Juan Mosquera: la redención de la ternura
Presentamos un diálogo con el autor del poemario “Estaba en llamas cuando me acosté” (Sílaba), un libro que explora y refleja las memorias del autor con su infancia, con la guerra y con una intimidad que decidió exponer en versos.
Andrés Osorio Guillott
Le pregunté a Regina Sepúlveda, quien trabaja en Sílaba, qué libros recomendaba de la editorial para comprarlos en la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Los títulos fueron varios, pero casi que a ojo cerrado, como se dice por ahí, me dijo con su acento paisa que si ya había escuchado a Juan Mosquera, que viera ese libro tan hermoso. Se llama Estaba en llamas cuando me acosté. Me pasó un ejemplar y me dijo: “Mirá ese primer poema tan bello”. Y decía el poema titulado Siete contra una: “Siete. / Siete soldados. / Siete soldados uniformados. / Siete soldados uniformados y armados. / Una niña indígena de trece años. / Una niña indígena. / Una niña. / Una. / La violaron. / Siete y más veces. / Ellos. / Siete contra una. / Por ahora / ella / es la única condenada”.
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Le pregunté a Regina Sepúlveda, quien trabaja en Sílaba, qué libros recomendaba de la editorial para comprarlos en la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Los títulos fueron varios, pero casi que a ojo cerrado, como se dice por ahí, me dijo con su acento paisa que si ya había escuchado a Juan Mosquera, que viera ese libro tan hermoso. Se llama Estaba en llamas cuando me acosté. Me pasó un ejemplar y me dijo: “Mirá ese primer poema tan bello”. Y decía el poema titulado Siete contra una: “Siete. / Siete soldados. / Siete soldados uniformados. / Siete soldados uniformados y armados. / Una niña indígena de trece años. / Una niña indígena. / Una niña. / Una. / La violaron. / Siete y más veces. / Ellos. / Siete contra una. / Por ahora / ella / es la única condenada”.
Entre lecturas uno se va dando cuenta de que se va volviendo adicto o una especie de buscador obsesivo-empedernido por ese efecto de recibir luego de un punto final una especie de golpe seco que te aturda, que te obligue a profundizar en el silencio que obliga la lectura y comprender por qué ese conjunto de oraciones -en este caso de versos- te golpeó directamente el corazón.
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En este caso la respuesta está en lo dicho por Juan Mosquera: “El libro se convierte en un espejo para mucha gente, mucha gente se refleja en las palabras, y se me pasó la extrañeza cuando recordé lo obvio, y es que antes que escritor soy un lector, entonces hay muchos libros en los que me he sentido reflejado, y me di cuenta de que eso no es tan raro, uno siempre está buscando en un libro una parte de la vida de uno, que uno no sabía que otro ya la había contado”.
Días después de haberme llevado el libro de Mosquera fue su presentación en la Feria del Libro. Estuvo conversando con Alejandro Gaviria. Leyeron varios poemas, y cada uno daba un golpe más fuerte que el anterior. Es un libro que pone contra las cuerdas, que no da respiro, en el que uno termina tomando aire creyendo que podrá reponerse, pero al final es un aire que sirve para resistir el siguiente gancho y evitar el nocaut.
Pero el nocaut igual llegó cuando declamó el poema La abuela, porque entonces el espejo en el que me vi se empañó porque el sollozo fue imposible de evitar, porque ese amor que el autor expresa en ese poema por su abuela Cecilia es el mismo que profeso por los míos, pero ese punto se mezcló con el cáncer que se la llevó a ella, que fue un cáncer como el que se llevó a mi mamá en la infancia: Cuando el cáncer llegó / supe que la muerte vivía / en casa / en el cuarto de al lado”. Y más adelante también se lee: “Cuando el cáncer llegó / no importaron calendarios. / El cáncer no pregunta / si es lunes, si llueve. / El cáncer no pregunta, / se fuma tu vida / como un tabaco”.
El periodismo obliga a la objetividad e imparcialidad, y en esta nota me preguntaba qué tantas licencias podía darme de inmiscuirme en el texto, pienso que en esta ocasión podía asumir el riesgo de hacerlo. Quizá lo hago, y lo hacemos más de lo que aceptamos, pues este debate siempre me lleva a algo que dice Martín Caparrós al respecto: “Es casi obvio: todo texto (aunque no lo muestre) está en primera persona. Todo texto, digo, está escrito por alguien, es necesariamente una versión subjetiva de un objeto narrado: un enredo, una conversación, un drama”.
