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En 1904, en una Bogotá aldeana y pobre, donde el zapato no había reemplazado la alpargata, Andrés de Santa María presentó sus pinturas en una exposición colectiva de la Escuela de Bellas Artes. Lo trajo de Europa el general Reyes para descrestar a la élite criolla, pues había sido admitido en el Salón de París y recibía pomposos elogios del jurado y de la prensa parisina. Era el hijo prodigioso de un país con escasos méritos culturales, y el artista perfecto, por simpatías del bolsillo, para que el gobierno hinchara escápulas. Sin embargo, antes que sorpresa y admiración, el impresionismo de sus cuadros causó incomprensión y desagrado. Y también suscitó debates formidables.
Su obra fue hostigada; él mismo soportó embates desde distintos costados porque lo consideraban incapaz de traer a Colombia la doctrina y el método del impresionismo. Apenas entendible. De sus 85 años de vida, 72 transcurrieron entre Inglaterra, Bélgica y Francia, y trece, aunque intermitentes, en Bogotá. Nació el 16 de diciembre de 1860, y en 1862, mientras liberales y conservadores jugaban a la guerra civil, su familia huyó a Londres; llegó a Bogotá cuando tenía 33 años, pero en 1899 viajó a Europa; en 1904 volvió para presidir la Escuela de Bellas Artes y en 1911 regresó para radicarse definitivamente. Murió en Bruselas en 1945. Por eso lo consideraron un mero visitante y extranjero del pensamiento. Un desertor de la tradición aristocrática limitada al retrato de próceres e inmóviles paisajes. No había entonces, en la Bogotá de principios de siglo, equipaje para entender, mucho menos para emular, un arte nuevo como el de Santa María.
Tampoco le perdonaron ser un heredero privilegiado y haber estudiado en Europa. Hasta le enrostraron compartir claustro con el príncipe Eugenio de Suecia. Marta Traba dijo que Berney Cabrera fue el único crítico colombiano que postuló un juicio valorativo sobre Santa María, “ni anodino ni panegírico”, pero el texto parece más un memorial de resentimientos contra el pintor. Llegó al ridículo de hurgar los orígenes de su apellido en España y remontarse hasta un rabino de fama que, luego de convertirse al cristianismo, contrajo nexos con familias poderosas de Castilla y Aragón. Pero no es todo. En la sesuda crítica, Berney Cabrera también habla del patrimonio del pintor, y menciona unos palos de café que tenía en Cundinamarca, incluso revela el nombre de un amigo suyo que le llevaba las cuentas del monedero.
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Eximámoslo de culpas por su condición de burgués ajeno. Si es que puede haber burguesía en un país de artesanos. Importa señalar ahora los cánones estéticos que Santa María transgredió, cánones que eran reductos de la cultura colonial, del españolismo católico y del arribismo señorial. Los referentes de la pintura nacional, sin abarcar retrospectivamente el siglo XIX, claro está, sino del momento en el que Santa María trae la innovación del impresionismo, aunque ya en Europa el posimpresionismo y el expresionismo estaban dando sus primeros trazos, eran Epifanio Garay y Ricardo Acevedo Bernal. Al menos eran los artistas más reconocidos por la Academia de Bellas Artes. Su pintura contenía el discurso cultural que la élite amparaba, un discurso con el patriótico propósito de afirmar las costumbres bien vistas. Justamente en esos preceptos era funcional el retrato, por ejemplo, para exaltar el prestigio y la preeminencia de las mejores familias, para serle reverencial al poder y perpetuar lo que estaba destinado a extinguirse: la tontería del rito social y la falsificación de las apariencias.
