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La conexión siempre había fluctuado entre las lunas de Júpiter y la Tierra. Requería un poco de cariño. El circuito Beta siempre se sobrecargaba, por lo que debía desviar potencia de la imagen hacia el sonido. A la gente no le agradaba.
Cada día conectaba cincuenta llamadas:
-15 locales, que eran sencillas
-5 hacia Perséfone, la estación de exploración más allá de Plutón, que en un buen día significaba una recepción de audio aceptable.
-13 hacia las colonias marcianas, de índole gubernamental.
-10 o más hacia Venus y sus colonias mineras
-5 hacia las naves mercantiles
Y apenas 2 hacia la cara distante de Plutón.
Desde el inicio de la conquista del Sistema Solar, un par de siglos atrás, nunca nadie quería ir a Plutón. Ahora, una pequeña colonia científica vagaba en el planeta helado, sin conocer la más ligera caricia del sol o la tibieza de otro ser humano. En eso nos parecíamos.
Hace unos meses que sentí que todo se fue al piso. Dejé el modesto apartamento que compartía con María V. Era de ella en todo caso. Mi trabajo se había vuelto obsoleto, las calculaciones de impuestos se realizaban ahora con tres supercomputadoras. No sabía que más hacer.
En el cuarto que conseguí alojarme, vi un instamercial, esos que aparecían cada vez que abría la caja del cereal. “Centralite LLC. solicita operadores holofónicos. Interesados escanear el código”.
El implante celudérmico en mi antebrazo derecho me arrojó una dirección y en automático compiló mi hoja de vida, justo después de pedirme un taxi que iba a cobrarse en módicas cuotas a la tarjeta de María V. Jamás supe como desvincular ese plástico, pero como el implante era lo único que me quedaba de ella, no quería retirarlo todavía.
Mientras subía en el turboascensor hacia el piso 700, pensaba como pagarle de contado al taxista antes de que recibiera la llamada. Eso era lo que aún quedaba. Las llamadas para darle el dinero que la maldita cosa cargaba a su cuenta. Conquistamos el espacio, pero no logramos que los bancos dejen de considerarnos pareja, cuando de un tiempo para acá, ni he visto su reflejo holográfico.
Las puertas se abrieron. De inmediato vi cuatro cubículos. Ni una sola ventana. Los aparatos habían visto mejores días. Mi estimación era que hace treinta años debieron cambiarlas. ¿Será por esa misma razón por la que ya no conseguía un puesto de contador?
Me senté en una banca, la losa inferior brillaba tenue y apagó cuando puse mis pies en ella. El celudérmico envió mis documentos y unos segundos después, descendió un brazo con una pantalla plasma y una cámara mal adherida.
—Coy, Tadeo. Veo que la automatización lo fregó —dijo la imagen cortada de un hombre de camisa bien planchada—, ¿Sabe operar estas máquinas?
—Eso creo, señor —empecé—, no parecen distar mucho de los carteros de la Contaduría.
—Buen chico—. La imagen ahora mostraba una cabeza con un corte de regimiento, rehusándose a aceptar la calvicie—, la paga está en los estándares y aquí la única amenaza de perder su puesto es por retiro y/o renuncia.
Asentí, mirando a la cámara.
—Se le asignará un apartamento dos pisos abajo. No requerirá mudarse, sus efectos personales estarán allí. Los pagos se acreditan cada semana, descontados los costos de manutención. Tendrá los sábados libres, lo que haga con su tiempo es cosa suya. Todo lo que oiga quedará en total secreto, so pena de exilio en las minas de Mercurio. ¿Acepta?
Un panel dio vuelta y esperaba a que pusiera mi pulgar. Dudé un poco, pero ya no tenía más que perder. Al brillar verde, la pantalla se retrajo y unas tenues luces LED me guiaron hacia el cubículo 3, la esquina del fondo.
Me senté y las pantallas se retroiluminaron. Diales en forma hexagonal estaban a mi lado izquierdo. Bajo la silla, unos pedales, simples comandos para incrementar la potencia. A mi lado derecho, un conjunto de cables y terminales para asegurar las líneas e impreso en el escritorio, las extensiones para cada colonia.
Desde entonces han pasado tres años. Me adapté bien, tanto así que el Coronel a veces me enviaba a reparar el disco satelital. Esos eran los momentos que más disfrutaba. Sentía el viento helado, nada de ese smog bogotano, y los días en los que contaba con más suerte, veía las luces del cielo, soñando con algún día estar entre ellas.
