El día que conocí al “Inquieto anacobero”: Daniel Santos
Si bien asociamos siempre su vida con Puerto Rico, me dice en tono confidencial que él creció en Brooklyn desde los ocho años de edad, pero había nacido en Santurce (Puerto Rico) de una pareja de humildes trabajadores el 5 de febrero de 1916.
Eduardo Márceles Daconte
Una noche de marzo de un año que ya olvidé, caminaba con un amigo por una calle del barrio Recreo de Barranquilla, cuando en la penumbra de una tienda esquinera vimos una figura que nos pareció familiar tomando ron en compañía de una atractiva mujer. No lo podíamos creer, allí estaba el icónico cantante Daniel Santos a la vista de todos, el rey de la rocola, el más popular de los intérpretes caribeños en aquella época cuyas canciones se escuchaban en todos las cantinas y burdeles, así como en las emisoras de música popular de la ciudad.
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Una noche de marzo de un año que ya olvidé, caminaba con un amigo por una calle del barrio Recreo de Barranquilla, cuando en la penumbra de una tienda esquinera vimos una figura que nos pareció familiar tomando ron en compañía de una atractiva mujer. No lo podíamos creer, allí estaba el icónico cantante Daniel Santos a la vista de todos, el rey de la rocola, el más popular de los intérpretes caribeños en aquella época cuyas canciones se escuchaban en todos las cantinas y burdeles, así como en las emisoras de música popular de la ciudad.
Por ser un personaje público, nos atrevimos a saludarlo, ¡Hola Daniel!, dijimos al unísono con emoción contenida, él, muy amable, respondió a nuestro saludo igual que la dama. Le dijimos cuánto admirábamos sus canciones y él, acostumbrado a ser reconocido por sus fanáticos, solo sonreía; me pareció un personaje sencillo, sin pretensiones de estrella deslumbrante. Le había oído cantar por primera vez cuando mis abuelos, un par de años atrás, me llevaron a escuchar sus canciones en el Cine Bolivia de Barranquilla. Nos preguntó qué hacíamos, “somos estudiantes”, contestamos. Entonces nos informó que se iba a presentar en un teatro local por esos días, “vengan, les va a gustar”, le prometimos que allá estaríamos, y así sucedió. Pero fue imposible saludarlo en persona, ya que la seguridad nos impidió acercarnos a su camerino.
Pasó el tiempo, me fui a estudiar a Nueva York, y de vez en cuando asistía a alguna de sus presentaciones en teatros y clubes de East Harlem o el Bronx, pero solo lo volví a encontrar en persona el 1º de junio de 1989 durante el homenaje que le rendía la animadora radial Gilda Mirós a la Sonora Matancera, para celebrar el 65° aniversario del inigualable conjunto cubano, en cuya compañía conocieron la fama los cantantes que muchos recordamos como clásicos de la música popular.
Dos gardenias para ti, con ellas quiero decir te quiero, te adoro..., cuando Daniel Santos empezó a cantar esta canción en el Carnegie Hall de Nueva York, el público asistente se unió a un coro delirante de nostalgia y alegría. En un intermedio de las presentaciones pude pasar a la trasescena de la inmensa sala de conciertos con mi credencial de periodista y el argumento de que tenía una cita con Daniel Santos. Cuando nos saludamos, le recordé el encuentro en Barranquilla, por supuesto, no tenía el menor recuerdo de aquel remoto episodio. Sin embargo, tuve la oportunidad de dialogar con el famoso intérprete de románticos boleros y festivas guarachas, en quien reconocí un carismático sentido del humor, una personalidad amable y generosa, abierta a todos los interrogantes que siempre me había planteado sobre su vida y sus canciones.
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El día siguiente la orquesta se presentaba en un teatro de New Jersey, así que concertamos una cita para una entrevista en el hotel donde se alojaba, en Manhattan. Cuando todos los integrantes del conjunto y sus cantantes estuvieron reunidos en el lobby, nos invitaron a abordar el autobús que nos trasladaría a su próximo concierto. Nos sentamos en sillas adyacentes y fue allí, durante el viaje, que conversamos de manera descomplicada sobre su vida y milagros.