Garay y Acevedo eran las pautas del “arte perfecto”: preponderancia política y económica de las figuras, rasgos físicos impecables, posturas rígidas, candor moral de los entornos, recodos de la anatomía y geometría de las pinceladas. Tal era el modelo de la transposición espiritual de la belleza, de lo heroico; la presunción de lo virtuoso y decente; la contemplación de lo sagrado y religioso. En suma, era el arte ideal de una sociedad consagrada al incensario y a la corona de laurel. Por supuesto, lo anterior no se reduce solamente a reprochar este periodo de la pintura colombiana, sin duda un pasaje necesario para futuras transiciones, pero el reparo sí va al empeño que pusieron en mantener el anacronismo de los estilos ya en desuso. Marta Traba lo dijo mejor: “no hubo un solo artista que previera el próximo surgir de una época diferente”.
Es en este estado del arte nacional en el que irrumpe Santa María, es allí donde reside su incomprensión y rechazo, no solo por contraponer la sensibilidad del impresionismo al frío esplendor de la tradición, refiriéndome, pues, a la cuestión técnica, sino por contravenir una corriente estética ya superada en el mundo. Con todo, sería deshonesto y esquemático hablar de los aportes de Santa María sin recoger las críticas que gravitaron su obra. Además, omitirlas le restaría importancia a un debate cultural que fue necesario. Y que lo sigue siendo. Todo se podría resumir en la ilustre polémica de 1904, o “polémica del impresionismo”, sostenida entre los maestros Baldomero Sanín Cano y Ricardo Hinestrosa Daza a través del intercambio de artículos en la Revista Contemporánea. Desde luego, otros intelectuales del momento intervinieron en la discusión, como Max Grillo y Rafael Duque Uribe, pero estos contrapuntos de la revista concentran la esencia de la polémica.
Ante los rumores que ya empezaban a difundirse por la exhibición de la obra de Santa María, el primero en batirse en duelo fue Sanín Cano; en noviembre de 1904 publicó en la Revista Contemporánea El impresionismo en Bogotá. Aunque advierte que la nota no tiene otro propósito más que “un esfuerzo por comprender”, se dedica escrupulosamente a vindicar el sobresalto que el impresionismo supuso en la historia de la pintura, tanto por el todo y la minucia de un método que hace explotar en el ojo del espectador la combinación de los colores, como por el cambio en la concepción filosófica del arte.
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Se refirió, con sabio lenguaje poético, a la división de colores en pequeños fragmentos que se amontonan en la tela, uno sobre otro, atomizados, para conseguir que la fusión se dé, no previamente en el amasijo de la paleta del pintor, sino en la retina del espectador. Con esos pequeños cuadros sobrepuestos, cuyo fin no es perseguir la línea perfecta sino sugerir un movimiento desde la apreciación del ojo, el impresionismo, dice Sanín Cano, se atrevió a hacer de la pintura lo que hasta entonces pocas veces se había logrado: ser, sencillamente, pintura.
Los impresionistas dieron al traste, continúa Sanín Cano, con las distintas vocaciones que le habían endosado a la pintura; ya no sería más instrumento de enseñanza ni un canal para eternizar las hazañas heroicas de los mártires; ya no estaría sometida a “torturas extrañas para que representase sistemas filosóficos o enmarañadas concepciones teológicas”. Ahora los artistas se explayarían pintando lo “inmediato de la reproducción”, es decir, representando en el cuadro las cosas de un modo instantáneo, tal como se ven. Así, los impresionistas conquistaron la libertad de representar los objetos de manera deformada, con atribuciones geométricas diferentes, desorbitadas, si se quiere, y proporciones inverosímiles. Ya no los regía el trazo perfecto, cuya línea “no contiene al alma de las cosas” ni “la poesía de lo efímero”, sino el mágico placer de comunicar “la música de los colores” y la belleza de cuanto nos rodea sin interponer nada entre el objeto y la retina.
