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Era el año 1952. Estaba jugando al bate de tapitas cerca del Callejón Ancho de Getsemaní cuando llegaron militares reclutando jóvenes. La mayoría de sus compañeros corrieron buscando escape por el Puente Román hacia Manga, otros se confundieron entre la muchedumbre de buhoneros y regateadores del caótico mercado público. Él, frente el asombro de los pocos que se quedaron, se montó en el furgón sin que se lo pidieran, ofreciéndose como voluntario.
Era un muchacho flaco y callado que desde niño quiso ser soldado. Vendía legumbres en un andén de la central de abastos para ayudar con las costas de la casa porque lo que ganaba su madre como empleada doméstica no alcanzaba para comer ni pagar el alquiler de la accesoria de mala muerte donde vivían. A penas había aprobado algunos grados de primaria en la Escuela Santo Tomás de Aquino del prestigioso maestro Emiliano Alcalá Romero y todavía no tenía claro en su cabeza qué iba hacer al día siguiente ni en el futuro lejano. En ese tiempo de incertidumbres le dio por ser boxeador y se mandó hacer una capa escandalosa de luchador tachonada con las tapillas verdes de una gaseosa de moda. Desde ese momento, cada vez que salía con esa facha, los vecinos le gritaban desde el vientre oscuro de las casas del arrabal “¡Ahí va el duro, Kid Canada Dry!”. Así quedó bautizado hasta ese día de la llegada de los uniformados.
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Desde esa vez no volverían a ver en las tardes somnolientas a ese muchacho de mirada triste andar de “mata perros” por sus estrechas calles.
Lo enrolaron en el Batallón Córdoba y viajó a Montería. Ahí estuvo cuatro meses recibiendo entrenamientos en defensa personal y manejo de armas. Después, sin preguntarle su opinión, lo incorporaron, como a otros adolescentes venidos de todos los parajes colombianos, a un pelotón rumbo a la guerra de Corea. Lo escogieron entre los reclutas más disciplinados. En el momento se asustó. Los soldados más experimentados les atemorizaban diciéndole que de esos combates pocos regresarían vivos. Que los milicianos de allá comían gente. Él sólo pensaba que pelearía por un problema entre dos Coreas: una que tenía a los chinos como aliados y la otra, a donde iba, que era apoyada por E.U. Sintió alivio al saber que estaría del lado del país que ganaba todas las guerras en las películas que veía en los teatros Padilla y El Rialto.
Ante la inminencia del viaje en el puerto de Cartagena ya estaba mentalizado. Con ese desplazamiento no había mucho que perder, ni novia tenía. Partiría a la tan mencionada península asiática ese mismo año, cuando apenas frisaba los 18.
Salieron por el Canal de Panamá rumbo a Hawái. De ahí viajaron en avión hasta Seúl, Corea del Sur. Poco después del aterrizaje recibieron duros entrenamientos por tres meses, desde las cuatro de la madrugada hasta entrada la tarde. En un principio la rutina de campaña era sencilla, rondaban las laderas cercanas para aclimatarse con el duro entorno, exploraban, trotaban en silencio, atisbaban con binoculares la accidentada topografía semiárida para detectar cualquier movimiento sospechoso. En el campamento aguadaban al helicóptero norteamericano que les traía las provisiones del día: tarros con sopa, carne, fríjoles, paquetes de cigarros y la gruesa chocolatina que se les derretía y manchaba los bolsillos en días calurosos. Como no era dado a esos alimentos conservados, siempre buscaba la ocasión para hacerse con su amado arroz con pescado. Hasta la luz de estos años todavía tiene la convicción que nunca le dieron carne de perro.
