El amor como elemento estético en la obra “El amor en los tiempos del cólera”
Un texto que analiza la estética del amor como concepto central de la novela “El amor en los tiempos del cólera”, de Gabriel García Márquez.
Andrés Osorio Guillott
Siempre vuelvo a esa página en la que Gabriel García Márquez escribió en El amor en los tiempos del cólera: “Florentino Ariza, en cambio, no había dejado de pensar en ella un solo instante después de que Fermina Daza lo rechazó sin apelación después de unos amores largos y contrariados, y habían transcurrido desde entonces cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días. No había tenido que llevar la cuenta del olvido haciendo una raya diaria en los muros de un calabozo, porque no había pasado un día sin que ocurriera algo que lo hiciera acordarse de ella”.
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Siempre vuelvo a esa página en la que Gabriel García Márquez escribió en El amor en los tiempos del cólera: “Florentino Ariza, en cambio, no había dejado de pensar en ella un solo instante después de que Fermina Daza lo rechazó sin apelación después de unos amores largos y contrariados, y habían transcurrido desde entonces cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días. No había tenido que llevar la cuenta del olvido haciendo una raya diaria en los muros de un calabozo, porque no había pasado un día sin que ocurriera algo que lo hiciera acordarse de ella”.
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Es ese “olor de las almendras amargas”, el que “le recordaban siempre el destino de los amores contrariados”, el que trae una y otra vez la pregunta por la insatisfacción y el deseo que imprimen los destiempos, los desencuentros amorosos. “La fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados”, decía también García Márquez en Memoria de mis putas tristes. El amor contrariado como la utopía de Fernando Birri, que nos lleva a caminar, a mover nuestras pasiones para alcanzar lo inalcanzable, para someternos al engaño del acercamiento y conformarnos con él, para ver cómo se aleja otra vez y sentir el dolor de cada centímetro de distancia. Hay mucho de belleza en el amor, pero en el amor contrariado parece haberlo más porque este se alimenta de las ilusiones de cada nuevo tiempo.
Decía Soren Kierkegaard en La estética del matrimonio: “La inmediatez del amor romántico se muestra en la necesidad natural sobre la que únicamente reposa. Fúndase en la belleza: por una parte la belleza sensible, por otra la que, pudiendo manifestarse en lo sensible, en y con lo sensible, no se deja examinar, sino que está constantemente a punto de manifestarse, y sólo se muestra por momentos. Aunque fundado esencialmente en lo sensible, este amor tiene su nobleza, porque implica cierta conciencia de la eternidad: porque es su sello de eternidad lo que distingue de la voluptuosidad al amor… el amor romántico tiene una analogía con el orden moral en la presunta eternidad que lo ennoblece, y lo salva de la pura sensualidad. Lo sensual es, en efecto, cosa del momento. Busca una satisfacción instantánea y, cuanto más refinado, más sabe hacer del instante de goce una pequeña eternidad. La eternidad verdadera del amor, que es la verdadera moralidad, tiene por primer efecto, pues, salvarlo de lo sensible”.
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Incluir el orden moral le daría cierto sentido peyorativo al placer, o a la sensibilidad en términos de Kierkegaard. Salvo algunas escuelas filosóficas como el hedonismo, el placer siempre ha estado inclinado a ser satanizado, pero en la condición humana es innegable su influencia en la configuración de las pasiones, e incluso de las convicciones. Sin embargo, en el caso del amor, y como lo señala en determinado punto el pensador danés, la sensibilidad no está destinada únicamente a la fugacidad, sino que esta puede otorgar una primera experiencia de eternidad, y es allí donde lo placentero pierde su carácter efímero y se convierte en el punto de partida de un sentimiento trascendental.
Después de la muerte del doctor Juvenal Urbino, Florentino Ariza se acerca a Fermina Daza y le dice: “-Fermina –le dijo-: he esperado esta ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre”.
“La pasión encuentra su carácter estético en su infinitud, y su carácter inestético en la impotencia de esa infinitud para convertirse en finitud”, señalaba Kierkegaard. De manera implícita se adjudica un elemento negativo a lo finito o fugaz, pues en este caso aquello que no posee una intención de trascender carece de estética. Lo bello es aquello que añoramos como infinito o imperecedero, deseando así que esa pasión o ese amor sea inmune a las transformaciones inherentes al tiempo y a la condición humana.
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Y esa relación de lo infinito y lo bello, así como sus antónimos, la reafirma Kierkegaard con las categorías de amor terrestre y amor espiritual: “Tal es lo que decimos con la expresión: amar a una sola persona y una sola vez. Comienza el amor terrestre por amar a varios, en otras tantas anticipaciones efímeras y termina por amar a uno; el amor espiritual se abre siempre más, abraza a seres cada vez más numerosos, y halla su expresión verdadera en el amor a todos”
Florentino Ariza es la reencarnación del amor terrestre, mientras que Fermina Daza simboliza el amor espiritual. El primero, que tuvo varios amoríos a lo largo de la historia, anhela siempre a Fermina, y su amor nace y muere en ella; por su parte, la protagonista contiene en la trama el amor por el doctor Juvenal Urbino aún después de muerto, pero termina también sintiendo amor por Florentino Ariza. “Sólo entonces se dio cuenta de que había dormido mucho sin morir, sollozando en el sueño, y que mientras dormía sollozando pensaba más en Florentino Ariza que en el esposo muerto”.
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