“La enfermedad te obliga a mirar hacia adentro, al secreto de la carne”
Entrevista con el periodista Sergio Alzate sobre su libro Nueve dedos, donde el autor expone el cuerpo como un sitio de memoria y reflexión. La historia se centra en la relación entre una madre y su hijo, caracterizada por una mezcla de amor y conflicto, donde ambos personajes se enfrentan a sus propias luchas internas y emocionales.
Juan Camilo Rincón
“La poesía es la palabra esencial en el tiempo”, decía Antonio Machado. De ese tiempo que ya no es, pero que persiste como memoria dolorosa, da buena cuenta el periodista y escritor colombiano Sergio Alzate en su novela Nueve dedos (Lectores secretos, 2024).
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“La poesía es la palabra esencial en el tiempo”, decía Antonio Machado. De ese tiempo que ya no es, pero que persiste como memoria dolorosa, da buena cuenta el periodista y escritor colombiano Sergio Alzate en su novela Nueve dedos (Lectores secretos, 2024).
Aunque se trata de una obra narrativa, el autor despliega una escritura melódica de palabras esenciales y punzantes a través de la poesía de su narrador, con la cual reclama a la madre que hoy es una sombra que lo visita, y de cuyo buen tiempo, escaso y anémico solo queda un recuerdo distante. El narrador conversa con esa mujer que al despreciarlo se despreciaba a sí misma, y a la que solo puede destruir con las palabras de la historia que tienen en común.
Enfrentado a la que algunos denominaron en su tiempo la “muerte rosa”, el protagonista recuerda cada día de su infancia con un corazón apuñalado y sigue viviendo su cuerpo como “performance de la enfermedad que se extiende”, ese que su madre siempre consideró una monstruosidad irrefutable. Conversamos con uno de los tres ganadores del Concurso de Cuento de Sobremesa del Instituto Caro y Cuervo sobre su primera novela.
¿Por qué escogió la segunda persona y a la madre bajo la instancia discursiva de una narrataria? ¿Fue así desde que llegó la idea de esta novela a su cabeza?
La idea de la novela, al menos la básica, me llegó en 2014: una familia que por algún motivo no podía salir de su apartamento, y en especial la relación de una madre y un hijo que se movían entre el amor y el hartazgo. Así que empecé a escribir distintas opciones de voces, pero ninguna me funcionaba. Así estuve hasta 2018, cuando fui admitido en la maestría en Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo. Allí la idea mutó a una madre que no quería ser madre y un hijo que no sabía cómo serlo. En ese espacio empecé a ensayar distintas voces para una novela inicialmente llamada Prado ajeno (gracias a las diosas mi editor me ayudó a llegar al título actual: Nueve dedos). En un primer borrador había tres narradores: uno en primera persona, uno en segunda y uno en tercera. Juan Cárdenas me aconsejó que no intentara ser un hombre orquesta y Juan Álvarez, como mi asesor de tesis, se sintió atraído hacia esa voz que increpaba y necesitaba ajusticiar a su madre desde el reclamo directo. Con esos comentarios en mente, además de un montón de ensayo y error, llegué a esa segunda persona. Creo que también hubo una razón de peso: quería desmarcarme de la primera persona que parecía absorberlo todo, triturarlo todo, fagocitarlo todo en el mercado editorial.
Usted habla de los yoes del protagonista, de una madre fragmentada, un “para que yo viva han tenido que morir otros con versiones más o menos idénticas”. ¿Cómo trabajó esa idea de las muchas identidades que nos habitan?
Vivimos una época en la que hemos normalizado la sobre simplificación de las personas, de las situaciones, de las emociones, de los cuerpos. En especial si como autor perteneces a un grupo que el mercado se ha fijado en los últimos años. Como autor gay se espera de mí ciertas cosas: hablar desde lo luminoso, construir una literatura del cariño y el cuidado, construir personajes agradables, tener una narrativa casi ejemplarizante en la que las violencias e inequidades se resuelven a través del amor. Esto es una manera de domesticación, una forma de construir en río canalizado lo que antes era una quebrada indómita. Esto sucede con autores afros, con las escritoras, con todos quienes no somos hombres blancos heterosexuales: se nos exigen ciertas “buenas maneras” en lo que escribimos. Y no, carajo: como hombre gay puedo ser tanto luz como oscuridad, bien como mal. Quería esos contrastes, esos puntos intermedios y extremos, esas capas de complejidad. Somos un cúmulo de versiones nuestras. Un día en la vida de una persona podría llenar páginas enteras. O no, solo ser un pie de nota.
Hay dos aspectos muy poderosos sobre el lenguaje, que son la violencia y el poder de las palabras, tanto como los del silencio. ¿Cómo abordó narrativamente esas ideas?