En la conversación me enteré de viva voz que su encuentro con la Sonora Matancera sucedió en La Habana en 1948: Yo estaba a la deriva, sin un conjunto que me acompañara y alguien me comentó sobre esta orquesta, que era la más popular en aquel entonces, comenta mientras atusaba su bigote cano. Por desgracia no había escuchado muy bien a la Sonora. Fui al salón donde tocaban y conocí uno por uno a los músicos, incluyendo a su director de antes, que se llamaba Valentín Cané. Después de una conversación de muchos años, que se redujo a pocos minutos, acordamos trabajar juntos para los programas de Radio Progreso, el Teatro Martí en La Habana y en contratos para fiestas en clubes privados, y así fue creciendo una amistad indestructible entre la Sonora y Daniel Santos, comenta con un dejo de nostalgia en su voz grave y melodiosa.
Sin embargo, su fama en América Latina solo empezó cuando vino la conversión de Radio Progreso a 50.000 vatios de potencia. Entonces sus programas se escuchaban a través de todo el continente americano. Tiempo más tarde trabajaron en la emisora cubana CMQ. Ahí fue cuando se comenzó a hacer famosa la combinación de Daniel Santos y la Sonora Matancera, relación que duró siete años hasta 1955. En ese año dejé la orquesta que entonces ya trabajaba con Celia Cruz, Nelson Pinedo, Alberto Beltrán y los cantantes que conocemos. Volví a Puerto Rico a inventar aventuras. Mi primer proyecto en San Juan fue en La Sonora Boricua con la cual grabé algunas canciones, y más tarde canté con otros conjuntos que casi siempre se llamaban “sonora” algo.
Pero Daniel Santos tenía ya una trayectoria musical de diez años, incluso había visitado Cuba en 1946 sin mucho éxito. Mi carrera de cantante se inició en Nueva York desde 1938 hasta 1942, cuando me reclutó el ejército americano. Era la época de la II Guerra Mundial, pero en ningún momento como combatiente, ¡yo no puedo matar ni una gallina para el sancocho de mi casa, chico!, comenta con una risotada. Pasé todo el tiempo aquí mismo, en territorio estadounidense, en misión de logística, hasta 1946 cuando regresé a Puerto Rico y entonces me invitaron a Santo Domingo y Cuba, más tarde a todos los países de América Latina. En aquel tiempo la canción favorita era Despedida, baja la voz y entona: Vengo a decirles adiós a los muchachos/ porque pronto me voy para la guerra… es de don Pedro Flores, quien la escribió en 1941 como un homenaje a mi mamá.
Si bien asociamos siempre su vida con Puerto Rico, me dice en tono confidencial que él creció en Brooklyn desde los ocho años, pero había nacido en Santurce (Puerto Rico), de una pareja de humildes trabajadores el 5 de febrero de 1916. En Nueva York conoció a Pedro Flores, su compositor favorito, a quien estuvo ligado por estrechos lazos profesionales y de amistad durante 40 años. Don Pedro me enseñó muchas cosas, con él aprendí a grabar las canciones, y si bien nunca he ido a Europa, he recorrido América Latina con las canciones de don Pedro.
A propósito de canciones, me explica que la primera que grabó con la Sonora Matancera fue Dos gardenias, y siguieron Vive como yo y En el tíbiri tábara, pero son tantas que no recuerda con exactitud. Recuerda que la canción Bigote gato evoca a un personaje popular que tenía un carrito con el que hacía publicidad por las calles de La Habana. Los compositores de entonces en Cuba, recuerda él, eran Pablo Cairo, Isolina Carrillo (Dos gardenias) y en especial el arreglista Severino Ramos Betancur, conocido como Refresquito, quien le imprimió el sello musical que caracteriza a la Sonora.
