si quería ser amada, que no debía forzarse ni defenderse. Que debía dar un salto, un salto hacia la fe.
Así que dio un salto hacia la fe y se casó con Ciro Montilla. Fue una ceremonia sobria, llena de Bach y poco trago. A decir verdad, Clara moría por tomarse hasta el vino convertido en sangre, a ver si así aceptaba sus propias decisiones; pero Ciro, en cambio, parecía bastante contento con su sobriedad. Clara no pudo, sencillamente no pudo tomar, bailar y hablar con libertad. Se había encadenado, y lo había hecho voluntariamente.
Cuando los contrapuntos fugaces de Bach se apagaron, saturados de pomposidad, barroco y adornos vetustos, Ciro la llevó al apartamento donde habrían de pasar los siguientes cuarenta años. O bueno, más bien, Clara fue quien lo llevó a él, como quien arrastra su cadena hasta la horca. Lo llevó hasta la habitación, depositó la cadena al pie de la cama y ella se sentó en el sillón de enfrente. Esperó a que bajara San Agustín con alguna revelación, o a que Lope de Vega apareciera declamando mil quinientos versos y luego se volviera a evaporar, pero el tiempo pasaba y ningún milagro se materializaba ante sus ojos. “De seguro es por haber puesto Tocata y Fuga en vez del Ave María de Haendel”, pensó.
—Clara —la llamó Ciro, como por entre un sueño.
—Dime… —iba a terminar la frase con “amor”, pero aún no le salía…aún no.
Y entonces Ciro se aclaró la garganta y declamó con voz grave, propia de un bajo helden:
“Belleza singular, ingenio raro,
fuera del natural curso del cielo,
Etna de amor, que de tu mismo hielo
despides llamas, entre mármol Paro.
Sol de hermosura, entendimiento claro,
alma dichosa en cristalino velo,
norte del mar, admiración del suelo,
émula al sol, como a la luna el faro;
milagro del autor de cielo y tierra,
bien de naturaleza el más perfecto,
Lucinda hermosa en quien mi luz se encierra:
nieve en blancura y fuego en el efecto,
paz de los ojos y del alma”
—¿Así es como pretendes retenerme?
—No, así es como pienso conquistarte.
—¿Conquistarme? Ciro, estamos casados…
—Y sé que no estás convencida. Comencé con un poema, pero sé muy bien que Lope de Vega no me va ayudar mucho. Además, ese tipo sufría más de descontrol sexual que de mal de amores.
Clara no pudo evitar reírse de todo. Del comentario, de la casualidad de Lope de Vega, de que Ciro fuera consciente de sus sentimientos y no sentimientos. De que supiera quién era Clara Calderón, la mujer de la curiosidad, de la desconfianza, del puñal al cinto listo para atacar cualquier amenaza que la dejara vulnerable.
—¿Quieres té?
—Sí, gracias.
En la cocina, Clara aprovechó para respirar profundamente. “No puedes comportarte así frente a tu esposo el resto de tu vida. Es tu compañero de vida… de vida”. Le supo a sentencia. Y las sentencias son ácidas y ásperas.
Diez minutos después, Clara Calderón estaba de nuevo frente a Ciro Montilla, escudriñándole no sólo el cuerpo enjuto en su silla de ruedas, sino también su corazón y sus pensamientos. Lo escuchó hablar de la infancia que realmente no tuvo, de su insípida adolescencia y de sus sueños. Sobre todo de sus sueños, esos que quiso destruir y echar las migajas al mar, pero las olas se los regresaron así no quisiera. Habló de ellos con su voz de bajo helden, como si no estuviera hablando de él, sino de Tristán o Parsifal, quienes sintieron tanto la amargura como la bravura del corazón. “Y este amargor me viene de la mar, porque empezó aquí mi enamoramiento”, dijo Tristán y lo recogió Richard Wagner en su orquesta para que sus bajos helden la cantaran una y otra vez, como un eco que viniera del pasado, ese pasado de Ciro que esperaba tener un futuro mejor.
