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Federico Díaz Granados: “El olvido también nos deja huérfanos”

“Grietas de la luz” (FCE), el nuevo libro de Federico Díaz Granados, será presentado hoy a las 6:30 p.m. en el Gimnasio Moderno. Es un homenaje a sus abuelas, quienes padecieron Alzheimer.

Andrés Osorio Guillott
22 de agosto de 2024 - 11:00 a. m.
Federico Díaz Granados es el director de la Biblioteca Los Fundadores y la agenda cultural del Gimnasio Moderno.
Federico Díaz Granados es el director de la Biblioteca Los Fundadores y la agenda cultural del Gimnasio Moderno.
Foto: Daniel Gutiérrez
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Federico Díaz Granados habla de Margot Valdeblánquez Moreu, su abuela paterna, y de Lucy Riascos Vives, su abuela materna, e inmediatamente pienso en Fanny (en realidad se llama Ninfa, pero ese nombre tan lleno de fantasía no le gusta) y en Myriam, mis abuelas, a quienes hoy afortunadamente tengo conmigo. Las pienso porque también crecí hablando el lenguaje de ellas, porque también mi infancia no puede pronunciarse si no las nombro. Las pienso y entonces aparece el miedo a su olvido, o al mío, pues no quisiera nunca recordarme sin ellas, sin sus cuidados, sin el jugo de granadilla que todos los días me daba una de ellas, o por mis gritos de despedida bajando las escaleras que decían: “Chao, abuelita linda, que sueñes con los angelitos”, luego de reír por horas con las cosquillas o el chiste de “la Luna estaba tan llena que se vomitó”.

Grietas de la luz, un libro dedicado a sus abuelas, quienes padecieron alzhéimer, “es un homenaje a ellas y una declaración de gratitud y amor”, dijo Díaz Granados, que aunque renegó siempre de los libros temáticos o libros proyecto, terminó escribiendo uno no solo por el símbolo de sus abuelas en su vida, sino también porque debido a esa experiencia como testigo y cuidador de ellas y su enfermedad, se terminó obsesionando por la memoria, un tema que aparece recurrentemente en su poesía.

“Mis dos abuelas son figuras cardinales y fundamentales en mi vida, no solo en mi familia, sino en mi vida, y cuya oralidad y temperamento creo que marcaron gran parte de la formación de mi carácter. Las dos coincidían en el Caribe, en lo costeño, eran una especie de Úrsula Iguarán, cuyas familias y casas giraban alrededor de ellas. Conviví más con mi abuela paterna, mi abuela Margot, de quien además viene toda esa relación literaria por ser la prima hermana de García Márquez, la nieta del coronel Márquez, una mujer que estudió bellas artes en la Bogotá de los años 30, una mujer con un carácter, una sensibilidad y un amor a la poesía muy genuino. La otra abuela era la hija consentida de un empresario muy próspero del Magdalena que tuvo la posibilidad de contar con una infancia con recursos y que las circunstancias de la vida las terminó llevando a ambas a ser de alguna manera unas artesanas. Mi abuela paterna empieza a trabajar después de los 50, cuando enviuda, como profesora de artes y restauradora de porcelanas. La otra, la abuela materna, termina siendo la que cose y hace los uniformes de las estudiantes de los colegios de niñas de Santa Marta y los disfraces de los carnavales”.

Es inevitable no pensar en el verso de Leonard Cohen que dice: “Todo tiene una grieta: / Así es como entra la luz”. Díaz Granados llama grietas de la luz a esos “ramalazos” en los que Margot y Lucy volvían a recordar su pasado, a sus seres queridos, a esos instantes en los que sí, la memoria cada vez se agrietaba más, pero en cada chasquido de ese desprendimiento se alumbraban los recuerdos que no dejaban de escaparse. Ambas abuelas, comentó Díaz Granados, empezaron a perder la memoria hacia los 80 años. “Tenían pequeños ramalazos de recuerdos, se fueron apagando y murieron sin ningún tipo de recuerdo inmediato, y al final creo que ni siquiera remoto. Una muere en julio de 2009 y otra en noviembre de 2017. A mí me tocó ver ese deterioro y en distintos momentos ser cuidador de ellas, más de mi abuela paterna, con quien me tocó vivir cuatro años después de que mi papá se va al exilio a Cuba. Y así me empiezo a obsesionar con el tema de la pérdida de la memoria, porque, además, la memoria ha sido un concepto muy presente en mi poesía. Aquí me estaba enfrentando a todo lo contrario: al olvido, y darme cuenta de que esa también es una forma poética de ver el mundo. Lo que traté de imaginar es que ellas tenían esos ramalazos de luz donde recobraban por instantes algunos recuerdos, y que eso era la poesía, esas pequeñas grietas de la luz”.

Tan poderoso es el arte que resiste al olvido. Parece un cliché, pero no deja de ser una realidad. Las personas que pierden su memoria, de una forma que resulta poética, no olvidan canciones, tampoco versos. Margot Valdeblánquez nunca olvidó La cabeza del Rawí, un poema de Rubén Darío que empieza diciendo: “¿Cuentos quieres, niña bella? / Tengo muchos que contar: / de una sirena de mar, / de un ruiseñor y una estrella, / de una cándida doncella / que robó un encantador, / de un gallardo trovador / y de una odalisca mora, / con sus perlas de Bassora / y sus chales de Lahor”.

