El monte: segunda parte (Cuentos de sábado en la tarde)
Como parte de nuestra serie “Cuentos de sábado en la tarde”, presentamos la segunda parte del cuento “El monte”, editado por Fernanda Trías.
Mario Medina*
El timbre acaba de sonar, el salón se llena otra vez como una plaza mientras el calor crece. La bulla es una sola. Los Deportistas se hacen al frente del tablero y empiezan a pegarse en los antebrazos a ver quién le saca el gato a quién. Las carcajadas resuenan, uno de ellos coge un lapicero y lo tira contra el cielorraso varias veces mientras los demás siguen pegándose. Ve, mirá que lo clavé. Señala con un dedo al techo y efectivamente ahí está el lápiz erguido al revés. El grupo se parte de la risa y empiezan a intentar lo mismo. Méndez se pone de pie y tira uno. El grupo lo palmea porque en el primer intento lo logra. Luego hay varios lápices clavados como una corona de espinas justo encima del tablero. Daniel vení, clavá uno y si te sale te bajo el precio del taller, ¡A ver loca! Le dice Escobar. Daniel toma el lapicero pegajoso de su bolsillo y evalúa un punto en la mitad de los lápices. Lo lanza, el lapicero rebota y cae al piso. Ah, ¿sí lo ve al imbécil este? Daniel vuelve a intentar pero golpea el cielorraso horizontal y vuelve a caer, Último intento loca. Siente una piedra en la garganta, la mano le suda, el lapicero está liso. Vuelve a mirar el cielo y lo tira con más fuerza. Ahora sí, se clava perfectamente vertical en la mitad del círculo que forman los otros lapiceros, pero algo lo succiona y desaparece al otro lado del cielorraso. Daniel escucha un estruendo arriba, algo se revuelve, parece caminar o aletear, ve varios paneles moviéndose y todo lo antes clavado cae al suelo. Ah, tenía que ser la maricona esta, Por qué sos tan tonto, le dice Escobar. Él lo mira con rabia y le levanta la mano cerrada, mientras siente el odio tapándole la cabeza. Escobar lo ve en la mitad del ademán ridículo, se ríe y le da la espalda. William entra al salón y los manda a sentar a todos palmeando, pero se queda detenido mirando a Daniel, toca los quices dentro de su carpeta solo para reconfortarse. Los dos sienten como si el salón se inclinara en pendiente, como si las miradas levantaran el tablero desde abajo esperando el espectáculo. Una loma de piedra y arbustos, desde ahí arriba se sienten las voces de los estudiantes rodear el monte del sacrificio. ¿Usted qué hace ahí parado? De hecho me debe un ejercicio. El profesor William saca uno de los borradores del quiz y empieza a copiarlo en el tablero, Jóvenes atención que Daniel va a resolver esta función. Daniel aprieta los nudillos, siente sus ojos aguarse, le dice que No profe, yo no hice nada. ¡Resuelva, Daniel, hágale pues! Que yo no hice nada. Golpea el tablero una vez, lo mira y luego otra vez. Lo que duerme en el cielorraso se alborota de nuevo, chilla, solo los dos miran hacia arriba y les salpica un cebo pegajoso que sale por los huequitos del icopor.
Se te mancharon, le dice Daniel a Carmen mirando las medias blancas teñidas del mismo rojo del suelo. Él tiene las manos llenas de salpicaduras y entre los dos se han pasado un rato frotándolas con alcohol, pero las marcas negras no quitan. Eso no es tinta, Dani. Lo mira con el mismo gesto que puso cuando le dijo que estaba tragado de ella. El profe debe estar enojado, no puedes coger las paredes a puños siempre que te da rabia. Tampoco puedo estar llorando por todo. Tampoco, le afirma ella. Pensó en preguntarle si el novio de ella también lloraba, pero no. Yo creo que me tragué algo de lo que cayó del techo, dice él. Ella endurece el rostro, No te vayas a tomar mal lo que te voy a decir pero tienes que cambiar, mira que ya estamos bien grandes. Algo me cayó en la boca, insiste Daniel. Ya ves lo que te digo, no es que no te quiera, yo te quiero mucho, pero las mujeres maduramos más rápido que los hombres, es por eso. Me debo de haber envenenado, mejor pa’ mí. ¿Sí ves? Eso es lo que te digo, ni me paras bolas. El timbre suena. Ella le toma la cara entre las manos y le da un beso en la frente. Daniel siente un tirón en la piel, algo arañando pantorrilla, se palpa pero no se encuentra nada. Un grito lo distrae. Desde el fondo de las columnas del pasillo, como si viniera del piso de los profesores o más arriba. ¿Escuchaste algo ve? Luego otra vez, distante. ¿Qué cosa? dice Carmen. El grito ¿no? ¿no oíste? Daniel se estremece cuando lo escucha una vez más y ella, No escucho nada, ¿qué es? Escuché como que me llamaban.