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Sin desviarme, decidí escribir esta reseña desde la primera persona, desde el espejo, no pretendiendo que las sensaciones o experiencias que me conectaron con el libro sean universales y lleven a otros lectores a este libro por las mismas razones que a mí. No obstante, pienso que partiendo desde este punto sí podía lograr una conversación que dejara a alguien más lo que a mí me dejó.
El día del conversatorio con Alejandro Gaviria, este último dijo que parecía que era un libro dedicado a su papá, a don Luis Mosquera, a quien le habla en varios poemas, pero Juan aseguró que iba dedicado a su mamá, que había partido el año anterior, y por un momento bajó la mirada, cerró los ojos, con los dedos gordo e índice de su mano derecha se limpió las lágrimas y continuó. En Cien metros planos, uno de los poemas dedicados a su padre, dice: “Todos somos, también, nuestras ausencias”, y sobre esto le pregunté: “Creo que estamos hechos de ausencias, y más en un país como este, atravesado por tantas violencias. Es imposible no ser consciente de que todos los días entre nosotros caminan fantasmas, y que hay que nombrarlos, y hay que traerlos para que su vida haya valido la alegría, no solo la pena. Pienso mucho en el poder de la memoria, que es una forma de abrazo, entonces cada vez he empezado a estar más cómodo con abrazar esas ausencias, nunca he tenido un problema de pensar en las autenticidades”.
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Las ausencias atraviesan el libro, así como el dolor de la guerra, que lo ha vivido en carne propia y lo ha tenido que padecer en distintos momentos como ciudadano, pero también como periodista. No es normal es un poema que habla de lo aterrador que ha resultado volver paisaje la desigualdad y la violencia, y sobre ese síndrome de normalizar el hambre, la muerte violenta, la corrupción y todos los males que parecen condenarnos en nuestro territorio, Mosquera dijo: “Mi relación es de incomodidad y tristeza, algo duele, algo duele todos los días cuando la violencia es (tan) cotidiana. Hay una clase de decepción constante (igual me decepciono de mí, por supuesto) que impulsa un deseo de hacer algo por y para los demás. Ese es uno de los motores que me insta a participar en muchas de las iniciativas en que me involucro. A veces logro hacer algo que vaya más allá de mí en bien de otros. Muchas veces no. Hay un término que existe por fuera de los diccionarios, nientitud, que describe un poco lo que se siente -es una suerte de tristeza que no identifica el motivo de la tristeza- ante la abulia que provocan los hechos que, de tan graves que sin, terminan por anestesiar a una sociedad completa”.
La lectura de Estaba en llamas cuando me acosté enfrenta la nostalgia y la esperanza, cada verso denota un dolor de distinta índole, y el cúmulo de todos no es otra cosa que la condición humana en su esplendor: las contradicciones, los miedos, los sueños, el peso infinito de la vida y su valor.
Y gran parte de la vida tiene su explicación en la infancia. Dice en el poema Parque: “Todos tenemos un parque / en la infancia / sin demasiadas preguntas / un lugar / en la memoria / que trae de vuelta una respuesta / que es sonrisa y certeza: / alguna vez fuimos felices”. Y en el poema Carrera 78 # 45G-29 se lee: “Cuesta creer que esta calle es la misma de nuestra infancia. Todo se ha encogido un poco, las aceras amplias hoy se ven estrechas, los árboles que fueron altos ya no lo son tanto. Crecer es eso: cambiar de punto de vista y perderte en la perspectiva”. Pensé en el olor a eucalipto, en las plumas de los patos del parque donde crecí, también en la calle donde ya no está la casa de paredes blancas y marcos azules, en la casa donde falleció mi madre y ya no es casa. Atrás quedaron un lugar y una persona que ya no están, que significan mucho porque en ese paraíso perdido, que no necesariamente es pura felicidad, está lo que hoy ya no.
