Hace 60 años, en abril, llegó la Mamá Grande
Leer Los funerales de la Mamá Grande a 60 años exactos de su publicación resulta un ejercicio de inobjetable interés.
Joaquín Mattos Omar
Para empezar, qué bueno es examinar el primer libro de cuentos de un autor que no sólo se inició en ese género, sino que durante los siete primeros años de su práctica pública de las letras se mantuvo dedicado sólo a él. Entre el 13 de septiembre de 1947, cuando publicó “La tercera resignación” en El Espectador, y el 8 de agosto de 1954, cuando publicó en el mismo diario “Un día después del sábado”, García Márquez, en efecto, se dio a conocer como narrador de ficción únicamente con cuentos. Fueron en total 14 los que sacó a luz en ese período, desde luego todos en publicaciones periódicas, salvo “Un día después del sábado”, que también apareció en el opúsculo Tres cuentos colombianos, editado en 1954 por el Ministerio de Educación Nacional.
Sin embargo, los dos primeros libros que García Márquez publicó correspondieron a otro género, la novela: La hojarasca (mayo de 1955) y El coronel no tiene quien le escriba (septiembre de 1961). De modo que Los funerales de la Mamá Grande, que fue su tercer libro, es el primero destinado al cuento por un narrador de 34 años que hasta sus 27 fue sólo conocido como cuentista.
Sus lectores debieron haberse llevado una sorpresa: en el libro no figura ninguno de los 14 cuentos de la etapa inaugural mencionada, salvo “Un día después del sábado”, con el que había obtenido por cierto el primer premio literario de su vida. ¿La razón? Él estimaba que esos cuentos “poco o nada tenían que ver con su realidad auténtica: la de su infancia”, y los juzgaba como “relatos intelectuales”, “kafkianos”, según señala Eligio García Márquez, su hermano, en Tras las claves de Melquíades (2001). Sin embargo, tampoco incluyó “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, que había sido publicado por la revista Mito en el número de octubre y noviembre de 1955, es decir, casi seis meses después de la aparición de su primera novela. Y quizá no lo hizo justamente porque ese texto era de hecho en su origen un capítulo que había excluido a última hora de La hojarasca.
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Después de 1967, Los funerales de la Mamá Grande ha sido leído sólo como uno de los borradores de Cien años de soledad, esto es, como un simple paratexto de la gran novela. Ello es explicable, dado que numerosos personajes y episodios del libro de cuentos fueron canibalizados por la obra que hizo saltar a la fama a García Márquez (algunos sólo fueron transplantados a La mala hora).
Sin embargo, ¿qué tal si le restituimos su condición de obra sustantiva y autónoma, y abordamos su existencia ingénita y sus valores intrínsecos? En ese caso, el lector se encuentra con una colección de cuentos que se distingue por su madurez artística y a la que una serie de rasgos precisos dotan de coherencia: la concisión y sobriedad del lenguaje, el uso de la elipsis y del hemingwayano recurso del iceberg, la destreza técnica, el dialogismo frecuente, los temas de la pobreza, la dignidad y la violencia política, y la observación detallada de los movimientos y gestos de los personajes para revelar con precisión actos de su vida emocional, de su sensibilidad o de su voluntad. En un artículo publicado en The New Yorker en 2003 (“The Challenge”), García Márquez recordaba que, después de publicar “La tercera resignación”, al releer el cuento, se dio cuenta de que, como escritor, tenía un grave defecto: su ignorancia del “corazón humano”. Pues bien: el profundo conocimiento de éste es una de las virtudes por las que sobresale Los funerales de la Mamá Grande.
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Además de los temas señalados, hay un motivo recurrente en este libro que seguiría apareciendo en las obras posteriores de García Márquez: los tumultos, las multitudes que se forman en el pueblo ante cualquier hecho o cosa: la llegada de la madre de un desconocido muerto por ladrón, un establecimiento público donde se ha cometido un robo, la partida de un prisionero a quien la Policía se lleva a otra población, una jaula con un grado de elaboración excepcional. Este motivo alcanza su expresión apoteósica en la desbordante feria popular que se forma con ocasión de los funerales de la Mamá Grande.
