Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La alegría de tener una librera como Cecilia Picún es rara. No voy a decir aquí las razones por las que discutimos a cada rato. Tampoco voy a decir por qué no he cumplido –todavía– mis amenazas de soltarla en banda. Podría ampararme en el adagio popular que dice que los amores reñidos son los más queridos, pero no estoy segura de eso. O quizá es que no quiero admitirlo. Diré que en la ciudad no abundan los establecimientos como Librerío de la Plata, que propicien encuentros duraderos y la posibilidad de cultivar el arte de la conversación. Cuando llego a su librería, después de saludarla a la europea, con dos besos, me paseo por las estanterías mientras charlamos. Hoy no tengo que inventar un motivo para molestarla. En el mostrador veo un jarrón con una rosa de suave color asalmonado. Es una rosa grande, muy hermosa. De su tallo cuelga una nota que dice: “Para mi librera favorita. Te quiero Cecilia”. Preparo mi primer dardo con un poquito de veneno: “¿Qué estás leyendo estos días, Cecilia? ¿El método avanzado para encandilar lectores?”.
Le sugerimos: Frente a la soledad y a la desconexión del ser humano, la literatura
Esta vez me sorprende fuera de base. Me dice que está leyendo a Marosa di Giorgio. ¿Marosa? No tengo la menor idea de quién es. Ella la conoció en su Uruguay natal, en un popular café de Montevideo: el Sorocabana.
—El Sorocabana estaba en la avenida 18 de Julio. Sus ventanales daban a la Plaza Cagancha, que es el kilómetro cero del Uruguay. Los jueves era el único día que bajaba la concurrencia, porque en la época de la dictadura era el día que salían los camiones a detener gente. Era un lugar antiguo. Tenía unos suelos de baldosas hidráulicas y mostradores de madera y mármol. El café que servían era horroroso: fuerte y espeso, como si fuera tinta; pero su sabor era lo de menos. Los jóvenes íbamos allí porque era donde estaban “los monstruos”.
—¿Como el Café Gijón de Madrid?
—¡Ahí está!
—Tú llegabas y te sentabas en una mesa y, ellos, “los monstruos” (Mena Segarra, Gley Eyherabide, Iván Kmaid) se sentaban en Las mesas. Marosa di Giorgio iba sola. Tenía el pelo rojo y unas gafas con forma de mariposa. Muchas veces se sentaba sola, pero creo recordar que algunos días se sumaba a la tertulia.
Cuando estás cerca de una persona que expresa verdadero entusiasmo por lo que hace, es muy posible que se te pegue algo. Cecilia ha vuelto a reencontrarse con Marosa di Giorgio por Misa de amor, los relatos eróticos que la editorial Wunderkammer publicó en España. “Ese libro es una maravilla, una maravilla”. La maravilla tiene un sugerente color pantera rosa y 361 páginas. Empiezo a leer en la 50.
Hay dos criaturas de naturaleza imprecisa que retozan entre fragantes y gigantescas hortensias. “Hoy tendrá su minuto de gloria y de final”, le advierte el novio a la señora Dinoráh, que tímida, acaso asustada, se oculta entre las flores y lo hace esperar toda una hora. Un beso que va, un beso que viene... Perfumados de clavelinas, los cuerpos de las dos criaturas ruedan sobre la hierba amarrados en un abrazo juguetón. Se escucha el suspiro que anuncia el gemido de la pequeña muerte. Hay más criaturas. Una sale disparada de un durazno. Está desnuda. Camina en medio de la noche excitando a los lirios y atrayendo mariposas que se prenden de las partes más fascinantes de su cuerpo. Hay soles como caquis, dulces como dátiles y naranjas. Las imágenes tienen aroma, consistencia, movimiento. Son perlas de cítricos que te estallan en la lengua. Los sonidos llegan en oleadas oceánicas. Gritos de terror. Bramidos de placer. Humedad. Hay mucha humedad.
Si me mirara ahora en un espejo, me vería a mí misma con el pelo revuelto y salpicado de vilanos, con cara de desorientada y la ropa sucia de tierra. Como si hubiera salido de un túnel que conecta con otro mundo.
Le puede interesar: Lo que hasta hoy han sido estadísticas, la literatura lo transforma en historias
Más tarde, cuando regresé a mi casa con el libro de relatos bajo el brazo, me senté delante de mi mesa y encendí el computador. Quería ponerle cara a Marosa di Giorgio. La encontré en un video del Festival Internacional de Poesía de Medellín, donde aparece leyendo un fragmento de Hortensias en la misa, el primer relato —elegido al azar— que yo había leído en la página 50 de Misa de amor. La vi con un vestido azul, la voz ondulante, con un leve vibrato, el pelo rojo como una mantilla de candela, un reloj en una muñeca y un juego de pulseras doradas en la otra. Cuando concluye su lectura: “Adiós, señora, adiós y adiós”, el público de Medellín responde con un aplauso y ella abandona el escenario dando pasitos cortos que parecen de gorrión.
“Vine a la luz en este florido y espejeante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer mismo, o mismo ahora, porque a cada instante estoy naciendo. Era por junio y por domingo y a mitad del día”. Con la misma gracia que hablaba de su nacimiento en Los papeles salvajes (Adriana Hidalgo editora, 2008), Marosa di Giorgio contaba cómo se había entregado a su destino. Decía que, cuando era niña, Dios la visitaba disfrazado: “Hasta se disfrazaba de amapola. Se ponía una bonita máscara rosada, o de venado y usaba dominó velludo y color oro. Por entonces él me dijo que mi único destino era escribir poemas. Y yo le escuché sencillamente, sintiendo que iba a obedecerle”. Si bien aceptó el mandato, no solo escribió poesía; también escribió relatos, teatro y una novela.
Y, entre verso y verso, las tardes en el Sorocabana, donde una joven amante de los libros la miraba con la fascinación que provoca en los letraheridos la presencia de “los monstruos”. La poeta uruguaya decía que en el café de Montevideo podía elegir entre sentirse sola o acompañada, interviniendo en las tertulias o quedándose enfrascada en sus pensamientos. Era una cuestión vital: “No puedo dar un paso en la calle, salir para la más mínima diligencia sin acudir a tomar un café al Sorocabana. No puedo vivir si no voy un rato —largo— a ese sitio donde vive algo inexplicable”.
Mientras leo a Marosa di Giorgio, el cerebro, fiel a su costumbre de asociar ideas, me dispara imágenes de El Bosco, o de Lewis Carroll —a quien dicen que Marosa leía con devoción—, pero este mundo, que se me insinúa extraño y perfumado, luminoso y oscuro, furioso y sensual, no cabe en una cajita de la que pueda colgar una etiqueta con una única palabra. Marosa di Giorgio decía que le debía la exuberancia y la singularidad de su escritura a la casa de Salto, la de sus abuelos; especialmente a su abuelo materno, Eugenio Médici, que “creó jardines de membrillos, frutillas, luciérnagas, hongos y fantasmas”. Su imaginario estaba poblado de criaturas y cosas que se nombran y de otras que no pueden ser nombradas. “Yo escribo sin rumbos, ni proyectos, ni fin alguno. Soy una princesa desnuda, descalza, una monja un poco gitana, esperando que le caiga, desde el cielo, algo en las manos”. Y hay algo, una cosa que los recién llegados al mundo de Marosa debemos saber. Ella misma nos advierte que, aunque nos parezca insólito, todo lo que cuenta es verdad.