Viejo William, ¿cómo me le va? William no lo reconoce, no lo ha visto antes. Al fondo escucha por primera vez los ladridos de los perros desde la sala de profesores. ¿Le tiraron algo en el salón? ¿Y esas manchas? No hombre, esos pelados a veces sí son el diablo ¿no? Dicen que hay que entenderlos, pero uno tiene sus propios límites. Cuando partieron los salones tiraron a lo más difíciles en el C, por eso te toca solo a vos, pero viejo, relájese que eso se pone más sencillo luego, uno aprende. Vea, muchas veces uno es como un superviviente ¿sí pilla? No puede es dejarse rebajar, hay que ser templado. Y en voz baja William Es que yo no soy así no puedo ser así, yo no sirvo para mandar, nunca se me dio eso de estar en donde no lo quieran escuchar a uno. Hombre no se ponga a decir que no es capaz, que no puede, vea que lo más cerca de la boca son los oídos y uno siempre termina creyéndose lo que dice. Usted tiene que ser firme, con ellos no se puede dejar porque el que se deja pierde. Yo los llevo viendo desde arriba hace rato, lo he estado mirando a usted y a ellos, sí sí, hay buenos pelados, pero esos no hacen nada tampoco para ayudarle a uno. La verdad hombre es que a nadie le importa lo que uno hace en el patíbulo, a ninguno le importa ese sacrificio, ni a sus colegas profesores ni a los muchachos tampoco, su única responsabilidad es usted mismo. ¿Usted cree en Dios? Tiene pinta de que no, pero mire, eso no interesa, la palabra tiene muchas enseñanzas para cualquiera, ¿recuerda cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo? Piense en esa rabia, la rabia con la que vuelca las mesas de los profanadores del templo. ¿Sabe por qué la ira es un pecado capital y no la rabia? William piensa, trata de formular algo para impresionar al profesor que llegó con el ruido animal, mira alrededor buscando, Helen está hablando con una profesora de inglés mientras toman café, se codean, lo miran de reojo pero siguen como si nada. Héctor Mario entra a la sala con su cuello de paloma y le hace un gesto que parece más el de detenerse que un saludo. William mira su mesa y por un instante le parece que no hay nadie, cae en cuenta de que siempre se ha sentado solo. No ha dicho nada, pero el profesor desconocido asiente con severidad como si acabara de responder. ¿Sí pilla, viejo, que ya nos vamos entendiendo?
El sol es visto por última vez desde los salones que miran al occidente. Los aseadores sacan las últimas basuras y el vigilante da candado a la reja de la entrada antes de que los grillos empiecen a chillar, pero aun después de prender el radio y poner a hacer el café, no se escucha nada en todo el colegio. Desde el cielo sin nubes desciende el frío como un sudario enrollando las columnas, los pupitres, las puertas. Los perros se topan unos con otros, se huelen en ceremonia, parten cada uno por su lado buscando cualquier cosa que se mueva. El vigilante sale de la caseta para tomar aire y se da cuenta de que no hay ningún ruido, ni los clack de las lagartijas, ni los revolcones de las ratas corriendo, nada. Los perros ahora corren por los pasillos desesperados, ansiosos, van rincón por rincón, esquina por esquina, el de rayas olfatea y les gruñe. Pasean por el piso enrojecido que les tiñe las patas, se dirigen al pasillo encerrado por swinglas de los séptimos, van subiendo por el A, después por el B y al final llegan al C contra el pasadizo de mantenimiento cerrado con reja. Todos paran la cola y empiezan a ladrar, sienten algo moviéndose que huele a muerto, lo escuchan agitarse en el cielorraso del salón, enredarse en los cables, darse contra el armazón de metal que sostiene los paneles. Se mueve aún más rápido, y de un momento a otro para. Los perros siguen ladrando sin descanso hasta que suena un golpe cerca de la puerta, chillan y se esparcen asustados. El de rayas se queda aun cuando los demás se han ido, se acuclilla y arrastra el rabo por el suelo dejando una mierda casi líquida estregada en la entrada del salón.