Hay algunos cuentos que son particularmente espléndidos: “La siesta del martes”, “Un día de éstos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar” y “Rosas artificiales”. En “En este pueblo no hay ladrones”, es admirable la manera en que el relato presenta el gradual proceso de arrepentimiento de Dámaso, el joven ladrón nocturno, que lo lleva de un estado inicial cercano a la fanfarronería al trauma emocional final mediante el cual alcanza de paso, en un tránsito brutal, la madurez. De ahí que, cuando entra al salón de billar para devolver las bolas hurtadas, al ser descubierto por el propietario, él siente “como si algo infinito hubiera por fin terminado”. “Rosas artificiales” es de una composición casi perfecta en la que, con diálogos magistrales, se desarrolla una tensión que no se resuelve y se lleva el arte de la sugerencia a su nivel más alto.
Los críticos han dicho que, en este libro, hay una clara línea fronteriza que separa los siete primeros cuentos del octavo y último que le da título al volumen. Tal división, según ellos, se fundamenta en un doble contraste: mientras los siete primeros son realistas y de una economía absoluta de lenguaje, el cuento de “la verídica historia de la Mamá Grande” es magicorrealista y exuberante en su prosa.
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Sí…, pero no de ese modo tajante. Pues en algunos de los siete cuentos iniciales, hay ya, por un lado, irrupciones de lenguaje lírico y barroco, o de retórica superlativa, como en “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar” (donde un carpintero fabrica “la jaula más bella del mundo”) y “Un día después del sábado”; y por otro lado, hay en ellos irrupciones de lo mítico-mágico, como en el mismo “Un día después del sábado” –con sus lluvias de pájaros muertos y un cura alucinado que ve al diablo y al Judío Errante– y “La viuda de Montiel”, con sus supersticiones y su visión nocturna de una Mamá Grande adivina. Es como si por momentos el autor sintiera que la concisión hemingwayana y la representación mimética de la realidad son como una camisa de fuerza para el vigoroso y muy imaginativo impulso natural de su voz y de su visión.
Apenas menos de cuatro años después de la publicación de este libro, García Márquez se encerró en su estudio e hizo pedazos esa camisa de fuerza.
Para empezar, qué bueno es examinar el primer libro de cuentos de un autor que no sólo se inició en ese género, sino que durante los siete primeros años de su práctica pública de las letras se mantuvo dedicado sólo a él. Entre el 13 de septiembre de 1947, cuando publicó “La tercera resignación” en El Espectador, y el 8 de agosto de 1954, cuando publicó en el mismo diario “Un día después del sábado”, García Márquez, en efecto, se dio a conocer como narrador de ficción únicamente con cuentos. Fueron en total 14 los que sacó a luz en ese período, desde luego todos en publicaciones periódicas, salvo “Un día después del sábado”, que también apareció en el opúsculo Tres cuentos colombianos, editado en 1954 por el Ministerio de Educación Nacional.
Sin embargo, los dos primeros libros que García Márquez publicó correspondieron a otro género, la novela: La hojarasca (mayo de 1955) y El coronel no tiene quien le escriba (septiembre de 1961). De modo que Los funerales de la Mamá Grande, que fue su tercer libro, es el primero destinado al cuento por un narrador de 34 años que hasta sus 27 fue sólo conocido como cuentista.
Sus lectores debieron haberse llevado una sorpresa: en el libro no figura ninguno de los 14 cuentos de la etapa inaugural mencionada, salvo “Un día después del sábado”, con el que había obtenido por cierto el primer premio literario de su vida. ¿La razón? Él estimaba que esos cuentos “poco o nada tenían que ver con su realidad auténtica: la de su infancia”, y los juzgaba como “relatos intelectuales”, “kafkianos”, según señala Eligio García Márquez, su hermano, en Tras las claves de Melquíades (2001). Sin embargo, tampoco incluyó “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, que había sido publicado por la revista Mito en el número de octubre y noviembre de 1955, es decir, casi seis meses después de la aparición de su primera novela. Y quizá no lo hizo justamente porque ese texto era de hecho en su origen un capítulo que había excluido a última hora de La hojarasca.