Esa noche, por primera vez, Clara sintió que por fin se estaba enamorando.
Palabras que van y vienen como armas
La Muerte y Clara caminan lado a lado. Están tan juntas que podrían tomarse de la mano, como madre joven e hija anciana. No hablan por un buen rato. Es como si esperaran que la otra haga la primera jugada, mueva la primera pieza, se lance al vacío.
—Los cuerpos se funden en uno solo para hablar sin palabras, pero también para correr el riesgo de sufrir y estremecerse —anuncia al fin Clara de forma grandilocuente, pues si a la Muerte no se le puede tocar, entonces se le vence a punta de las palabras que se han heredado de Lope de Vega hasta Rainer María Rilke—. El amor es belleza, verdad y bien. Es un ansia de perfección, de alcanzar lo absoluto y la inmortalidad. Es el camino entre el calor del cuerpo y la entrada al Paraíso. Es entender lo inteligible y luego no poder expresarlo.
¿Alguna vez lo sentí? La verdad, no lo sé, Muerte. Sé que quise sentirlo. Y si el amor es voluntad, entonces sí, me enamoré de Ciro Montilla. Lo amé cuando se le olvidaba que estaba postrado, cuando me besaba y me hacía el amor de maneras que un hombre con piernas nunca podría hacer, cuando me hacía reír y cuando hacía que el tiempo se retirara para dejarnos tranquilos en un lugar fuera de esta realidad llena de dolor, muertos vivientes y tú, sobre todo tú. Porque tú siempre estuviste presente. En esa relación estábamos Ciro, yo, y el miedo. Había noches en las que se quedaba sin aire y llamaba a su madre mientras sufría espasmos. Había mañanas en las que se quedaba en silencio contemplando la nada. Ahora sé que a la que contemplaba era a ti. Seguro te imaginaba como una mujer alta y esbelta, con un halo alrededor que invitaba a dar el paso al más allá. Llegué a pensar que se había aburrido de mi cuerpo y buscaba la eternidad en tu interior. No me equivoqué.
—Eso no es cierto. No tengo cuerpo humano, no tenía interés en los humanos en aquella época.
—Pero existías, siempre has existido. Ese ha sido tu gran error. Existes, y extraviaste a Ciro, lo alejaste de mí, lo llevaste a la más alta contemplación, donde nadie, ni siquiera yo, podía alcanzarlo. Me lo quitaste.
La Muerte calla por un momento. Calla porque sabe que puede ser verdad.
—La persona que más me ha deseado es la única que no he podido traer conmigo. Irónico, ¿no?
—Tal vez no tanto.
—Lo que sí es irónico es que supuestamente lo amaste, y al final lo decepcionaste.
—Tal vez lo amé y lo odié al mismo tiempo.
—Quizás. Eres tan incomprensible que hasta serías capaz de eso.
Caminaron un rato en silencio como si fueran viejas amigas, hasta llegar hasta la orilla de un río. Instintivamente, Clara se asomó, pero no vio su reflejo en el agua. Aún no se acostumbraba. Todavía quería verse, para así recordar quién había sido.
—¿Por qué te casaste con Ciro?
—Porque nunca antes me había enamorado de nadie. Pensaba que era incapaz de amar. Ciro me retó, me dijo que podía amar, y acepté el reto.
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—En eso nos parecemos. Yo tampoco sé amar.
—La diferencia está en que Ciro me sacó de mi equivocación.
—Eso ha sido un golpe bajo.
—Tú me mataste. Tenía que vengarme de alguna forma.
—E igual moriste sin haber amado.
—Tú qué sabes
—Soy la Muerte. Lo sé todo.
—Menos amar.
—Lo cual agradezco. Es inútil.
—¿Nos vamos? No me gustan los ríos.
—¿A dónde quieres ir?
—Tú sabes dónde.
—No, todavía no.
