El día que conocí a Fernando Vallejo
Un día de verano del año 2000 estaba en mi puesto de trabajo como editor de la revista digital bilingüe “elpuentelatino.com” en Nueva York, cuando timbró el teléfono. Al otro lado de la línea escuché una voz amable que se identificó como el escritor Fernando Vallejo.
Eduardo Márceles Daconte
Pensando que se trataba de algún amigo que quería mamar gallo con el nombre de un personaje famoso, contesté que se dejara de bromas y se identificara. A lo que la voz respondió que era en serio, me estaba llamando el célebre autor de La virgen de los sicarios.
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Pensando que se trataba de algún amigo que quería mamar gallo con el nombre de un personaje famoso, contesté que se dejara de bromas y se identificara. A lo que la voz respondió que era en serio, me estaba llamando el célebre autor de La virgen de los sicarios.
Lo saludé emocionado, me dijo que acababa de llegar de Ciudad de México con la misión de investigar sobre la comunidad de inmigrantes colombianos en Nueva York. También me informó que un amigo común le había suministrado mi número telefónico con la recomendación de que hablara conmigo si necesitaba alguna orientación para su proyecto. Después de conversar sobre las incidencias de su viaje, lo invité a cenar en mi apartamento del East Village, en Manhattan, tipo 7 de la noche.
Más tarde, cuando mi esposa, la artista visual Nubia Medina, abrió la puerta me advirtió: “Aquí te está esperando un señor”. Pensando en su fogosa narrativa, imaginaba encontrar a una persona altiva de recia personalidad, pero me encontré con un señor de suaves modales y voz susurrante que de inmediato se ganó mi simpatía. Me dijo que llegaba a Nueva York comisionado por el director de cine Barbet Schroeder (quien adaptó para la pantalla grande su novela La virgen de los sicarios) con el fin de escribir un guion sobre la mafia colombiana en aquella ciudad que atravesaba por una de sus trágicas épocas de narcotráfico con su secuela de sicarios, asesinatos, ajustes de cuentas y un reguero de sangrientas vendettas que llamaban la atención del mundo. Le invitamos a leer: Ramón Illán Bacca o las vicisitudes de un escritor
Durante la cena, le comenté que de hecho estaba escribiendo una novela que tiempo después publicaría en Colombia con el título de El umbral de fuego (Collage Editores, 2015), que si quería le prestaba el manuscrito para que se fuera enterando de algunos episodios de su trama: un jíbaro (vendedor callejero de drogas) de poca monta, cuyo argumento dejaba entrever las entretelas del negocio de las drogas en Miami y Nueva York.
Dos días más tarde, cuando terminó de leer el texto, me llamó para decirme que él tenía una idea diferente y que, además, su trama era demasiado blanda, como quiera que al final el jíbaro de mi historia, ya retirado del negocio, se dedica a reciclar artefactos que encuentra en la basura de la ciudad para sobrevivir. Para concluir me dijo, ¡mátalo, que no quede títere con cabeza! Entonces me invitó a dialogar en el apartamento de Schroeder donde estaba pernoctando, ubicado en el exclusivo sector de Columbus Circle, a escasa distancia del Central Park. Estuvimos toda una tarde conversando sobre el tema de la mafia colombiana en Nueva York. Cuando nos despedimos anotó en un papel su dirección y número telefónico, te espero en México, y quedamos en que seguiríamos conversando sobre el tema.
Pasó el tiempo, de vez en cuando nos comunicábamos por correo electrónico, hasta el día que recibí la llamada de Leyla Ahuile, mi agente literaria, para ofrecerme escribir la biografía de Celia Cruz, una semana después de morir la Reina de la salsa el 16 de julio de 2003. De inmediato acepté el encargo que me obligó, un mes después, a renunciar a mi puesto de editor cultural del diario HOY.
Cuando terminé de escribir el primer borrador con la información que tenía a través de mis entrevistas con la Guarachera de Cuba, así como información biográfica y musical de fuentes primarias y secundarias, sentí la necesidad de recabar más información sobre su vida y sus canciones. Entonces convencí a los ejecutivos de la editorial Reed Press (NY) de sufragar los costos de una gira de investigación a Miami, México, Cuba y Colombia.
Ya instalado en un hotel de Ciudad de México, llamé a Fernando a quien había anticipado mi visita por e-mail, le resumí el motivo de mi viaje y me comunicó que tenía amigos que podían ayudarme en la investigación; cuando nos despedimos me invitó a almorzar al día siguiente. Su apartamento estaba ubicado en la Colonia Hipódromo Condesa, estación del metro Chilpancigo. Nos sentamos a conversar, me ofreció un tequila y, entre otras cosas, me comentó que había desistido de escribir el guion encomendado por Barbet Schroeder, porque no encontró la manera de abordar el tema.
Luego su cocinera nos invitó a degustar una cochinita pibil, delicioso plato típico de la gastronomía mexicana. Después de almorzar salimos a caminar por el vecindario con sus dos hermosos perros. Nos citamos para el día siguiente con el propósito de visitar a su amigo colombiano Iván Restrepo Fernández, quien había sido esposo de la dueña del Teatro Blanquita, donde Celia Cruz y la Sonora Matancera se presentaron en numerosas ocasiones.