Por su parte, Lucy Riascos cargó consigo las letras de Compae Chipuco y Sebastián rómpete el cuero. “Mi hijo Sebastián, siempre que la visitaba, se quedaba mirándola. Ella sabía por momentos que era su bisnieto, pero a veces lo confundía conmigo, pero sabía que era alguien cercano y empezaba a cantar Sebastián rómpete el cuero. Incluso al final ella olvida las palabras de la canción, pero empieza a tararear y a golpear la mesa con los dedos para evocarla”.

“Me ha asombrado de la poesía rescatar del olvido tantos asuntos... La poesía rescata del olvido palabras que ya entran en desuso y que sabemos que existieron gracias a que la poesía las trae invictas a nuestro tiempo. Esto me emociona porque siento ese poder de la poesía como un recuperador o preservador de la memoria. Pensar en ese miedo de que algún día podamos caer en el olvido y que se nos olviden las palabras es algo que me conmueve, me preocupa y me moviliza a tratar de escribir cosas. En este caso, intenté que una lengua que se había perdido, que era la lengua de mis abuelas, tratar de recuperarla”.

“Ahora la memoria está en los ojos”, dice otro verso. Es como si la visión tuviera un doble sentido en sí mismo, el de poder observar, pero también el de poder recordar...

El primer asunto de la poesía es la mirada, más que las palabras. Recordemos que antes de que existiera el lenguaje hablado o escrito, nuestros primeros habitantes eran observadores. De ahí nacieron los mitos. El asombro que nos da la mirada, ese mirar lo que aparentemente pasa desapercibido. El poeta no es un superdotado, pero afina la mirada para esas cosas. El primer acercamiento a la belleza y al esplendor de las cosas llega es por la mirada. Eso siempre me ha inquietado. Cuando ellas pierden la memoria, les queda la mirada y una mirada inocente.

En otro de los poemas está el verso que le da el nombre al primer capítulo: “No me pidas que recuerde, / ten un poco de paciencia / que esto es un largo adiós / una vieja despedida”. ¿Por qué ese nombre de “Un largo adiós”?

Entre tantas cosas que leí sobre la pérdida de la memoria, me asombró ver que varios médicos y cuidadores coincidían en dos conceptos: uno, que es una larga despedida, es un largo adiós, y el otro que es un eterno presente. Ya se perdió el pasado, y no hay una mirada del futuro, entonces el alzhéimer es un eterno presente, es vivir el hoy, tratar de hacer juegos de memoria y repetir rutinas. Pero a la vez, como es una enfermedad degenerativa, uno se va desprendiendo, y es una cosa muy lenta. A mí me conmovió mucho eso, y fue un primer título que pensé para el libro, pero recordé que Raymond Chandler tenía un libro llamado Un largo adiós, y lo que sí quería era que se comprendiera que para mí sí fue una larga despedida.

Hay un poema en el que habla de la vejez, y en ese me llamó la atención el final en el que dice que “antes de que suene el silbato final / y queden suspendidos tantos lamentos / por decir y por callar”...

Si hay algo bueno que trae esta enfermedad y este cambio de la memoria es que las culpas también se van, que las personas se quedan detenidas en un tiempo y unas palabras, pero ya no hay rencores y culpas. Tal vez en esos ramalazos de luz aparecen y regresan, pero en general están tranquilos con lo que viven en ese eterno presente, razón por la cual si hay miedos, tristezas o culpas acumuladas ya eso quedó también en el olvido. También se van los recuerdos malos. A veces pienso que también es un mecanismo de defensa. En el caso de mi abuela Margot, ella termina de desconectarse en el momento en que muere mi tío Felipe, que es un personaje también del libro, que era como mi hermano mayor y el hijo consentido de mi abuela. Cuando él muere, como que su naturaleza la bloquea porque ella no hubiera podido sobrevivir a esa muerte si no es por el bloqueo de ese olvido y se desconecta.

“Sé que al perder la memoria / perdí también el miedo a la muerte”. ¿Le teme más al olvido o a la muerte?

Es más grande el miedo al olvido que al de la muerte. El miedo a olvidar tantos momentos maravillosos e incandescentes. El miedo a la muerte viene con el cordón umbilical, desde el mismo momento en que nacemos empieza la noción de que hay un conteo regresivo, y siento que viviremos siempre con él. El olvido sí es una lotería, ¿a quién le toca ese olvido? Y la posibilidad de un deterioro físico y mental, rodeado de personas a los que uno se les puede volver un estorbo o una carga es algo que a mí me aterra muchísimo. Le temo mucho al olvido de los nombres que me hicieron felices, las canciones que me acompañan, los poemas que me asombran y las cosas del día a día que no quisiera perder en ningún momento.

Así como se lo pregunté más arriba, ¿por qué el nombre del segundo capítulo “La última orfandad”?

“La última orfandad” también fue una manera mía de definir la pérdida de la memoria. De alguna manera, el olvido también nos deja huérfanos. Además de las orfandades naturales y las cosas que perdemos en el día a día, el olvido nos lleva a perder recuerdos tutelares, cosas trascendentales de nuestras vidas. La pérdida de memoria de dos abuelas que fueron el eje de la casa y de la familia también llevó a fragmentar las familias. Un poco la metáfora de “Respirando el verano”, de Cien años de soledad o de La hojarasca, de ese momento en que la abuela muere y se derrumba todo. Eso fue lo que percibimos. Al morir ellas, a pesar de que los afectos siguen indelebles, eso sí nos fragmentó y se perdieron los pretextos de las fiestas, las reuniones.

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Martha(69929)22 de agosto de 2024 - 01:14 p. m.
Es una maravilla leer la inteligencia!! En medio de tanta estupidez que hay por ahí.Federico Diazgranados felicitaciones, éxitos!!!
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