—Entonces llévame al sitio en que lo conocí.
La Muerte duda un rato y finalmente se decide. Toma de la mano a Clara y la transporta hasta el café Hermes. Las recibe un cuadro de Ciro colgado en la pared. Está junto al de Eduardo Castellanos, y el resto de la pared está llena de otros cuadros, de otros juristas que no son Clara.
Clara se acerca al cuadro de Ciro y lo observa casi con devoción. Sonríe sin querer y roza la tela… Está ahí, así como está todavía dentro de ella, y detrás y adelante. Sobre todo adelante.
—Eres un desgraciado, Ciro. Yo debería estar ahí junto a ti, a tu lado. A tu lado como esposa y colega. Pero la vida es todo menos justa.
—Quizás debí dejarte vivir un poco más, a ver si te dejabas de lloriqueos y le demostrabas a Ciro de qué estabas hecha.
—Y me mataste porque a ti qué te va a importar la vida y, por ende, la justicia. Él debería estar muerto, yo no.
—En eso te equivocas. Sí, Ciro debería estar muerto. Pero tú también.
—¿Alguna vez, en algún momento de la historia, alguien te ha dicho que tienes un muy mal sentido de la justicia?
—No, porque soy la última justicia. Nadie puede contradecirme.
—Pues ya va siendo hora de que exista. Yo soy mucho más fuerte que Ciro. Yo habría sobrellevado la viudez mejor que él. —Clara calla y arrastra su mano suavemente a lo largo del cuadro de Ciro. Debería mirarlo con ternura, pero lo que la Muerte ve en sus ojos es ira—. ¿Cómo está?
—Mal.
—¿Me extraña?
—Esa pregunta es estúpida. Claro que te extraña.
—No debería. Fui una desagradecida.
—A pesar de la carta, él cree que lo amaste hasta el final. Esa carta… prefiere protegerse y creer que fue un ataque febril el que tuviste. Nadie quiere pensar que vivió cuarenta años fútiles.
—Y, sin embargo, lo fueron…. Debería pedirle perdón por eso.
—Ya no puedes. Estás muerta.
—¿Y eso qué? ¿Acaso tú no hablas con Ciro?
—Es diferente.
—¿Diferente cómo?
—Está bien. Supongamos que te llevo y que puedes hablar con él ¿De qué te serviría? ¿Qué le dirías que no hubieras podido decirle a lo largo de cuarenta años de matrimonio? Esa costumbre de querer recuperar el tiempo perdido es demasiado humano, demasiado defectuoso. Acepta que ya no eres humana. ¿Por qué no alcanzar la perfección cuando está al alcance de la mano?
—¿Esto te parece perfección? —replicó Clara, señalándola—. Quisiera saber qué es para ti perfección. Tengo curiosidad.
—Es… —La Muerte se muerde los labios. Piensa, piensa de nuevo. No va a perder el juego—. Es la capacidad de retraer todo sentimiento. Es… hacerse uno con el universo que no ama, no duda, no odia. Imperfección es creer que todo tiene una razón de ser, que nada es en vano, que el mundo conspira para cumplir tus designios si lo pides con suficiente vehemencia. Es dejarse llevar por los errores y esos desvaríos tan humanos. Por eso es que la perfección es lo contrario, es aceptar la insignificancia y ser uno con ella.
—Claro…
—Así funcionaba antes —le confiesa la Muerte—. Mataba gente con insignificancia. Cuando alguien me preguntaba por qué venía por ella, yo simplemente contestaba “¿Por qué no?”. Ustedes los humanos son demasiado egocéntricos.
—Antes.
—Sí, antes. Desde que no pude matar a Ciro he caído en un ciclo de imperfección.
—¿Y eso a qué se debe?
—No lo sé.
—¿Y es que acaso no lo sabes todo?
La Muerte no sabe qué responder.
—Llévame con Ciro, que tampoco sabes cómo podría resultar el encuentro. De hecho, hasta podría darte respuestas.