Bajo fuego
El 12 de marzo de 1953, cuando despuntaba la madrugada, una inesperada ráfaga de artillería enemiga les dio bautizo de fuego a los cuatrocientos colombianos apostados en la cumbre árida del Cerro Old Baldy (“Viejo calvo”). Más de mil chinos ascendían ruidosos y decididos, como un hormiguero alborotado, enloquecidos como zombis, bajo los fogonazos de obuses y metrallas. Aquello, en un cerrar y abrir de ojos, ya era una incesante tormenta de humo de pólvora, gemidos, balas zumbando por todos los lados, murmullos entre cortados y gritos nerviosos. La batalla se hizo larga. Entre incursiones y escaramuzas se daban pequeñas treguas. Los orientales desde abajo aprovechaban los pequeños recesos para aplicar tácticas psicológicas. “Colombianos ¿uteles qué hacen aquí?”, decían en alto parlantes en el español chamuscado y cómico que los cartageneros escuchaban a los dueños de restaurantes orientales del Centro: “Uteles vinielon a matalnos y ayudal a impelialistas yanquis. Nosotlos no somos enemigos, uteles son de un país muy lejano ¿Por qué están aquí asesinándonos?”.
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Fueron once días de sangrienta resistencia y bajas en ambas tropas. Hoy algunos veteranos piensan que en aquella infernal confrontación cayeron más de mil bombas sobre ellos. Recuerdan que en trincheras y zanjas los soldados suramericanos hacían lo que les alcanzaba para mantenerse en pie y no perder la moral en ese volcán humano desbordado de explosiones y olor a carne chamuscada.
Herazo manipulaba una ametralladora punto 30 y disparaba enloquecido a todo lo que se moviera colina abajo. Los chinos subían como suicidas, parecían no temerle a la lluvia de proyectiles que les cerraba el paso. “Le dabas a uno y aparecían veinte”, recuerda. Ese día contundente echó tanta bala que el dedo índice le quedó entumecido. Se sintió casi muerto por el cansancio y la sed. Hizo una pausa y en segundos vio encima a todos los orientales. Rápido, desarmó la ametralladora y corrió con ella falda arriba sin percatarse que se adentraba en campo minado. Todo sucedió en segundos, hubo una pesada explosión bajo sus pies que lo levantó y le dejó sin sentido en el suelo frío. Uno o dos minutos después se despertó por el ardor penetrante de las puñaladas de la bayoneta de un chino que le traspasaban con furia el cuerpo. Ahí se desmayó de nuevo. Lo dieron por muerto y subieron por más colombianos.
Fue la batalla de Old Baldy. Murieron 110 efectivos y quedaron 97 heridos del Batallón Colombia. Herazo dice que había ocho soldados cartageneros, de ellos sólo sobrevivió él. Allí quedaron sus queridos paisanos Joselito Rodríguez y Gil Navarro… De parte de los chinos hubo 500 bajas y centenas de prisioneros.
Cree que la letal arremetida maoístas al cerro se debió a un error de los norteamericanos, éstos no hicieron adecuadamente su labor de exploración en helicópteros en los alrededores y se dio el inesperado ataque.
Aquella contienda entre suramericanos y milicias orientales se tomó como la primera señal del fin de la cruenta Guerra de Corea. Un reporte sobre la época señala que “el 27 de julio de 1953 se establece la línea del armisticio y se dio por terminada una guerra en la que los colombianos serían recordados como ‘los mejores soldados del mundo’”.
En ese conflicto de la península, además de la colombiana, participaron tropas de Australia, Bélgica, Luxemburgo, Canadá, Etiopía, Francia, Gran Bretaña, Grecia, Países Bajos, Nueva Zelanda, Filipinas, Sudáfrica, Tailandia y Turquía. Pero los nacionales sobresalieron por su valentía y arrojo en combate. Entre sus admiradores estaba el mayor general Bryan Blackshear, comandante de la Vigésima Cuarta División de los marines. “He combatido en tres guerras, pensé que nada me faltaba por ver en el campo del heroísmo y de la intrepidez humana. Pero me faltaba ver combatir al Batallón Colombia”, admitió.
