Doscientos años de Gustave Flaubert, el arqueólogo
El interés de Gustave Flaubert por la relación entre ciencia y literatura despertó con su novela Salambó un debate que en la segunda mitad del siglo XIX se creía que ya había quedado atrás.
María Paula Lizarazo
“Charles Dickens terminaba su Casa Desolada en el verano de 1853 […], un año antes, en Rusia, Gógol había muerto y Tolstoi había publicado su primera obra importante, Niñez”: así relata Nabokov la situación literaria de la época. Para mitad de siglo, ya habían pasado dos décadas de la publicación de Balzac de La comedia humana (1830) con sus guiños en el prólogo a Georges-Louis Leclerc de Buffon y su Historia natural (1749), lo que se ha interpretado como una nostalgia de Balzac por la indistinción entre ciencia y literatura que en el XIX europeo se estaba dejando.
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“Charles Dickens terminaba su Casa Desolada en el verano de 1853 […], un año antes, en Rusia, Gógol había muerto y Tolstoi había publicado su primera obra importante, Niñez”: así relata Nabokov la situación literaria de la época. Para mitad de siglo, ya habían pasado dos décadas de la publicación de Balzac de La comedia humana (1830) con sus guiños en el prólogo a Georges-Louis Leclerc de Buffon y su Historia natural (1749), lo que se ha interpretado como una nostalgia de Balzac por la indistinción entre ciencia y literatura que en el XIX europeo se estaba dejando.
Ante este panorama escribía Gustave Flaubert. Y la añoranza del paradigma científico que en el 30 ya le preocupaba a Balzac, aparece entre sus temas. Para el creador de Madame Bovary, el estilo ideal en la escritura era lograr algo “ritmado como el verso, preciso como el lenguaje de las ciencias”. En una carta afirmó que “la literatura adoptará cada vez más los modales de las ciencias; será sobre todo descriptiva, lo que no quiere decir didáctica. Hay que pintar cuadros que muestren la naturaleza tal cual es, pero cuadros completos pintados por debajo y por arriba”. Le invitamos a leer: Madame Bovary y doscientos años de Gustave Flaubert
La precisión de la forma fue una de sus obsesiones. Luego de escribir una novela que ninguno de sus amigos aprobó, se dedicó enteramente a Madame Bovary y no avanzaba de capítulo hasta comprobar que el último estuviera perfecto. Al respecto de la forma, escribió Vargas Llosa en La orgía perpetua que “con Flaubert ocurre una curiosa paradoja: el mismo escritor que convierte en tema de novela el mundo de los hombres mediocres y los espíritus rastreros advierte que, al igual que en la poesía, también en la ficción todo depende esencialmente de la forma, que esta decide la fealdad y la belleza de los temas, su verdad y su mentira, y proclama que el novelista debe ser, ante todo, un artista, un trabajador incansable e incorruptible del estilo. Se trata, en suma, de lograr esta simbiosis: dar vida, mediante un arte depurado y exquisito, a la vulgaridad, a las experiencias más compartidas de los hombres”.
Pero esa precisión que Flaubert perseguía en su escritura y que admiraba de la ciencia, no sólo lo acompañó ante la hoja en blanco, también en sus famosos viajes a Oriente. El carácter de universalidad de la literatura debía exceder las susceptibilidades del ser humano y el azar de la vida; continúa Flaubert en sus cartas: “la novela, que […] es la forma científica [de la vida], debe proceder por generalidades y ser más lógica que el azar de las cosas”. Además: “Yo, Gustave Flaubert”: una novela para cruzar la frontera
Dos años antes de empezar Madame Bovary, viajó por primera vez a Oriente. Pasó por Alejandría, El Cairo, Damasco, Rodas, Constantinopla y Atenas, y de esos trayectos y esas nuevas miradas escribiría sus Cartas del viaje a Oriente, e iría imaginando a su Emma Bovary, que era él (“Madame Bovary soy yo”, diría con los años). Estando en Egipto conoció a la enigmática bailarina Kuchiuk Hanem que varios años después personificaría en su novela Salambó.
