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Uno de los tantos problemas del éxito es que les hace creer a los seres humanos que hay una fórmula a seguir para que este se replique y este no pase a ser de quien lo obtuvo, sino también de quienes lo preceden.
Hablemos del Nobel de Gabriel García Márquez como sinónimo del éxito. Ya su obra era reconocida y admirada antes de 1982, pero haber obtenido dicha distinción provocó un efecto de euforia y esperanza para la literatura colombiana, que, si bien ya contaba con grandes escritores, no había alcanzado —o por lo menos así se percibe— ese carácter universal.
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Incluso, en 1981 García Márquez dijo: “En Colombia la literatura no avanza por evolución sino por demolición y suplantación. María y La vorágine eran dos obras auténticas y legítimas, no se trataba de suplantarlas sino de escribir una literatura que además de local fuera universal”.
También lo dijo Eduardo García Aguilar en el artículo “Reina el vacío literario en América Latina”, publicado en mayo de 1987 en el Magazín Dominical de El Espectador: “En mayo de 1967 apareció en Buenos Aires la novela más importante del ámbito hispánico en los últimos tiempos. Veinte años después del suceso, la obra continúa editándose y distribuyéndose en todos los países sin que decrezcan sus ventas ni su éxito entre el público. Por lo menos dos generaciones posteriores de novelistas han crecido bajo su égida o dominio: autores que frisaban los treinta cuando apareció Cien años de soledad o eran solo adolescentes que soñaban apenas con ser escritores (...) Dos fenómenos parecen confluir para la explosión de ese conjunto de obras, lideradas por Cien años de soledad: la necesidad latinoamericana de expresarse en el ámbito mundial y la nueva sed de exotismo europeo, cuya literatura estaba en el callejón sin salida de la nueva novela”.
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No deja de ser un dilema interesante el preguntarse si es preciso escribir bajo la influencia de un autor como García Márquez para alcanzar también ese gran rótulo de lo “universal” o distanciarse hasta encontrar un sello que termine siendo también determinante para otros. Más allá de los géneros y las historias que venían después, vale la pena recordar lo que dijo Juan Gabriel Vásquez en un homenaje a Gabo en junio de 2014: “En el fondo, se trata de un gran malentendido: la idea de que la influencia literaria es territorial. Es decir: si yo soy colombiano y novelista, la influencia del gran novelista colombiano me resultará inevitablemente contagiosa. Más que hablar de influencias, como he dicho en otra parte, parece que habláramos de influenza. La mejor prueba en contra de esta idea recibida (la mejor vacuna, si me permiten ustedes la expresión) es la obra misma de García Márquez, cuyo desarrollo está lleno de pequeñas pero invaluables epifanías sobre ese proceso aterrorizador que es la búsqueda de la identidad literaria. Pues lo interesante y lo iluminador, en el caso de García Márquez, es que ese proceso se basó, por completo o casi por completo, en tradiciones que no eran las de su país, ni siquiera las de su lengua”.
El realismo mágico, ese que todos nombran para hablar al tiempo de García Márquez, no nació con Cien años de soledad. Vásquez señala ese interesante camino del lector y del escritor, que debe basarse más en todo lo que ha leído, para nutrir su estilo y su mirada del mundo. De manera que si hablamos de una gran influencia garciamarquiana, hablamos de las voces —quizá más tenues por el tono que después le daría Gabo— de autores como Franz Kafka, William Faulkner, Ernest Hemingway y Juan Rulfo, entre otros.
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Dejando de lado el concepto de la influencia, podemos volver a preguntarnos por lo que pasó en la literatura nacional después del boom de García Márquez. Por ejemplo, en el ensayo “Tres espacios narrativos más allá de Macondo”, Cristo Rafael Figueroa señala tres casos en los que se pueden “establecer posibles genealogías de la novelística colombiana” en las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI. El primero es el de Albalucía Ángel con su libro Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Sobre esta obra, el autor dice que Ángel “se vale de una deliberada heterodoxia expresiva proveniente de distintas voces y discursos superpuestos, para evidenciar los efectos de largo alcance de la Violencia colombiana en la infancia y los roles de la mujer dentro de las derivaciones de la misma”; el segundo caso es el de Luis Fayad, con Los parientes de Ester, pues señala que Fayad, “inspirado en los principios de una estética neorrealista, focaliza los complejos procesos de consecuencias de la modernización de Bogotá; el tercer y último es sobre el libro La tejedora de coronas, de Germán Espinosa, quien, “armado de una escritura neobarroca, relativiza y cuestiona concepciones histórico-hegemónicas sobre la Colonia”.
Si hablamos del periodismo como un género que cabe dentro de la literatura, la crónica sobre el conflicto armado prevaleció en las últimas décadas. El caso de Alfredo Molano es quizás uno de los más representativos. En la novela se podrían señalar los ejemplos de Daniel Ferreira, Juan Álvarez o incluso Miguel Torres, quien se encargó de contar la historia de Bogotá desde lo sucedido el 9 de abril de 1948. Pero no solo se ha hablado de la violencia de la guerra, sino también de la que se vive en los hogares y ciudades. Laura Restrepo, Santiago Gamboa, Jorge Franco, Efraím Medina Reyes, Andrés Caicedo, Mario Mendoza y Fernando Vallejo, entre otros, se destacan en un auge de la novela urbana, de la marginalidad y los problemas que se acrecentaron en las ciudades. Incluso, Héctor Abad Faciolince señaló parte de esta tendencia como un nuevo género narrativo que llamó la “sicaresca”.
Por su parte, Piedad Bonnett, Pilar Quintana y Juan Gabriel Vásquez, entre otros, han escrito novelas que cuentan la forma en que la violencia, la cultura y la política afectan las vidas privadas. Historias de familias, de hogares y personas que viven su viacrucis en los espacios más íntimos de su existencia también marcan una tendencia de los últimos años por hacer de la literatura una reflexión de la sociedad desde aspectos individuales.
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