“No es que aquel sea necesariamente un tiempo perfumado y siempre feliz, no lo dulcifico. De hecho, ahí viven momentos duros que duelen todavía como suele suceder con objetos filosos que no sabías que eran punzantes. Tal vez es que allí, en la infancia, hay un lugar en que aún no han partido los que ya no están. Y por eso vuelvo la vista atrás sin pretender ser como la mujer de Lot, no quiero convertirme en estatua de sal”, dijo Mosquera, en palabras que también se encuentran en el poema Pantofobia: “Lo peor que pudieron enseñarme en la infancia fue a / tener miedo. / Hoy tengo miedo. / Y me da miedo decirlo en voz alta. / Algunas palabras pueden quemarte la garganta”.
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Gaviria cita constantemente a Fernando Vallejo para decir que la felicidad está en la nostalgia. Y de nostalgia está repleto este libro, de manera que un poco su vida, y esto opina de ella Mosquera: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, dice un verso muy cantable de Joaquín Sabina. “Nostalgia y pérdida son palabras hermanas. La nostalgia, para mí, vive en lo que ya no está y no puedes olvidar. De nostalgias están hechas las vidas de los sobrevivientes. Y todos lo somos en algún momento de la vida”.
Señala en el poema Puntos suspensivos: “Escribir, por necedad o necesidad. Escribir con la urgencia más apremiante que te acerca y te aleja de la gente. Escribir como único verbo que invita a la acción, como primera y última devoción”. ¿Y por qué escribir, por qué esa decisión? Mosquera recuerda: “Para mí hay dos palabras, escritor y poeta, que siempre las pensé muy lejanas, y de hecho que no me hacen sentir del todo cómodo, incluso me preguntaba mucho, ¿qué te hace escritor o no escritor? ¿Escribir o publicar? Hay mucha gente que publica y que no es escritora, y hay mucha gente que escribe y publica, y nadie lo reconoce, hay un montón de aristas sobre toda esa cosa que pasa ahí, pero lo que sí sabía es que tenía una necesidad de escribir, que en mi caso empecé como a los 16 años, cuando intenté suicidarme, entonces cuando pasó el episodio, lo primero que hice fue escribir un texto sobre cómo me estaba sintiendo, nadie me dijo que lo escribiera, sino que se me ignoró, pero no escribí ‘me siento así’, sino que escribí un poema, un poema muy malo, sobre una piedra que cae en un estanque, y al otro día escribí otro texto, y otro, y otro, y empecé a sentir que tenía sentido estar vivo para escribir, literalmente, ahí sí podría decir que escribir me salvó la vida, porque sentí que lo que no le podía contar a nadie en la casa lo podía decir ahí. En la escritura había una posibilidad de sinceridad, y una posibilidad de escucha del papel que no encontraba en la gente”.
Escribir para encontrar una esperanza o un pretexto que explique el desajuste de la vida, del mundo y del tiempo al que asistimos. Esperanza que lucha constantemente con el pesimismo, con la tristeza, con una sensación inacabable de desencanto. Soñar porque no hay de otra. “La esperanza y la utopía se parecen un poco, al menos para mí, porque ambas son un motor que impulsa desde lo invisible hacia lo invisible, pero impulsa. La esperanza es necesaria, pienso, para no quedarse detenido en un punto muerto. Me gusta esa expresión coloquial española que dice “me hace ilusión” para referirse a la alegría puesta en lo que vendrá: sea un encuentro, un proyecto o un suceso. Hemos sido educados en la esperanza como último recurso ante la desesperación, por eso la buscamos: para resistir”.
Tan subestimada está, que parece que la hemos olvidado, y tan la hemos olvidado, que incluso la ignoramos cuando la tenemos en frente, pero siempre hay un salvavidas, y en los dibujos y las palabras que se toma Juan Mosquera hay algo que se va perdiendo con el paso de los años, que encuentra su punto máximo en la corta estancia de la infancia, y eso es lo que llamamos ternura: “Creo que la ternura nos redime, nos recuerda que la belleza existe, nos conforta. De todos los sentimientos creo que la ternura es la que más se asemeja al abrazo, incluso más que la solidaridad que usualmente se asocia con este gesto. La ternura nos devuelve a una provincia en que el anhelo y la ilusión son posibles”.
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