Esa mañana empezó como cualquier otra. Preferí subir por las escaleras, para poner a fluir la sangre antes de mi turno de diez horas. Había sido ya un mes desde la última transmisión de Plutón, por lo que una luz titilante llamó mi atención.
De inmediato activé el protocolo. Todas las demás llamadas se desconectaron y la energía estaba lista. Di el golpe al pedal izquierdo y moví las conexiones en la pantalla. Tardó unos minutos hasta tornarse verde.
—¿Diga?
—Operador, comuníqueme con el 342 de la terraza Chicó, Bogotá, Colombia 110221.
—Espere —. Mientras movía los cables, se me hizo extraño. No solo porque la dirección requería que saltara de una conexión segura a la básica, o que el Coronel jamás decía que las líneas estaban abiertas a comunicaciones sociales, sino al hecho de que la mujer a tantos kilómetros de distancia sonaba muy parecida a María V.
—Adelante —dije en mi voz mecánica,
—¿Jimena? —oí viniendo de la línea terrestre. Di un par de golpes a los pedales. El tiempo de espera se redujo a unos quince segundos. El Coronel me mataría por esto.
—Óscar, que bueno que estés allí.
—Cómo no, nena, meses sin oír de ti y luego escuchar tu voz en el holoteléfono, te extraño…
“Te extraño”. Eso fue lo último que pude decirle a María V. cuando hablamos cara a cara. Pagué la última cuota del taxi y le pedí una última vez por si podíamos vernos. Algo reticente aceptó y quedamos de vernos en el café de añoranza al que siempre íbamos desde que lo descubrimos juntos.
Llegué dos horas antes. Me vestí con lo mejor que tenía. Traté de aplastar mi cabello, pero su naturaleza puntuda no se doblegaba. Era agradable sentir el sol en la piel. No ese sintético de vitamina D que nos hacían tomar en la Oficina Norte.
A eso de las tres, María V. llegó. Vestida elegante, por supuesto, como si fuera a un evento de gala.
—Hola, Tad —empezó. Su mirada aún tenía ese fuego indomable.
—Hola… ¿muy complicado llegar?
—No, Miguel me trajo. Quedaba de camino.
Tragué con fuerza y la guie a una mesa en el centro, entre la tarima y la cocina. Nos sentamos y tras ordenar, quedamos en silencio por más tiempo del que me gustaría admitir.
—¿Cómo van las cosas con Miguel? —pregunté, mordiéndome la lengua.
—No quiero entrar en eso ahora.
—Ok… entonces… ¿el trabajo que tal?
María V. me miró. Se acomodó el cabello rojizo tras la oreja, solo hacia eso cuando era algo importante.
—Debo mudarme a Marte. Necesitan de mi ayuda en unos protocolos de terraformación.
—Oh… entiendo. Me alegro, yo… —Elevó su mano para interrumpirme.
—Necesito un favor tuyo. Si bien me alegra verte en pie de nuevo, no me contactes más. Las cosas con Miguel se ponen tensas cuando hablamos.
Nada más asentí. Le entregué los billetes planchados para saldar la deuda, agradecí y me fui de allí. En el tren que me llevaría de nuevo al piso 698 nada más pensaba. María V. se iba y así me alegrara, una parte de mí no sabía qué hacer con el vacío que dejaba.
—Operador, ¿puede incrementar la potencia? —preguntó el hombre. Asentí, así no pudiera verme, y comencé la laboriosa tarea. Unos minutos después, encontré una imagen holográfica manifestarse en la línea.
La mujer tenía el cabello rojo, crespo como el de María V. Lo curioso es que eso es lo único que recuerdo. Con el tiempo, su rostro se ha desvanecido, su voz y su pelo es a lo que me aferro. El hombre me importaba menos. Si bien tenía acceso a las comunicaciones, mi deber restaba en ser un simple intermediario.
—¿Cómo están mis padres? —preguntó la mujer.
—Eh, bien, si, han preguntado mucho por ti.
—¿Qué sucede?
—Nada —terció el hombre—, solo que…
Los padres de María V. eran peculiares. Su padre era un aspirante político de poca monta, aunque eso jamás se lo diría de frente. Nada más llamémosle un idealista de muy mala suerte para ganar el oficio. Su madre, en cambio, era una mujer menuda que se mostraba como alguien tranquila y divertida, cuando era claro que estaba harta del mismo patrón una y otra vez, pero por alguna razón, no decía más que algún comentario que hacía que se removiera mi estómago.
Muy poco tiempo después de que empezáramos a salir, María V. me llevó a su casa para conocer a sus padres, los grandes señores, los dueños del castillo.
—Calma, no pasará nada —Trató de darme seguridad.