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Guerra solitaria
Cuando Herazo recuperó la conciencia ya estaba en un sanatorio coreano con las piernas desgarradas, cubierto de gaza y conectado a canalillos de dextrosa. Supo que después de los primeros auxilios lo enviaron a un hospital de Tokio, en Japón. Ahí permaneció por tres monótonos años de terapias de rehabilitación. Los médicos y auxiliares fueron muy amables con él. De ese tiempo tiene una especial reminiscencia: una menuda y muy amable enfermera que hablaba bien el castellano. Ella, muy solícita y atenta a sus dolores, se prendó de él y quiso que se quedara a vivir con ella en su país. A él no le entusiasmó la idea. Ahora, con el peso de los años, en su humilde casa en un suburbio de Cartagena, no nos quiso decir si la dama le gustaba, o si era fea, o que no quería compromiso con ella. Para salir de ese aprieto le inventó al reportero la excusa que si se quedaba en esa nación cometía delito y sería juzgado por sus superiores.
Entre los recuerdos que todavía le acosan en sus seguidas noches de insomnio aparece aquella mujer menuda de piel de porcelana y cabellos negros vivaces. Ella, además de entretenerlo en sus largas horas de tedio, aguardaba a que él juntara un grueso número de paquetes de cigarrillos americanos que le deban como parte de la ración diaria, los echaba en una bolsa de algodón y los vendía a buen precio a los otros pacientes. Él utilizaba los yenes para comprar objetos de uso personal. Ella sonreía y le curaba con apego las profusas heridas de guerra.
El veterano hoy recuerda defraudado que a su lugar de lisiado nunca llegó ningún jefe militar o funcionario del gobierno colombiano a visitarle o darle apoyo.
Cuando se recuperó y pudo andar sin la silla de ruedas por jardines y pasillos del sanatorio los representantes del ejército de Estados Unidos lo remitieron a Colombia. Herazo no tiene claro si se despidió de la enfermera nipona o si se hablaron o se dieron un definitivo apretón de manos. Los efectos de las medicinas y la monotonía de aquel lugar silencioso le tenían abrumado, con ganas de marcharse lo más pronto de allí.
Sólo tiene bien claro que llegó a Bogotá. Que allí no le brindaron mayor atención ni hubo en su nombre algún protocolo que reconociera su condición de héroe de aquella guerra. Simplemente lo remitieron a un dispensario de ratones y durmió por tres meses como perro en el piso frío en los garajes de una compañía militar.
A Cartagena regresó solitario y triste en un estropeado avión Hércules de carga. Se bajó humillado y vencido en aeropuerto de Crespo y caminó con esfuerzo hasta las calles cercanas. No tenía un centavo para tomar un taxi y llegar al barrio La Quinta donde vivía su madre. Casi llora. Dice que le socorrieron un par de policías que le vieron ensimismado como un demente callejero y le subieron a un bus que le aventó a una carretera cerca de su residencia.
De nuevo volvió a su mundo ahogado en privaciones y necesidades. En el barrio era un desecho de Corea que nadie quería escuchar ni mirar. Por eso recurrió a diversas formas de supervivencia. Algunos conocidos dicen que le vieron intentar fallidamente ser el boxeador de la capa lóbrega, otros le vieron andar como menesteroso sin rumbo ni conciencia pidiendo limosna, también hay quien atestigua que fue mandadero de putas en los bares y casas de citas de Tesca y del sector Once de Noviembre de Olaya. Todo eso hizo parte de un tiempo oscuro que superó nadando contra corriente sobre las desdichas y los resabios de la dura vida suya.
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En su afán de reclamar al gobierno lo suyo, una vez se aventuró a viajar a Bogotá como cotero ocasional de camioneros. Sin dinero y sin padrinos de tres soles, todo fue infructuoso, ningún alto jerarca militar entendía ni quería detenerse a escuchar al “loquito” costeño mal trajeado que hablaba incoherencias de una guerra que nadie quería recordar.
