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Dormir (Cuentos de sábado en la tarde)

Hace tiempo que no duermo bien. No sé bien en qué momento perdí esa habilidad. Poco ha cambiado la rutina, sin embargo, el resultado no es el mismo. Recuerdo que mi abuelo solía decir que me podía quedar dormido cuidando a un león. Ahora, por más de que lo intente, es como si el sueño se esfumara ante el más mínimo cambio en el aire.

Nicolás Rocha Cortés
22 de enero de 2022 - 08:19 p. m.
"No estoy tan cansado como debería. Al menos no después de noches de tres horas de sueño ininterrumpido o de cinco horas distribuidas en pequeñas siestas de una hora. Pero sé que he perdido algo".
"No estoy tan cansado como debería. Al menos no después de noches de tres horas de sueño ininterrumpido o de cinco horas distribuidas en pequeñas siestas de una hora. Pero sé que he perdido algo".
Foto: Lux Graves - Unsplashed
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Escucho la calle, a las bicicletas pasar en la madrugada. Escucho los zancudos zumbar entre mi cabello y aprieto la cabeza contra la almohada buscando silencio. Escucho reventar la mandíbula resultado del bruxismo nocturno que noté hace un par de meses y que no he tratado. Escucho pasos lejanos, murmullos, camiones acelerando. Abro los ojos, todavía no hay luz. Miro el reloj, son las cuatro de la mañana. Esta vez fueron cuatro horas seguidas.

Hace unos meses creí que era cuestión de estrés, de cambiar de ambiente. Viajé, pero tampoco pude dormir bien. Aquella vez las excusas fueron la estridulación de los grillos, las almohadas altas de la cama y el hecho de que el día de muchos huéspedes comenzaba religiosamente a las cinco de la mañana, por lo que el sonido de las duchas, los pasos y algunas conversaciones distorsionadas, se escurría entre las delgadas paredes del hotel.

Lo cierto es que hace meses que perdí la capacidad de dormir de la que tanto me jactaba. No hace tanto, antes de que el mundo acabara, la tarea era fácil; beber algo caliente antes de ir a la cama; leer un rato o escuchar un par de canciones; hacer un poco de ejercicio y a dormir. Las ocho horas se desvanecían como si nunca hubiesen existido. La noche era un rumor del que no quedaba más evidencia que un bostezo en la mañana y algunas legañas en la comisura de los ojos.

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No estoy tan cansado como debería. Al menos no después de noches de tres horas de sueño ininterrumpido o de cinco horas distribuidas en pequeñas siestas de una hora. Pero sé que he perdido algo.

He intentado todo lo que me sugieren. Terapia, gotas/gomas/comestibles, yoga, tapones para los oídos, listas de reproducción con sonidos tenues, olas que arrullan, cantos de ballenas, o de monjes tibetanos, un par de copas de vino. La belleza del mercado reside en el amplio abanico de opciones para fracasar.

Aunque todas las opciones regalan una o dos noches buenas, el cuerpo se adapta con facilidad.

Luego de ejecutar todos los rituales que la autoayuda ofrece, me resigno a releer textos viejos en los que encuentro consuelo. Me gustaría creer que, como escribió Clarice Lispector, “son las cuatro de la madrugada y es una hora tan bella que cualquiera que esté despierto está de algún modo rezando”.

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Pero lo cierto es que no encuentro consuelo en la plegaria de mi insomnio. Cuando lo menciono dicen que es normal, que es algo que llega con los años. “Son los treinta que van llegando con fuerza”, leo en un chat de WhatsApp. Me pregunto ¿qué tan normal es realmente perder el sueño? Y, sobre todo, si es torpe resistirse a esa pérdida.

Algunos amigos dicen que no se pierde nada sin ganar algo a cambio. Que debo escuchar con atención, que la calle, la ventana, el mundo, están diciendo cosas. Me dicen que escriba, que aproveche las horas de la mañana, que haga más ejercicio, que salga a trotar, que al que madruga dios le ayuda. Que es cuestión de actitud. Que, si lo deseo lo suficiente, voy a proyectar eso en mi cuerpo y dormiré plácidamente.

Pero ya lo escribió Delphine de Vigan, “a veces conviene aceptar el vacío que deja la pérdida. Renunciar a la distracción. Aceptar que ya no hay nada que decir”.

Por Nicolás Rocha Cortés

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