Mientras escribía esta novela estaba en medio de una relación tóxica con alguien que me maltrató emocional, psicológica e intentó hacerlo físicamente. Sin embargo, yo estaba bajo su control y no podía salirme de allí. Gracias a las diosas, el tipo ese me terminó. Quedé roto, vacío, lleno de ira, de rabia, de cólera. En ese punto tenía la mitad del manuscrito y en una semana, con una fiebre rabiosa, terminé una primera versión. La violencia que notas, que logras identificar, viene de allí: quería quemarlo todo. Esta es una novela escrita desde el dolor más absoluto, desde un cuerpo maltratado y derrotado. El único lenguaje que tenía a la mano era el de la ira y en él quise encontrar belleza. Y de allí también los silencios. Como dice la cantante Bebe: “El silencio es la más elocuente forma de mentir”. Un silencio puede ser tan brutal como una bofetada. Hoy, afortunadamente, las heridas han sanado en su mayoría. Ya la rabia no es mi escape. Es imposible vivir con el odio como motor. Espero escribir mi segunda novela a partir de otra emoción.
Nueve dedos es una novela muy orgánica (úteros, sangre, leche, ojos, lágrimas, dientes, nervios, huesos, corazones con dientes). ¿Dónde nació ese sustrato narrativo para contar esta historia?
Tiene que ver con mi propio diagnóstico de VIH. En el momento en que en mayo de 2021 recibí el resultado positivo, mi mundo cambió. O, más bien, mi relación con mi propia interioridad, con mis recovecos constituyentes. Si bien gracias a la medicación tendré una expectativa de vida “normal”, mi vejez no lo será. Tengo más probabilidades de desarrollar afecciones cardíacas, sufrir diabetes, tener daño renal, encontrarme con incomodidades óseas y un larguísimo etcétera. Los mismos medicamentos que me extienden la vida traen consigo una serie de efectos secundarios y de posibilidades. No son cosas inmediatas, apenas se están viendo los efectos de estas cosas en la primera generación de la tercera edad seropositiva, pero son cuestiones en las que pienso desde que conocí mi propio diagnóstico. Una parte de mí piensa que al beber estoy adelantando el daño hepático, que al tomar suplementos de proteína me acerco más a mi colapso renal, que al consumir cualquier sustancia mi corazón está más cerca de su propia contracción final. Además, así no lo pensara, la medicalización de los cuerpos enfermos me lo recuerda todo el tiempo. Los tubos de sangre que me sacan, la citología anal que debo realizarme cada tanto, las radiografías que me ordenan. La enfermedad te obliga a mirar hacia adentro, al secreto de la carne. El otro asunto es que ando leyendo Cuchillo de Salman Rushdie, sobre el ataque que sufrió en 2022, y me sorprende la manera tan explícita en la que él habla de su cuerpo, de los órganos, de las heridas. Creo que la literatura sigue enfrascada en estas grandes divisiones de cuerpo y mente, cuerpo y alma, cuerpo y razón, cuerpo y pensamiento, con el agravante de siempre elegir la opción que niega la carne.
Otro concepto maravilloso es el del cuerpo fusionado con otras formas de la naturaleza: el cuerpo venido de (y como) caverna, el cuerpo que se funde con el mar... ¿Cómo fue el trabajo narrativo ahí?
La metáfora era algo que me interesaba mucho mientras escribía la novela. El acercar conceptos aparentemente lejanos (la carne y la piedra, la casa y el líquido amniótico) para, por un instante, hacer coincidir el artefacto narrativo. Creo que la escritura es un poco eso: atar palabras, tejer frases que en un primer momento poco o nada tienen que ver entre sí con la esperanza de crear nuevos mundos. Creo que un tipo de literatura actualmente está cayendo en una forma de realismo literario insufrible. Hay muchas novelitas sin ningún tipo de misterio en el lenguaje que usan. La realidad es la realidad. Un calco aburrido. Como el que hacen esos artistas hiperrealistas que pintan con el objetivo de representar tal cual lo que ven (o al menos pretender hacerlo). El tipo de trabajo literario que me interesa es en el que el mundo real está deformado, bien sea por la belleza o por el horror.
¿Cómo lee la manera en que la literatura está narrando las familias hoy?
La familia es uno de los grandes temas literarios de nuestra tradición occidental (si es que hago parte de dicha tradición). Todo empieza con un padre despótico que expulsa a sus hijos del paraíso por atreverse a desobedecerlo. Todo empieza con un hermano que asesina a otro en un arranque de celos. Todo empieza con un hijo que no sabe que se ha tirado a su madre y que mata a su propio padre. Todo empieza una estirpe condenada a cien años de soledad. Sin embargo, he de decir que luego de escribir una novela sobre el tema de las maternidades no deseadas y la relación de un hijo con su madre, el tema familia es de lo que menos quiero leer en estos momentos. No sé si les sucederá a todos los escritores, pero en mi caso quedé saturado de tanto leer, ver, escuchar e investigar al respecto. Si tuviera que decir algo, diría que se siguen usando marcos muy clásicos: el padre despótico, la madre santa. Claro, hay excepciones a la regla. Pero, me parecen todavía exploraciones algo tímidas. Por otro lado, pensaría que está todo por escribirse acerca de familias homoparentales y de las maternidades/paternidades trans.