“Me arrepiento mil veces”
Dice que del gobierno de Seúl no ha recibido ayuda económica ni material, sólo dos medallas y muchas reuniones con delegados de discursos patrióticos que alaban a los combatientes criollos. De la Asociación de Veteranos tiene un pequeño auxilio gracias a la gestión de un oficial hace más de diez años. De esa misma entidad recibe en navidades cien mil pesos como aguinaldo.
Su voz difónica, casi un chillido de cabra, ahogado e indescifrable, no puede despejar la madeja de malos recuerdos de su vejez achacosa. Tiene 84 años. Todavía no entiende por qué combatía en ese país del lejano oriente. Cree que fue a defender un cerro que representaba mucho para la soberanía de la Corea capitalista. “Como Colombia es mandada por Estados Unidos, allá fuimos porque ese país se lo ordenó”, resiente.
“Allá en Corea a pesar de las heridas y muertes, nos fue mejor que aquí. Acá, después de la guerra, nos pagaron mal. No nos pensionaron. No tenemos derechos médicos, no nos atienden en el hospital naval… Ahora, para que me reciba un médico, tengo que andar con un carné del Sisben”.
Revela que no tiene servicios clínicos, no tiene pensión y que carga con una ristra de secuelas de guerra que no le han puesto cuidado. Se acuerda que que un médico le detectó y le sacó de la cabeza residuos de una sustancia que le estaba volviendo loco. “Eso se lo inyectaban los americanos a los soldados para que fueran pelear con más coraje”. A simple vista no se le ve desequilibrado, pero, reconoce que a veces pierde la memoria. Las esquirlas de minas y las incisiones de bayoneta han dejado molestias en las piernas. “Estoy sufriendo del brazo. Estoy perdiendo la voz”, explica con angustia.
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Ya no se entiende mucho lo que dice, apenas le queda un delgado hilillo que le exige mucho esfuerzo en la garganta. Cuando habla las venas parecen estar a punto de reventar.
“Mil veces me arrepiento de haber ido a ese país por lo mal como me ha pagado el gobierno”. Se siente abatido y está harto de tragar pastillas que no le traen salud.
Cuando llegamos a su casa en el barrio Olaya, Orlando Herazo freía las mojarras del almuerzo en la humosa cocina del fondo. No tiene hijos propios. Su compañera, una mujer muchísimo más joven que él, estaba fuera. Por eso, desde la ventana vaporosa de aceite, mandaba a un muchachito de trece años (su hijastro) a que le bajara al periodista los cuadros de las fotos y reconocimientos colgados en la pared de ladrillos sin repellar.
Habló rápido y con algo de desgano. Parecía fastidiado o, quizá, hambriento. Regañaba a menudo al muchachito atento y respondía breve, con la mirada ajena. Por eso nos despachó pronto ese día que fuimos a conocer de su ardida experiencia en Asia.
En la calle hablamos con algunos vecinos, se nota que le quieren. Le dicen “Orla” o el “Veterano”. Todo eso a él le parece bien. Son de las pocas gentilezas de la guerra. “Por lo que hice por mi país, porque puse en alto su nombre en esas tierras extrañas, yo sí soy un héroe”, reclama su voz apagada.
En realidad, Orlando Herazo es el único sobreviviente cartagenero de la Guerra de Corea. Vive su soledad amarga en un barrio pobre. Como nadie se acuerda de él ni le cumple, sueña con que, en cualquier día de estos, tendrá que ponerse de nuevo la vieja capucha cubierta de tapitas de refrescos para ser “Kid Canada Dry” y, en un santiamén, volver ser el pelao vivaz y vigoroso de Getsemaní y, por fin, salir fiestero y vital de estas mil y una derrotas que arrastra desde el día en que se subió como voluntario en un camión desatinado del ejército colombiano, hace 69 años.