Daniel Santos, el famoso Inquieto anacobero, siempre fue de un espíritu independiente y aventurero. Lo bautizó así un locutor de programas musicales en Cuba por su naturaleza bohemia, en tanto que anacobero en lengua ñáñiga, de origen africano, significa diablillo; también fue conocido en el argot popular como El Jefe. No solo cantó y grabó con la Sonora Matancera y Los Jóvenes del Cayo, sino con muchas orquestas de México y Colombia, y en Venezuela con Coco y sus Matanceros. Pero he permanecido fiel a la Sonora, así que me contratan cuando van de gira.
Para él, la verdadera contribución de la Sonora a la música caribeña ha sido el “sabor”. Mira, dice con certeza, el sabor de este conjunto es tan original, que su influjo se hizo sentir en todas las orquestas de América Latina. Cada país tiene su propio ritmo, es cierto, pero cuando la Sonora irrumpe en el escenario musical su sabor gusta tanto, que influye de manera decisiva en todas las orquestas del continente. Ya murieron todos los músicos e intérpretes más reconocidos de la Sonora, incluyendo a Daniel Santos, quien murió de 76 años en su apacible retiro de Ocala (Florida), el 27 de noviembre de 1992.
Ya el autobús iba cruzando el puente George Washington en dirección a New Jersey, pero nosotros seguíamos conversando sobre estos, para mí, fascinantes temas musicales. En algún momento empezamos a hablar sobre literatura y el boom de los escritores latinoamericanos en el siglo XX. Leí cuando joven muchas novelas de José María Vargas Vila, me encantaban, e incluso escribí una canción dedicada a ese singular escritor colombiano. Tengo más de 600 canciones en mi repertorio, por eso no recuerdo de manera exacta la letra de esa composición. Mis canciones son en su mayoría autobiográficas. Escribí o canté una canción por cada amor que tuve en mi vida, entre ellas recuerdo con cariño aquella dedicada a Linda, una mujer a quien quise mucho. A mí me gusta que mis canciones reflejen la realidad, no me interesan los pajaritos en el aire. Además de Vargas Vila, gozaba con la literatura de García Márquez. De hecho, recuerda que una vez grabó un vallenato que le ofreció un compositor colombiano y que bautizó como Homenaje a Gabo cuando recibió el Premio Nobel en 1982, desde entonces mantuvo una estrecha amistad con el escritor de Aracataca.
A una pregunta indiscreta me respondió que no recuerda cuántas veces se había casado, pero un inquisitivo periodista descubrió que en el transcurso de su vida, como cualquier profeta bíblico, tuvo 12 esposas y 14 hijos, entre ellos los dos que tuvo con la caleña Luz Dary Padredín, a quienes bautizaron David y Danilú. A propósito, cuando menciona a Colombia se entristece de nostalgia. Quiero mucho a Colombia adonde estoy yendo desde 1952. Recuerdo que entré por Barranquilla y de allí pasé a Cali y Medellín. En ese entonces en Bogotá no se conocía la música tropical. Sin embargo, a raíz de nuestras visitas, ¡vaya usted ahora a Bogotá y verá cómo se escucha la salsa! Cuando menciona la salsa se le ilumina el rostro para comentar: la salsa de hoy no es otra cosa que la música cubana: el son, el guaguancó, la guaracha, una combinación de condimentos antillanos con un arreglo moderno, de ahí su nombre mismo.
Reconoce, no obstante, que la salsa nació con músicos puertorriqueños y cubanos en los populosos barrios latinos de Nueva York. Cuando llegamos al teatro en Union City, ya los ansiosos espectadores esperaban aglomerados en la puerta con banderas de diversas nacionalidades, gritando consignas de júbilo y saludando a los integrantes de aquella embajada de música tropical que tanto habían escuchado a través de su vida de expatriados, lejos del terruño familiar. Fue una noche de apoteósicas celebraciones, ninguno se cansó de aplaudir, hasta que por fin el auditorio se silenció y pudimos despedirnos. Nos vemos en una próxima oportunidad, alcancé a decirle mientras estrechaba su mano, ocasión que, por supuesto, nunca se presentó, pero el recuerdo perdura hasta la fecha.