Fue en su regreso a Ruan en 1851 que se sentó a escribir lo que había ido esbozando de su Bovary y terminaría en 1856. Primero al publicó por entregas en La Revue de París y luego como un libro. Retomando el tema de las precisiones, Nabokov la definiría como una novela que “trata del delicado cálculo del destino humano, no de la aritmética de los acondicionamientos sociales”.
Dos años después se decidiría por regresar a Oriente. Continuaba su obsesión por Kuchiuk Hanem y no hallaba forma de terminar “aquel maldito libro” que también imaginaría en ese primer viaje.
En 1858 saldría tres meses de Francia rumbo a Tunez. Volvió enfermo, decidido a escribir sobre esas tierras lejanas y darle vida literaria a su adorada Hanem. La novela de Salambó la definió como “un trabajo arqueológico sobre una de las épocas más desconocidas de la antigüedad”: con el término de arqueología volvió a traer a la discusión la relación entre ciencia y literatura. La novela reconstruye la Guerra de los mercenarios, ocurrida en el siglo III antes de Cristo en Cartago, cuando Cartago aún no era ni una suposición en Europa.
Su método fue inductivo: “Cuando me faltaron precisiones sobre Cartago, las encontré en la Biblia (traducción de Cahen). Cuando no la obtuve en los textos antiguos, recurrí a los viajeros modernos y a mis propios recuerdos personales”. Recopiló artículos antiguos, folios arqueológicos e incluso trazó su propio mapa de Cartago. Pero todos esos documentos eran para los historiadores apenas una pequeña neblina para comprobar la intuición que tenía Flaubert.
El 20 de noviembre de 1862 publicó Salambó. Unas semanas después, una columna anónima del periódico France afirmaba: “El reciente libro de Gustave Flaubert lo consolida en su lugar como escritor y lo presenta a la Academia en calidad de arqueólogo”. Pero la Academia respondería con un texto en la Revue Contemporaine en la que Guillaume Froehner definiría su novela como un “volumen pseudo cartaginés, de título pomposo y apariencia arrogante”. La enunciación de Froehner establecía firmes límites entre ciencia y literatura: decía con desdén que “los novelistas […] han usurpado más de una vez el dominio de la ciencia”. Aunque era paradójica su definición literaria, pues le atribuía una definición de lo verdadero, para nada lejano de la ciencia: “El verdadero artista busca lo bello y amable, ilumina con la verdad, sorprende con la grandeza”, refiriéndose a que las tentativas de Flaubert sobre Cartago no eran ciertas, en tanto su método arqueológico no era el método certero o aceptado. Las fuentes escritas eran, para la Academia, un lugar menor.
Continúa Froehner en su arremetida contra Flaubert: “estos detalles no se encuentran en ningún autor antiguo ni en monumento auténtico alguno”. Las fuentes de Flaubert eran incompatibles para Froehner. Decía el escritor: “”cuando leemos la historia […] vemos los mismas ruedas andar siempre los mismos caminos, en medio de ruinas; y sobre el polvo de la ruta del género humano”, pero ese método inductivo era falaz para Froehner.
“No tengo ninguna pretensión arqueológica. Hice una novela, sin prefacio, sin notas y me sorprende que un hombre ilustre por trabajos tan considerables como usted, pierda la compostura”, respondería Flaubert, aunque, admitiría que su búsqueda de Cartago “es en todo caso, una hipótesis verificable” y dejaría en claro el valor literario que ningún método científico podría superar: “Daría la mitad de las notas que escribí luego de cinco meses y los 98 volúmenes que leí, por ser, durante tres segundos solamente, realmente emocionado por la pasión de mis héroes”.
Flaubert no ofrece una mirada objetiva de Cartago, no es su interés. Se basa en la observación del mundo antiguo y ofrece una imagen de ello. Michel Foucault lo describiría así en el Trabajo de Flaubert: “El imaginario no se constituye contra lo real por la negación o la negociación; se esparce por los signos, de libro a libro, en el intersticio de las repeticiones y los comentarios; nace y se forma en medio de los textos”. En 1921 se descubrió Tofet, el santuario de Cartago en el que se hacían los sacrificios en ofrenda a deidades.