Yo nada más asentí y me froté las manos sudorosas en el pantalón de plastifibra nuevo, haciendo que quedara una mancha cerca a mis bolsillos traseros.
La cena fue extraña. No hubo muchas preguntas, solo lo esencial para que no hubiera silencio. Lo que si notaba era una mirada que iba y venía cuando respondía que era un simple contador y que ganaba lo suficiente para tener una vida cómoda.
La familia era un peso enorme. Algo que dictaminaba el por qué y el dónde de lo que María V. hiciera, y hasta ese punto no me atrevía a cuestionar. No me correspondía.
Lentamente, me fueron integrando. No logré entender las razones, pero estaba ahí en los momentos importantes, relegado como siempre a un puesto secundario, hasta casi sentirme invisible.
—¿Cómo? ¿Mi madre no te ha invitado? —dijo la mujer,
—Si lo ha hecho. Sólo que no es lo mismo.
—Óscar, tú me prometiste…
—Sí, prometí muchas cosas —interrumpió el hombre—, pero ya van dos años y tú no tienes ganas de regresar.
El silencio cayó como una esclusa cerrándose de emergencia. La imagen empezó a debilitarse. Rápidamente accioné los pedales y desvié más energía, descuadrando por completo el disco satelital tres pisos arriba.
—Yo… —murmuró la mujer, mientras la estática de su imagen se incrementaba. La mujer bajó la mirada, oí el distintivo ding de la transmisión. Nada más quedaba su voz.
—No vas a volver.
—No lo sé, solo que… quizá aquí encontré algo.
María V. dijo lo mismo el día que decidió acabar la relación conmigo. Estábamos bajando del vestíbulo de su edificio para tomar un taxi que nos llevaría a una exposición de un artista cyborg, algo que ella había querido ir desde que se anunció su salida de Perséfone hacia la Tierra.
Me detuve en la puerta, cuando la vi inmóvil en el rellano de las escaleras.
—¿No vienes?
—No.
—¿Qué pasó?
—Tad… encontré a alguien.
El corazón se me fue al piso. No recuerdo más allá. Esa semana empieza y termina en ese tramo de escaleras. Allí he vivido estos tres años, atrapado entre las puertas y el cabello rojizo de María V.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó el hombre, apagando su imagen.
—Quise… quise probar que esto funciona.
—Ya hay demasiada distancia entre los dos
—Lo siento —susurró la mujer.
La conexión se interrumpió. Los indicadores de potencia bajaron a los límites normales.
—Señor —dije con timidez, mientras jugueteaba con un formulario en la pantalla antes de enviarlo—, lo siento.
—No se moleste. Gracias de todas formas.
Un clic liberó la línea.
Me quedé en silencio. Vi las luces hexagonales titilar. Ni me inmuté. Solo detallé los ítems en ese formulario, cada uno marcado con una verificación y firmado abajo biométricamente.
Pasé los ojos por los ítems y, por más que he leído esta forma, algo ha cambiado, es algo mucho más familiar.
1. Encontrar a la candidata
2. Salir por un corto tiempo
5. Conocer a la familia
6. Decir “Te Amo”
7. …
…
30. Si todo lo demás falla, terminar la relación.
El hombre tiene su lista completa con marcas de verificación. Yo salté de los primeros a los últimos. El medio es un terreno desierto, terra nova. Quizá en otro momento la lista sea diferente.
Oí el rechinar de los goznes del brazo mecánico que contenía la pantalla del Coronel. No quería oír la regañina que vendría, así que tomé mis herramientas y salí por la compuerta del tejado, justo a tiempo para oír mi nombre retumbando por los altavoces.
Conecté mi línea de vida al tubo rojizo que atravesaba el tejado. Me puse la delgada máscara de oxígeno y empecé a subir por la frágil escalera.
Al cabo de unos minutos, me dejé caer sobre la plataforma, justo debajo de la antena.
El cielo tenía ese hermoso color petróleo de la madrugada. En el horizonte se veía una delgada línea de naranja intenso. Sonreí y miré hacia arriba, donde una brillante estrella roja refulgía solitaria.
Subí mi manga derecha y sobre el antebrazo vi el punto plateado del celudérmico.
—Gracias —susurré.
Acerqué el cabezal del destornillador de plasma y tras una ráfaga corta, el disco metálico cayó sobre el suelo de acero. Lo tomé entre mis dedos. Noté la delicada filigrana roja que tiene leía: “Te amo para siempre, María V. Sun” y mientras el tímido sol se asomaba, lancé lejos lo último que me quedaba de ella.
Ya el rellano está vacío.
Ya la puerta se abre.
Y afuera, el mundo.