El extravío del agnosticismo (Cuentos de sábado en la tarde)
Algunos son ateos de tierra que se atreven a negar rotundamente la existencia del todopoderoso con los dos pies, sanamente, en el suelo, pero con la primera turbulencia a diez mil pies de altura, el inequívoco e inexplicable «dios mío» aparece de repente como un grito reprimido por los siglos de los siglos en búsqueda de la salvación divina. Otros se enorgullecen del agnosticismo como triunfo certero de la razón, de la coherencia.
Catalina Vargas-Acevedo
Ante historias de fantasmas argumentan la capacidad psicótica y alucinatoria de la mente humana y para las curas milagrosas, los sesgos y eventos no medidos, que seguro darán una explicación racional de fondo. Pero hasta para estos agnósticos con credo y mano en alto, llega un momento en el que bien quisieran poder entregarse a un poder supremo para quitarse, al menos por un tiempo, esa responsabilidad de caminar solos.
Le recomendamos: El lujo efímero de Jay Gatsby
Para mí, esa reflexión pasiva y existencialista se desató una mañana de domingo, camino a un turno de enero en la unidad de cuidado intensivo. Ese día los minutos parecían estar controlados por algo externo: el despertador no sonó como lo había planeado; luego, muy a las cinco de la mañana con el frío de la sabana de Bogotá, no sirvió el calentador y ese duchazo de agua helada parecía un castigo divino o más bien una señal para retroceder algunos pasos de vuelta a la cama. Luego de avanzar en contra de lo sucedido, y prepararme una taza de café y una arepa de queso para el camino, decidí dejarlo unos segundos en la mesa de la sala mientras me ponía los zapatos, lugar perfecto, por supuesto, para los dos perros que se levantaban con mis pasos.
Finalmente, e ignorando las señales, me monté en mi carro y emprendí camino a través de la montaña para llegar a mi turno. No fue sino hasta llegar al peaje que me percaté de la ausencia, delicada pero tenaz, de mi billetera. Acto seguido, empecé a contar las monedas que se van acumulando en el tarrito del carro, pero para mi desgracia no alcanzaba a pagar ni una tercera parte de la tarifa.
Todavía terca y sorda a que ese alguien, o algo, me decía a gritos que no debía ir a trabajar, me dispuse a devolverme a buscar la billetera. En medio, todavía, de una suerte desdichada, no tardé mucho en darme cuenta de que había pasado ya un peaje en el sentido no cobro, pero para devolverme debía pagar una tarifa que ya bien sabía no podría saldar. Para mi suerte, si es que para ese punto se puede hablar de suerte, recordé un camino entre la montaña, para saltar el peaje y llegué de vuelta a la casa con un afán tan obstinado que desperté a mi marido.
Exaltado se dispuso a ayudarme a buscar la billetera, pero después de minutos de gritar y maldecir, la billetera no apareció. Ya algo exasperado, me prestó algunos pesos para sobrevivir ese día, y me dispuse, sin billetera, a emprender, de nuevo y por supuesto tarde, el camino a mi esperado turno.
Le puede interesar: Hedor (Cuentos de sábado en la tarde)
Este día, escrito solamente para comedias de Chaplin, parecía una broma que, con poco sentido del humor, lo percibía más bien como un castigo. Pero ante mi terco agnosticismo, a nada, ni a nadie, más que a mí, podía culpar de mis desdichas. Fue entonces donde apareció en mi mente la palabra universo: «El universo no me quería dejar llegar al turno» dije intentando rescatar algo de humor en todo lo sucedido. Y fue entonces donde me di cuenta de que en ese concepto abstracto, absurdo, y con más valor literario que literal, podía, por fin, encontrar al culpable de la mañana vivida. Pero más aún, podía dejarle, también, toda la responsabilidad de encontrar mi extraviada billetera.
Mientras intubaba a un paciente y formulaba al siguiente, quedaba poco espacio en mi mente ocupada para pensar en mi billetera y en los interminables trámites, legales, bancarios y burocráticos, que implicaría perderla para siempre. Pero al otorgarle todas esas preocupaciones y tramitología abstracta al universo, lograba encontrar una calma que no había conocido antes mi mente ansiosa y controladora.
Le sugerimos: Arte y memoria desde la perspectiva femenina
Pues bien, en un hecho banal e irrelevante como la historia de mi billetera, encontré quizás el comienzo del extravío de mi propio agnosticismo. Encontré, también, la decisión en la narrativa de esta historia y de todas las demás. Encontré la facilidad al creer en lo que sea que queramos creer, y el alivio de quitarse la responsabilidad de la razón, de la certeza y del control, sobre cada uno de mis pasos.