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Después de 1967, Los funerales de la Mamá Grande ha sido leído sólo como uno de los borradores de Cien años de soledad, esto es, como un simple paratexto de la gran novela. Ello es explicable, dado que numerosos personajes y episodios del libro de cuentos fueron canibalizados por la obra que hizo saltar a la fama a García Márquez (algunos sólo fueron transplantados a La mala hora).
Sin embargo, ¿qué tal si le restituimos su condición de obra sustantiva y autónoma, y abordamos su existencia ingénita y sus valores intrínsecos? En ese caso, el lector se encuentra con una colección de cuentos que se distingue por su madurez artística y a la que una serie de rasgos precisos dotan de coherencia: la concisión y sobriedad del lenguaje, el uso de la elipsis y del hemingwayano recurso del iceberg, la destreza técnica, el dialogismo frecuente, los temas de la pobreza, la dignidad y la violencia política, y la observación detallada de los movimientos y gestos de los personajes para revelar con precisión actos de su vida emocional, de su sensibilidad o de su voluntad. En un artículo publicado en The New Yorker en 2003 (“The Challenge”), García Márquez recordaba que, después de publicar “La tercera resignación”, al releer el cuento, se dio cuenta de que, como escritor, tenía un grave defecto: su ignorancia del “corazón humano”. Pues bien: el profundo conocimiento de éste es una de las virtudes por las que sobresale Los funerales de la Mamá Grande.
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Además de los temas señalados, hay un motivo recurrente en este libro que seguiría apareciendo en las obras posteriores de García Márquez: los tumultos, las multitudes que se forman en el pueblo ante cualquier hecho o cosa: la llegada de la madre de un desconocido muerto por ladrón, un establecimiento público donde se ha cometido un robo, la partida de un prisionero a quien la Policía se lleva a otra población, una jaula con un grado de elaboración excepcional. Este motivo alcanza su expresión apoteósica en la desbordante feria popular que se forma con ocasión de los funerales de la Mamá Grande.
Hay algunos cuentos que son particularmente espléndidos: “La siesta del martes”, “Un día de éstos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar” y “Rosas artificiales”. En “En este pueblo no hay ladrones”, es admirable la manera en que el relato presenta el gradual proceso de arrepentimiento de Dámaso, el joven ladrón nocturno, que lo lleva de un estado inicial cercano a la fanfarronería al trauma emocional final mediante el cual alcanza de paso, en un tránsito brutal, la madurez. De ahí que, cuando entra al salón de billar para devolver las bolas hurtadas, al ser descubierto por el propietario, él siente “como si algo infinito hubiera por fin terminado”. “Rosas artificiales” es de una composición casi perfecta en la que, con diálogos magistrales, se desarrolla una tensión que no se resuelve y se lleva el arte de la sugerencia a su nivel más alto.
Los críticos han dicho que, en este libro, hay una clara línea fronteriza que separa los siete primeros cuentos del octavo y último que le da título al volumen. Tal división, según ellos, se fundamenta en un doble contraste: mientras los siete primeros son realistas y de una economía absoluta de lenguaje, el cuento de “la verídica historia de la Mamá Grande” es magicorrealista y exuberante en su prosa.
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Sí…, pero no de ese modo tajante. Pues en algunos de los siete cuentos iniciales, hay ya, por un lado, irrupciones de lenguaje lírico y barroco, o de retórica superlativa, como en “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar” (donde un carpintero fabrica “la jaula más bella del mundo”) y “Un día después del sábado”; y por otro lado, hay en ellos irrupciones de lo mítico-mágico, como en el mismo “Un día después del sábado” –con sus lluvias de pájaros muertos y un cura alucinado que ve al diablo y al Judío Errante– y “La viuda de Montiel”, con sus supersticiones y su visión nocturna de una Mamá Grande adivina. Es como si por momentos el autor sintiera que la concisión hemingwayana y la representación mimética de la realidad son como una camisa de fuerza para el vigoroso y muy imaginativo impulso natural de su voz y de su visión.
Apenas menos de cuatro años después de la publicación de este libro, García Márquez se encerró en su estudio e hizo pedazos esa camisa de fuerza.