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Lo único que importa

El fútbol es el rito de ir a un estadio y creer durante noventa minutos que hay un mundo pequeño que sí tiene sentido.

Sebastián Giraldo Medina, especial para El Espectador
21 de septiembre de 2024 - 06:40 p. m.
Hinchas colombianos, en el partido Colombia vs Australia, por la primera fecha del grupo A de la Copa Mundial femenina Sub-20.
Hinchas colombianos, en el partido Colombia vs Australia, por la primera fecha del grupo A de la Copa Mundial femenina Sub-20.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

¿Se han detenido alguna vez, en un día de lluvia, a ver con resignación las ventanas empapadas de la casa? ¿Hay acaso una actividad más triste, más resignada? La lluvia nos dice que no podemos salir. El televisor está apagado y la biblioteca abandonada. El ánimo reposa, despojado de voluntad. De golpe, un relámpago ilumina una de las ventanas de la casa y alcanzamos a ver dos gotas de agua que inician su viaje desde la parte superior del vidrio. El resplandor azulado del rayo ya se ha ido, pero nosotros seguimos mirando esas dos gotas que bajan casi a la misma velocidad sobre la superficie del cristal. Una toma la delantera y esperamos que la otra la alcance. La que va adelante se desvía porque la suciedad de la ventana la ha hecho tomar una curva innecesaria. La segunda gota la alcanza y nos estremecemos. Cae más agua de lluvia sobre el cristal y las dos gotas aceleran el paso. Alzamos el puño y lo agitamos. Queremos que la segunda gota gane. El viento sopla y arrastra el agua del cristal, esparciendo el agua y difuminando las gotas como escarcha que desaparece. Lanzamos, hacia un rincón de la sala, la silla en la que estábamos sentados. Otra vez la injusticia cósmica.

La base de la psiquis humana consiste en establecer una conexión inexistente entre el pensamiento y los eventos del mundo que son ajenos a la influencia de la conciencia. Las danzas para atraer la lluvia y los esfuerzos de un presidente ‐dirigidos a reducir la inflación de un país‐ tienen el mismo fundamento psicológico. Como la mayor parte de las actividades humanas, el fútbol se funda en esa superstición tribal. Hay once jugadores de un equipo. Hay once jugadores del otro. Un balón en forma de esfera. Dos arcos. Un campo que se extiende noventa metros de un extremo a otro de los arcos. Cuarenta y cinco metros de ancho. Un réferi que simula impartir justicia. Hinchas de un equipo e hinchas del otro. Todos gritan a quienes no escuchan. Todos mueven los brazos, como si pudieran controlar por teledirección al balón, como si los jugadores fueran avatares de un videojuego. Otros juntan las manos y entrelazan los dedos. La mayoría reza a su manera.

Hay una verdad que todos conocemos y que al mismo tiempo negamos con fanático fervor: el mundo existe independientemente de nuestros deseos y caprichos. No hay una conexión, una causalidad, una afinidad entre nuestros anhelos y el frío mundo que está ahí. Nos gustaría decir que la indiferencia llena el universo como el humo dentro de una bola de cristal, pero tal afirmación, en rigor, está equivocada. Es indiferente el que tiene personalidad y, pudiendo preocuparse por los otros, no lo hace. Pero el mundo es la ausencia de personalidad, es el yo vaciado, la conciencia drenada y reducida a la nada.

En ese sentido, el fútbol es la ficción suprema. Conscientes de la falta de significado, del absurdo de la existencia, participamos felices en la pantomima de hinchar por un equipo. Los logros de un club son los logros de sus aficionados. Los fracasos de otro equipo son los fracasos de sus hinchas. Los jugadores son la representación de un todo nacional o regional. Hay apuestas, fichajes, propaganda, financiadores. Todos fingen lo mismo. Todos, a la hora de hablar de la felicidad posible, empiezan sus oraciones con el pronombre “nosotros”… y terminan sus frases con el “yo” individual que recibe las consecuencias reales de la decepción o la dicha. Uno dice: “Si ganamos mañana, no voy al trabajo”; otro afirma: “Si perdemos hoy, me suicido”. El fútbol es el rito de ir a un estadio y creer durante noventa minutos que hay un mundo pequeño que sí tiene sentido.

Es quizá por esta razón que el fútbol tiene detractores tan histéricos y serios. No se le perdona al deporte que sea un capricho, una arbitrariedad. No se le perdona que sea eso y al mismo tiempo lo sea todo. Enfermos de un exceso de realidad, de un exceso de materialismo científico, de descreimiento, los detractores juzgan el fútbol como la cosa más estúpida. Y tienen razón. La frivolidad de todos los ritos futbolísticos, la tontería del hincha que se suma logros que no son suyos, la mufa de los aficionados supersticiosos (¡qué redundancia!), la materialidad del juego, el negocio que hay detrás del deporte, la corrupción, la tontería de basar el sentimiento nacional en algo tan liviano, tan mínimo y tan superficial como lo es una selección nacional, la violencia… todo eso es una manera de demostrar qué tan frágil es nuestra noción de sentido o de importancia. Es nuestro capricho de darle importancia y significado a lo más liviano, lo más ridículo.

Aquellas pobres criaturas que señalan lo obvio (que el juego es ingrávido, que no vale nada) no saben que los argumentos que esgrimen contra el fútbol dinamitan cualquier otra práctica cultural y humana. Religiones, ideologías políticas, mitologías, doctrinas científicas… todas estas cosas desfallecen ante los mismos demoledores argumentos.

Pero el fútbol tiene una ventaja sobre todas estas manifestaciones de la civilización humana. Las religiones, los partidos políticos, las doctrinas del bien y el mal: todas estas ideologías, a lo largo de los siglos, se han convertido en máquinas de moler carne humana en cantidades industriales. ¿Que una nueva idea moral se asoma en Europa? 200 mil corderos humanos se dispondrán para el consecuente degüello. ¿Un nuevo líder se erige como representante del pueblo olvidado? Extensiones de gulags y campos de concentración no serán suficientes para ultimar a quienes se interponen como obstáculos en el camino del progreso. Comparado con esos ejemplos de mataderos religiosos y morales, el fútbol emerge como una religión solo superada por el budismo zen. Libertad, honor, verdad… conceptos que en países enteros han cobrado millones de vidas, dentro del estadio de fútbol se atenúan y rara vez se derraman fuera de ese enorme tazón donde se reúnen los aficionados a entonar coros espartanos.

Algunos objetarán que las barras bravas son violentas y que han cobrado vidas. Nada se acerca a los números que ha dejado el comunismo o el neoliberalismo salvaje. El fútbol, más fácilmente practicable que el budismo, da cabida a la justa proporción de violencia y permite las dosis necesarias de sufrimiento. En contraste con los baños de sangre que han propiciado las cruzadas, las yihad o los pogromos, las cuotas de violencia del fútbol son apenas una modesta suma para disfrutar de sus ventajas incalculables. Eso hace que ese pequeño y liviano mundo candoroso sea, para muchos de nosotros, lo único que importa.

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Por Sebastián Giraldo Medina, especial para El Espectador

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