*Mario Medina es antropólogo de la Universidad Icesi de Cali y tiene una Maestría en escrituras creativas del Instituto Caro y Cuervo.
El timbre acaba de sonar, el salón se llena otra vez como una plaza mientras el calor crece. La bulla es una sola. Los Deportistas se hacen al frente del tablero y empiezan a pegarse en los antebrazos a ver quién le saca el gato a quién. Las carcajadas resuenan, uno de ellos coge un lapicero y lo tira contra el cielorraso varias veces mientras los demás siguen pegándose. Ve, mirá que lo clavé. Señala con un dedo al techo y efectivamente ahí está el lápiz erguido al revés. El grupo se parte de la risa y empiezan a intentar lo mismo. Méndez se pone de pie y tira uno. El grupo lo palmea porque en el primer intento lo logra. Luego hay varios lápices clavados como una corona de espinas justo encima del tablero. Daniel vení, clavá uno y si te sale te bajo el precio del taller, ¡A ver loca! Le dice Escobar. Daniel toma el lapicero pegajoso de su bolsillo y evalúa un punto en la mitad de los lápices. Lo lanza, el lapicero rebota y cae al piso. Ah, ¿sí lo ve al imbécil este? Daniel vuelve a intentar pero golpea el cielorraso horizontal y vuelve a caer, Último intento loca. Siente una piedra en la garganta, la mano le suda, el lapicero está liso. Vuelve a mirar el cielo y lo tira con más fuerza. Ahora sí, se clava perfectamente vertical en la mitad del círculo que forman los otros lapiceros, pero algo lo succiona y desaparece al otro lado del cielorraso. Daniel escucha un estruendo arriba, algo se revuelve, parece caminar o aletear, ve varios paneles moviéndose y todo lo antes clavado cae al suelo. Ah, tenía que ser la maricona esta, Por qué sos tan tonto, le dice Escobar. Él lo mira con rabia y le levanta la mano cerrada, mientras siente el odio tapándole la cabeza. Escobar lo ve en la mitad del ademán ridículo, se ríe y le da la espalda. William entra al salón y los manda a sentar a todos palmeando, pero se queda detenido mirando a Daniel, toca los quices dentro de su carpeta solo para reconfortarse. Los dos sienten como si el salón se inclinara en pendiente, como si las miradas levantaran el tablero desde abajo esperando el espectáculo. Una loma de piedra y arbustos, desde ahí arriba se sienten las voces de los estudiantes rodear el monte del sacrificio. ¿Usted qué hace ahí parado? De hecho me debe un ejercicio. El profesor William saca uno de los borradores del quiz y empieza a copiarlo en el tablero, Jóvenes atención que Daniel va a resolver esta función. Daniel aprieta los nudillos, siente sus ojos aguarse, le dice que No profe, yo no hice nada. ¡Resuelva, Daniel, hágale pues! Que yo no hice nada. Golpea el tablero una vez, lo mira y luego otra vez. Lo que duerme en el cielorraso se alborota de nuevo, chilla, solo los dos miran hacia arriba y les salpica un cebo pegajoso que sale por los huequitos del icopor.
Se te mancharon, le dice Daniel a Carmen mirando las medias blancas teñidas del mismo rojo del suelo. Él tiene las manos llenas de salpicaduras y entre los dos se han pasado un rato frotándolas con alcohol, pero las marcas negras no quitan. Eso no es tinta, Dani. Lo mira con el mismo gesto que puso cuando le dijo que estaba tragado de ella. El profe debe estar enojado, no puedes coger las paredes a puños siempre que te da rabia. Tampoco puedo estar llorando por todo. Tampoco, le afirma ella. Pensó en preguntarle si el novio de ella también lloraba, pero no. Yo creo que me tragué algo de lo que cayó del techo, dice él. Ella endurece el rostro, No te vayas a tomar mal lo que te voy a decir pero tienes que cambiar, mira que ya estamos bien grandes. Algo me cayó en la boca, insiste Daniel. Ya ves lo que te digo, no es que no te quiera, yo te quiero mucho, pero las mujeres maduramos más rápido que los hombres, es por eso. Me debo de haber envenenado, mejor pa’ mí. ¿Sí ves? Eso es lo que te digo, ni me paras bolas. El timbre suena. Ella le toma la cara entre las manos y le da un beso en la frente. Daniel siente un tirón en la piel, algo arañando pantorrilla, se palpa pero no se encuentra nada. Un grito lo distrae. Desde el fondo de las columnas del pasillo, como si viniera del piso de los profesores o más arriba. ¿Escuchaste algo ve? Luego otra vez, distante. ¿Qué cosa? dice Carmen. El grito ¿no? ¿no oíste? Daniel se estremece cuando lo escucha una vez más y ella, No escucho nada, ¿qué es? Escuché como que me llamaban.