Quizás es cierto que lo hago con alivio, o con algo de malicia, y que poco envidio al universo al recibir todas mis plegarias y obligaciones, pero, así como Macondo se viste mejor de amarillo, mi mente descansa al saberse respaldada por una fuerza, tan real como la mortaja de Amaranta, pero que resuelve, por fin y para siempre, el peso de la humanidad en mis hombros.
Ante historias de fantasmas argumentan la capacidad psicótica y alucinatoria de la mente humana y para las curas milagrosas, los sesgos y eventos no medidos, que seguro darán una explicación racional de fondo. Pero hasta para estos agnósticos con credo y mano en alto, llega un momento en el que bien quisieran poder entregarse a un poder supremo para quitarse, al menos por un tiempo, esa responsabilidad de caminar solos.
Le recomendamos: El lujo efímero de Jay Gatsby
Para mí, esa reflexión pasiva y existencialista se desató una mañana de domingo, camino a un turno de enero en la unidad de cuidado intensivo. Ese día los minutos parecían estar controlados por algo externo: el despertador no sonó como lo había planeado; luego, muy a las cinco de la mañana con el frío de la sabana de Bogotá, no sirvió el calentador y ese duchazo de agua helada parecía un castigo divino o más bien una señal para retroceder algunos pasos de vuelta a la cama. Luego de avanzar en contra de lo sucedido, y prepararme una taza de café y una arepa de queso para el camino, decidí dejarlo unos segundos en la mesa de la sala mientras me ponía los zapatos, lugar perfecto, por supuesto, para los dos perros que se levantaban con mis pasos.
Finalmente, e ignorando las señales, me monté en mi carro y emprendí camino a través de la montaña para llegar a mi turno. No fue sino hasta llegar al peaje que me percaté de la ausencia, delicada pero tenaz, de mi billetera. Acto seguido, empecé a contar las monedas que se van acumulando en el tarrito del carro, pero para mi desgracia no alcanzaba a pagar ni una tercera parte de la tarifa.
Todavía terca y sorda a que ese alguien, o algo, me decía a gritos que no debía ir a trabajar, me dispuse a devolverme a buscar la billetera. En medio, todavía, de una suerte desdichada, no tardé mucho en darme cuenta de que había pasado ya un peaje en el sentido no cobro, pero para devolverme debía pagar una tarifa que ya bien sabía no podría saldar. Para mi suerte, si es que para ese punto se puede hablar de suerte, recordé un camino entre la montaña, para saltar el peaje y llegué de vuelta a la casa con un afán tan obstinado que desperté a mi marido.
Exaltado se dispuso a ayudarme a buscar la billetera, pero después de minutos de gritar y maldecir, la billetera no apareció. Ya algo exasperado, me prestó algunos pesos para sobrevivir ese día, y me dispuse, sin billetera, a emprender, de nuevo y por supuesto tarde, el camino a mi esperado turno.
Le puede interesar: Hedor (Cuentos de sábado en la tarde)
Este día, escrito solamente para comedias de Chaplin, parecía una broma que, con poco sentido del humor, lo percibía más bien como un castigo. Pero ante mi terco agnosticismo, a nada, ni a nadie, más que a mí, podía culpar de mis desdichas. Fue entonces donde apareció en mi mente la palabra universo: «El universo no me quería dejar llegar al turno» dije intentando rescatar algo de humor en todo lo sucedido. Y fue entonces donde me di cuenta de que en ese concepto abstracto, absurdo, y con más valor literario que literal, podía, por fin, encontrar al culpable de la mañana vivida. Pero más aún, podía dejarle, también, toda la responsabilidad de encontrar mi extraviada billetera.
Mientras intubaba a un paciente y formulaba al siguiente, quedaba poco espacio en mi mente ocupada para pensar en mi billetera y en los interminables trámites, legales, bancarios y burocráticos, que implicaría perderla para siempre. Pero al otorgarle todas esas preocupaciones y tramitología abstracta al universo, lograba encontrar una calma que no había conocido antes mi mente ansiosa y controladora.
Le sugerimos: Arte y memoria desde la perspectiva femenina
Pues bien, en un hecho banal e irrelevante como la historia de mi billetera, encontré quizás el comienzo del extravío de mi propio agnosticismo. Encontré, también, la decisión en la narrativa de esta historia y de todas las demás. Encontré la facilidad al creer en lo que sea que queramos creer, y el alivio de quitarse la responsabilidad de la razón, de la certeza y del control, sobre cada uno de mis pasos.
Quizás es cierto que lo hago con alivio, o con algo de malicia, y que poco envidio al universo al recibir todas mis plegarias y obligaciones, pero, así como Macondo se viste mejor de amarillo, mi mente descansa al saberse respaldada por una fuerza, tan real como la mortaja de Amaranta, pero que resuelve, por fin y para siempre, el peso de la humanidad en mis hombros.