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Hace 32 años, tras el pitazo final del 1 por 1 entre Alemania y Colombia, el balón siguió su rumbo, como en rechazo a la furia del portero alemán Bodo Illgner. Tomó distancia de la euforia colectiva que se apoderó del equipo, justo al minuto 90, poco tiempo después de renombrar con fútbol, la condición de quienes pensaron que ya era justo dejar de aplazar los merecimientos.
En la esquina, los gritos, los saltos, la fuerza en las manos de Freddy Rincón y de los gladiadores de un duelo con los poderosos, los de mejor desempeño, los europeos que más habían disputado finales en los mundiales.
En la portería, un guardapalos desanimado porque el túnel abierto bajo sus piernas, permitió el paso de la bola que premió con justicia un partido emotivo en lo táctico, memorable en la historia, comentario obligado de quienes gritan en Brasil por los nuevos héroes que celebran y bailan en la esquina mundialista, muchas veces censurada para un equipo que dejó de llamarse revelación.
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Como el gran trofeo, ese balón hizo parte de la leyenda. Levantó polvo, marcó un nuevo prestigio, dejó atrás las señales del desespero por las sufridas victorias. Puso a la Selección Colombia en boca del mundo entero y ubicó el país en otras realidades, menos oscuras y más cercanas a lo que verdaderamente somos los colombianos.
Las tres cabezas del león etrusco que decoraron las 20 tríadas del balón del Mundial de Italia 90, se conectaron con quien las protegería, tiempo después, para narrar a los niños que entrena en el camino del fútbol, un cuento interminable y de mucho peso, fantasioso, como salido de la realidad.
Encontraron en Rubén Darío Hernández Ariza, exmundialista, delantero y testigo de este logro, el protector y guardián de una historia de orgullo patrio.
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Amuleto que no se le despega, también en ese momento histórico la pelota lo buscó, como para recordarle las palabras de Matilde Ariza, una mamá orgullosa publicando que de niño él era enfermo por las pelotas de fútbol y que las prefería, incluso si tenía al lado el sueño dorado de cualquier infante: un cerro de carros y volquetas en miniatura.
Balón en mano, con la emoción de la exclusividad y entre los comentarios por el pivote emocional que debió sufrir Pierre Littbarski, al ver que su gol no le alcanzó para la victoria de los alemanes, Rubén Darío se negó a entregar ese trofeo a sus grandes amigos El Pibe Valderrama, Arnoldo Iguarán, Chicho Serna, Faustino Asprilla y hasta al mismo Freddy Rincón, quien tal vez debía tener derecho propio, por ser el autor del remate de esta celebración colectiva.
En el camerino, tuvieron tiempo de refrescar los recuerdos del aporte personal de Rubén Darío Hernández a esta ruta futbolera: la emoción de haber marcado el gol con el que Colombia remontó y venció 2-1 a Paraguay, en la victoria que le permitió acceder al repechaje y luego al mundial de Italia.
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Ya desinflada, de regreso de Villa Pallavicini, evitó la tentación de más solicitudes. Reposó muchos años en el Quindío, en manos de Ramón Hernández, su papá, quien luego se la devolvió con una caja de colección en la que también cabían la pantaloneta de la eliminatoria mundialista, la primera camiseta de las juveniles de la Selección Colombia y los carnets de todos los clubes en los que militó.
Ahora, en una vitrina, al ladito del botín de oro, en la espera de nuevos récords y sueños, el cuero de los pentágonos desgastados, muestra menos caras y más posibilidades. Aunque perdió presión, esfericidad y parece derretirse con el tiempo, es un tesoro que sobrevive para recordar que el fútbol colombiano ha ganado magia, potencia, asombro y un nuevo lugar, como el de los etruscos, que un día dejaron de ser vistos como los débiles para sobresalir por su cultura, a pesar de que nunca formaron un estado unificado.
Detenida, habita un lugar en el que se vale soñar con un nuevo trofeo de la gloria.