Jessica Beshir: contra la tiranía del tiempo
La directora méxicana-etíope habla sobre su documental ‘Faya-Dayi’, que cuenta la historia de la comunidad de Harar, Etiopía, y su relación con el khat, una planta psicoactiva.
Daniela Cristancho
Faya-Dayi, el documental de Jessica Beshir, se tardó diez años en filmar. Se hizo de a pocos, cada vez que la cineasta regresaba a Etiopía, la tierra de su padre y donde vivió hasta su adolescencia. Las dos horas del filme, en blanco y negro, muestran una comunidad que ha debido renunciar a dedicarse al café, pues es un cultivo que requiere mucha agua de lluvia, la cual escasea. El pueblo de Harar se ha visto inundado, en su lugar, del khat, una hoja que, al ser masticada, produce efectos psicoactivos. “La gente la usa para escapar. La carne sigue allí, pero la mente se ha ido”, dice uno de los personajes del documental. Es una historia sobre la situación sociopolítica y económica en Etiopía, pero también gira alrededor de un desarraigo profundamente personal que viven los protagonistas y la misma Beshir.
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Faya-Dayi, el documental de Jessica Beshir, se tardó diez años en filmar. Se hizo de a pocos, cada vez que la cineasta regresaba a Etiopía, la tierra de su padre y donde vivió hasta su adolescencia. Las dos horas del filme, en blanco y negro, muestran una comunidad que ha debido renunciar a dedicarse al café, pues es un cultivo que requiere mucha agua de lluvia, la cual escasea. El pueblo de Harar se ha visto inundado, en su lugar, del khat, una hoja que, al ser masticada, produce efectos psicoactivos. “La gente la usa para escapar. La carne sigue allí, pero la mente se ha ido”, dice uno de los personajes del documental. Es una historia sobre la situación sociopolítica y económica en Etiopía, pero también gira alrededor de un desarraigo profundamente personal que viven los protagonistas y la misma Beshir.
¿Cuándo nace la idea de hacer este documental?
Fue algo progresivo. Yo vivo en Estados Unidos ahora y la primera vez que regresé a Etiopía después de tanto tiempo de no estar ahí, para reconectarme con mis familiares y amigos, me impactó muchísimo ese viaje que hice de la ciudad hacia Harar, donde normalmente tú ves cafetales, no había nada de eso, era puro khat. En las carreteras todo lo que veías era khat. Ese fue el primer impacto visual que hizo pensar muchísimo en esto y tener muchas preguntas: ¿qué está pasando?, ¿qué pasó con el lago de Haramaya, el lago de nuestra niñez? Y luego darme cuenta de que todos los jóvenes están masticando el khat a diario, ahí es donde nace esa curiosidad. No sabía que iba a ser una película, era algo personal.
Luego, empecé a platicar con muchos de los profesores del departamento de estudios de khat en la Universidad de Agricultura Haramaya. Uno de ellos me empezó a contar mucho de la historia del lugar, de la historia política del Oromo y su opresión. El lenguaje Oromo había sido prohibido desde 1974 a 1991. Entonces ahí es cuando me di cuenta de que me gustaría mucho hacer una película acerca de esto y conocer más, porque me di cuenta que eso me iba también a dar la oportunidad de conectar con mucha gente, que es algo que a mí me hacía falta.
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¿Cómo se crea la conexión con la comunidad que permite presenciar el nivel de conversaciones tan íntimas que tienen en el documental?
Yo empecé a conocer a los agricultores de khat por medio de mi papá, porque él era doctor allá en Harar, uno de los pocos cirujanos que hablaba también el idioma Oromo. Entonces ellos lo recuerdan con mucho cariño. Yo estaba en el café de una amiga mía, que conocí por mi papá, y ella tiene un agricultor que le trae los mangos de su granja. “Si quieres te llevo a conocer”, me dijo. Y esa fue mi introducción con algunos de los agricultores, precisamente por mi papá. Entonces hubo una relación un poco más de confianza. Había un respeto hacia él y luego ese respeto te lo tienes que ganar tú y ellos me veían que año tras año volvía. Entonces eso como que también crea una confianza, una relación y amistad. Me quedé muchas veces con ellos, para entender cómo era el ritmo de la vida.
Hay un concepto que a mí me quedó sonando después de ver la película y es el desarraigo. Hay personajes que hablan de emigrar a Europa, el deseo de explotar una tierra y que el gobierno no lo permita, el desarraigo de una cultura que era de café y luego fue reemplazada por otra khat, entonces quería preguntarte por ese concepto y cómo lo vivió usted, que también emigró y luego regresó a Etiopía. ¿Cómo fue la experiencia de reconectar con el territorio?
Reconectar fue algo necesario para mi vida. Fue un viaje muy importante para mí y que a final de cuentas me dio un sentido más reafirmado de la identidad. La idea del desarraigo y ser desarraigado me movió muchísimo, porque lo veía en la juventud y es, especialmente, muy descorazonador y muy indignante saber que en el gobierno ha habido tanta corrupción en una tierra que es tan rica y tan fértil. Y esa es una historia universal. Todos los que dejamos nuestro territorio, incluso en Latinoamérica, solemos venir de tierras ricas que no tenemos permiso de disfrutar. Eso fue lo que me movió, lo que viven los jóvenes en Etiopía lo he vivido yo también. No conozco a nadie que se haya ido porque quisiera, siempre están corriendo de algo.
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Esta película la grabó en un periodo de 10 años, ¿cómo fue evolucionando la narrativa de la película en ese tiempo?
El tiempo fue súper importante para esta película porque no solo era la evolución de lo que estaba pasando en el país, sino también fue mi evolución. Yo tenía que aprender lo que estaba pasando, tenía que estudiar, escuchar porque realmente no tenía idea, creciendo nadie te lo enseña la historia. Fue muy importante para mí tener ese tiempo. Este pudo haber sido un documental muy informativo, pero incluso la decisión de hacerlo en el idioma del Oromo fue muy significativo, por lo que te comenté de su prohibición. Yo no entendía el idioma de mi abuela, nunca lo aprendí. Todos estos agricultores hablan cuatro idiomas, han tenido que hacerlo, pero me pareció necesario hacer la película en Oromo. Una vez empecé a entender la historia sociopolítica de este idioma, la pelea de estas personas por el despojo de sus tierras, todo eso era importante evidenciarlo en la cinta. Ha sido un recorrido maravilloso no solo para reconectar con el lugar donde crecí, sino para crecer y conocerme como cineasta.
¿Por qué hacer el documental en blanco y negro?
Hay muchas cosas que me hicieron tomar esa decisión específica, empezando por el mito del khat, la idea del génesis entre la oscuridad y la luz. Esos elementos, las sombras, estuvieron muy presentes. Al mismo tiempo, hay películas en blanco y negro que fueron guías para mí.
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Hablemos de la decisión de no utilizar un narrador para llevar el hilo, sino optar por un formato más poético y lírico. ¿Es esta narrativa casi de ensueño un paralelo con lo que debe sentirse al masticar el khat?
Cuando ellos mastican el khat la idea es llegar a ese estado de merkhana, es un estado de gracia. La mejor manera como puedo describirlo es ser liberado de la tiranía del tiempo y la manera como te obliga a organizar tus pensamientos. Llegas a un lugar donde el tiempo no tiene significado y para mí, esa fue la realización de cómo quería editar esta película. A eso le llamamos sueño, porque no tenemos una constricción del tiempo, no tenemos que ser nada. Para mí fue muy emocionante editar pensando en eso, en liberar a la audiencia del tiempo.