En la otra orilla, Hinestrosa Daza respondió en junio de 1905. En su artículo desconfió de la belleza que pudiera cometer la técnica impresionista, puesto que en ella el pintor solo captura un momento de la naturaleza (la reproducción de lo inmediato), mas no consigna en la tela “un trozo de su alma”. Aquí, Hinestrosa Daza le niega toda posibilidad creadora a las obras del impresionismo, en tanto asegura que su técnica es cuestión de habilidad y, precisamente, por ser la habilidad cosa de método solo sería un medio; el fin, entonces, vendría siendo el estado del alma que el pintor plasma en su obra. Mientras que Sanín Cano concibe el impresionismo como una innovación histórica y revolucionaria, Hinestrosa Daza lo considera una mera innovación técnica, una simple mejora en el procedimiento del pincel, por eso tildó a los impresionistas de manufactureros que combinaban colores.
Aunque Hinestrosa Daza no ahondó en los matices filosóficos de la concepción del arte, como sí Sanín Cano, dio luces para explicar la incomprensión generalizada de las obras de Santa María. Si bien fue obstinado en defender la idea de que el impresionismo solo pretendía una pataleta para sacudirse el polvo del ropavejero del arte vetusto, también admitió que hasta ese momento, recordemos que era 1904, o 1905 para cuando este le respondió a Sanín Cano, en Bogotá solo se conocían grabados y fotograbados de cuadros impresionistas, luego no tenían un campo vasto como referencia para analizar y pensar el arte desde la comparación. Y no todos los intelectuales tenían la oportunidad de viajar a Europa a visitar los museos o a codearse con los artistas en boga. El mismo Hinestrosa Daza, que hablaba inglés, francés, italiano y alemán, nunca salió del país.
Visto de otra manera, Hinestrosa Daza sugiere que ese arte caduco que el impresionismo vino a reemplazar aún estaba vigente en el país, o sea, lo que en el mundo del arte ya pertenecía a la memoria de la humanidad, aquí no había causado la fatiga que trasbocaban los jóvenes europeos. El arte viejo todavía no era viejo. “Para qué imponernos la tiranía de esa moda”, se cuestionaba.
Valga advertir que Hinestrosa Daza, pese negar que fuera un impresionista, no despreció el talento de Santa María. De hecho dijo que si la técnica innovadora se distanciaba de la perfección del rasgo y prefería la intuición de la pincelada, Santa María estaba lejos de la extravagancia de ese nuevo arte por el dibujo impecable de sus cuadros. Y celebró la admisión del pintor en el Salón de París y los buenos comentarios que recibía. Así que lo suyo no fue una diatriba sino una defensa sustentada en aspectos técnicos de la pintura y en las condiciones sociales respecto a las posibilidades de acceso al arte. Sellemos la paz de esta polémica recordando que Hinestrosa Daza, para negar su influjo en los jóvenes pintores bogotanos, dijo con asomo de burla que Santa María no tuvo una “falange de impresionistas”.
Bien. Más allá de los valiosos apuntes sobre la polémica del impresionismo, y todo lo que ya se ha escrito sobre Santa María, es incuestionable que su obra cimentó el arte moderno en Colombia, y junto a pintores como Armando Reverón (Venezuela) y Pedro Figari (Uruguay) empujó en Latinoamérica la independencia estética necesaria para la ruptura con el subdesarrollo cultural. Encima, los tres se apartaron de la creación artística como instrumento social para el beneplácito de la jerarquía de turno. Y aunque años después Santa María sucumbió al retrato, lo hizo desafiando la costumbre, con tal intensidad, que la figura retratada, ya fuera la de sus nietos o la de él mismo, es decir, el tema, lo representado, se sometía a la potencia farragosa de los colores.
Por cierto, si la inconstancia de su residencia es motivo para llamarlo “artista extranjero”, habrá que aceptar, nos guste o no, que el testimonio errante de Santa María es parte de nuestra pintura nacional. Marta Traba supo apreciar su justificación histórica: “fue el primer colombiano que descubre la pintura como un lenguaje autosuficiente, como un hecho autónomo”.
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