Viejo William, ¿cómo me le va? William no lo reconoce, no lo ha visto antes. Al fondo escucha por primera vez los ladridos de los perros desde la sala de profesores. ¿Le tiraron algo en el salón? ¿Y esas manchas? No hombre, esos pelados a veces sí son el diablo ¿no? Dicen que hay que entenderlos, pero uno tiene sus propios límites. Cuando partieron los salones tiraron a lo más difíciles en el C, por eso te toca solo a vos, pero viejo, relájese que eso se pone más sencillo luego, uno aprende. Vea, muchas veces uno es como un superviviente ¿sí pilla? No puede es dejarse rebajar, hay que ser templado. Y en voz baja William Es que yo no soy así no puedo ser así, yo no sirvo para mandar, nunca se me dio eso de estar en donde no lo quieran escuchar a uno. Hombre no se ponga a decir que no es capaz, que no puede, vea que lo más cerca de la boca son los oídos y uno siempre termina creyéndose lo que dice. Usted tiene que ser firme, con ellos no se puede dejar porque el que se deja pierde. Yo los llevo viendo desde arriba hace rato, lo he estado mirando a usted y a ellos, sí sí, hay buenos pelados, pero esos no hacen nada tampoco para ayudarle a uno. La verdad hombre es que a nadie le importa lo que uno hace en el patíbulo, a ninguno le importa ese sacrificio, ni a sus colegas profesores ni a los muchachos tampoco, su única responsabilidad es usted mismo. ¿Usted cree en Dios? Tiene pinta de que no, pero mire, eso no interesa, la palabra tiene muchas enseñanzas para cualquiera, ¿recuerda cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo? Piense en esa rabia, la rabia con la que vuelca las mesas de los profanadores del templo. ¿Sabe por qué la ira es un pecado capital y no la rabia? William piensa, trata de formular algo para impresionar al profesor que llegó con el ruido animal, mira alrededor buscando, Helen está hablando con una profesora de inglés mientras toman café, se codean, lo miran de reojo pero siguen como si nada. Héctor Mario entra a la sala con su cuello de paloma y le hace un gesto que parece más el de detenerse que un saludo. William mira su mesa y por un instante le parece que no hay nadie, cae en cuenta de que siempre se ha sentado solo. No ha dicho nada, pero el profesor desconocido asiente con severidad como si acabara de responder. ¿Sí pilla, viejo, que ya nos vamos entendiendo?
El sol es visto por última vez desde los salones que miran al occidente. Los aseadores sacan las últimas basuras y el vigilante da candado a la reja de la entrada antes de que los grillos empiecen a chillar, pero aun después de prender el radio y poner a hacer el café, no se escucha nada en todo el colegio. Desde el cielo sin nubes desciende el frío como un sudario enrollando las columnas, los pupitres, las puertas. Los perros se topan unos con otros, se huelen en ceremonia, parten cada uno por su lado buscando cualquier cosa que se mueva. El vigilante sale de la caseta para tomar aire y se da cuenta de que no hay ningún ruido, ni los clack de las lagartijas, ni los revolcones de las ratas corriendo, nada. Los perros ahora corren por los pasillos desesperados, ansiosos, van rincón por rincón, esquina por esquina, el de rayas olfatea y les gruñe. Pasean por el piso enrojecido que les tiñe las patas, se dirigen al pasillo encerrado por swinglas de los séptimos, van subiendo por el A, después por el B y al final llegan al C contra el pasadizo de mantenimiento cerrado con reja. Todos paran la cola y empiezan a ladrar, sienten algo moviéndose que huele a muerto, lo escuchan agitarse en el cielorraso del salón, enredarse en los cables, darse contra el armazón de metal que sostiene los paneles. Se mueve aún más rápido, y de un momento a otro para. Los perros siguen ladrando sin descanso hasta que suena un golpe cerca de la puerta, chillan y se esparcen asustados. El de rayas se queda aun cuando los demás se han ido, se acuclilla y arrastra el rabo por el suelo dejando una mierda casi líquida estregada en la entrada del salón.
*Mario Medina es antropólogo de la Universidad Icesi de Cali y tiene una Maestría en escrituras creativas del Instituto Caro y Cuervo.