El testimonio de Restrepo sobre su vieja amistad con Celia y Pedro Knight fue muy útil, ya que fue testigo del homenaje que, por sus 50 años de trayectoria profesional, los artistas amigos de Celia le tenían preparado el 27 de noviembre de 2002 en el Auditorio Nacional. Según recordaba él, en aquella ocasión, antes de partir para la ceremonia, la pareja sostuvo un dramático altercado en la habitación del hotel que alteró el estado de ánimo de la cantante y sumió a Pedro Knight en una inusual depresión que lo mantuvo perturbado toda la noche. Hacia el final del espectáculo, Celia empezó a perder el control del habla, decía cosas incoherentes y divagaba como sonámbula. Un incidente que fue diagnosticado, de regreso a Nueva York, como cáncer de cerebro, enfermedad que la llevó a la muerte ocho meses más tarde.
Ya de regreso en Colombia, a finales de 2007, me llamó el escritor Heriberto Fiorillo, quien organizaba la segunda edición del Carnaval Internacional de las Artes en Barranquilla, para preguntarme si se me ocurría algún personaje para participar en dicho certamen. No dudé en sugerir el nombre de Fernando Vallejo, y Fiorillo estuvo de acuerdo. Esa noche lo llamé a su casa en Ciudad de México (ciudad donde vivió entre 1971 y 2018) y después de las explicaciones del caso, aceptó venir a la cálida Barranquilla, del 16 al 20 de enero, 2008. También propuse que me acompañara en el Teatro Amira de la Rosa la periodista María Jimena Duzán, de quien había leído por esos días una entrevista con el autor de La puta de Babilonia. Fue una noche apoteósica, la sala estaba repleta, y más de 200 personas se quedaron sin poder ingresar, boleto en mano, porque la mayoría de los asistentes al programa anterior rehusaron salir del teatro.
Para comenzar, estando en el escenario, pedimos la botella de whisky que habíamos empezado a consumir en el camerino. Lo primero que dijo Vallejo para estimular al público fue “entonces voy a contar todo, esta va a ser una charla pornográfica”. Tiene fama de ser un escritor polémico, autor de incendiarias obras narrativas con voz altanera y mordaz, proclive a la procacidad, pero en nuestro caso estuvo realmente atento a responder nuestras preguntas con chispeante y cáustico humor. A través de las dos horas que duró la charla enfocamos su prolífica producción literaria, entre ellas las biografías de los poetas Porfirio Barba Jacob y José Asunción Silva.
Vallejo es un personaje polifacético que nunca se conformó con tener una sola vocación, sino que investigó diferentes disciplinas ligadas a las artes y las ciencias. Se puede argumentar que es un científico renegado, refuta la teoría darwinista de la selección y adaptación de las especies, pianista clandestino, anticlerical, crítico de la Iglesia católica, “acabemos con la Iglesia para ajustarle cuentas a una institución criminal”, y defensor a ultranza de los animales.
De hecho, en 2003 cuando ganó el premio de novela Rómulo Gallegos en Venezuela, por su novela El desbarrancadero, donó allí los US$100 mil a la Sociedad Protectora de Animales. La novela es considerada una alegoría del estado de postración de nuestra sociedad contemporánea, donde su argumento se centra en la enfermedad y agonía de un hermano que lucha contra el flagelo del sida, pero alude en realidad a la destrucción de una casa en un país que, como Colombia, está siempre a punto de derrumbarse.
Es un beligerante promotor de la dieta vegana y crítico acérrimo del sacrificio de animales para alimentar humanos. No olvidemos tampoco que en su juventud quiso ser director de cine, estudió cinematografía en Italia, y como tal realizó dos películas en México: Crónica roja (1977) y En la tormenta (1980). Antes de iniciar la sesión, había acordado con el poeta Miguel Iriarte, maestro de ceremonia, hacerle una emboscada para que tocara el piano. Ya hacia el final del conversatorio, en un momento dado, le pregunté:
–Fernando, ¿si tuviéramos un piano aquí tú te atreverías a tocarlo?
–Sí, pero si no me hubieran dado whisky.
En ese momento se descorrió un telón que dejó ver un piano.
–Ustedes me emborracharon, comentó, vencido por nuestra travesura, y no tuvo más alternativa que tocar una sonata clásica para beneficio de un público que había disfrutado de sus corrosivas opiniones y se cerró el conversatorio con una prolongada ovación, porque todos sabíamos que nuestro invitado seguiría gritando contra la tramposa democracia y sus falsos profetas, convencidos de que es imposible aumentar más sufrimiento a la desesperación que se vive en estos tiempos de represión y soberbia, derivadas de la inepta y corrupta casta política del país.
Escombros, su novela más reciente (Alfaguara, 2021), es una metáfora que remite al ocaso de una vida, o lo que queda de ella, en medio de la desolación de una realidad que describe a través de un testimonio autobiográfico escueto, sin artilugios ni perendengues.
Es una reflexión sobre la vejez con su secuela de decadencia física y mental que reconoce nuestra fragilidad humana en medio de un terremoto como aquel que sacudió la ciudad de México en septiembre de 2017 y cuya fuerza destructora contribuyó también a su zozobra emocional por la enfermedad de David Anton, su compañero de vida, que enfermó tras el terremoto para morir dos meses más tarde.
Recorre también sus pasos por México, y ahora por Medellín, en compañía de su amada perra Brusca, sin olvidar la miseria y la desolación de la ciudad y el país. La novela termina como tenía que concluir: que la vida es dolor y muerte en la soledad de los quebrantos. “La felicidad llega sin saludar y se va sin decir agua va, y entonces uno descubre que sí existía. O sea, cuando ya no existe más… Todo llega, todo pasa, todo se va”.