Héctor Rojas Herazo, el poeta, el periodista, el pintor
Se conmemora el centenario del nacimiento de Héctor Rojas Herazo (1921-2002). Este jueves, a las 7:00 p.m., en el marco de la Feria del Libro de Bogotá, será el lanzamiento de una reedición de “Respirando el verano”, a cargo de Seix Barral, en el Gimnasio Moderno.
María Paula Lizarazo
“Toda verdadera poesía, aun la más aparentemente desolada y amarga, termina por conducirnos a la esperanza. Atravesar las tinieblas puede ser la forma más activa de encontrar la luz y merecerla. Me refiero a esa porción de luz que estamos en capacidad de alcanzar y, muchas veces, reconocer como seres necesitados del consuelo y la compañía de la palabra”.
***
Era la década de 1940. El año de 1946 para ser exactos. López Escauriaza, hermano de Luis Carlos el Tuerto López, dirigía El Universal de Cartagena. Dos escritores jóvenes tenían sus columnas, Telón de fondo y Punto y coma. La primera era de una temática arbitraria y coyuntural. La otra era una suerte de laboratorio experimental. En esa década Dámaso Alonso visitó Colombia, cuando aún tenía intacto en la memoria el rescate de Góngora, y fue alojado por ambos escritores. Escuchó ideas sobre una casa y una mujer mayor, y preocupaciones por cómo narrar la complejidad del Caribe, una empresa moderna que hasta entonces escaseaba en Colombia.
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Para Héctor Rojas Herazo el periodismo y la poesía no eran divisibles. Y aunque a lo largo de la historia en Occidente se han explorado las convergencias entre el periodismo y la literatura, ha sido específicamente por las escrituras narrativas, pero del periodismo y la poesía: impensable, salvo para un poeta: “Sentir y comunicar es una misma acción tanto para un poeta como para un periodista”, decía. Por eso Telón de fondo bien podía contar un día la historia de un político, otro cómo se llevó a cabo un festival, otro reflexionar sobre guerras civiles o incluso mitos. Rojas Herazo concibió que en ambas escrituras hay, a fin de cuentas, información: ambas expresan y cuentan la experiencia humana.
La pintura tampoco le fue extraña a la poesía. Además de las novelas Respirando el verano (1962), En noviembre llega el arzobispo (1967), Celia se pudre (1985) y los poemarios Rostro en la soledad (1951), Tránsito de Caín (1952), Desde la luz preguntan por nosotros (1954), Agresión contra las formas del ángel (1961), Úlceras de Adán (1996) y Candiles en la niebla (póstumo), su obra se conformó por más de 60 exposiciones de pinturas presentadas principalmente en Colombia, España, Estados Unidos y Alemania, en las que con colores vivos retrató a la gente y la vida del mar: serenatas del pueblo, gallos, vendedoras. “Yo tengo verdadera obsesión por las vendedoras -contaba-. Para mí son reinas de una altísima comarca. De allí esa majestad, esa quietud casi amenazadora, esa hipnótica introversión que he perseguido de ellas. Igual con los jauleros y los músicos. Trato de alcanzar ese centro hierático que hace posible su rigurosa gestualidad, igual con las frutas y los peces. Todos ellos son facciones que conforman el rostro de nuestra geografía. Lo que ellos encierran de trascendente localismo. Estoy, pues, a la búsqueda de una mitografía”.
Y esa mitografía, tanto como en su pintura, en su literatura tuvo varias aristas; partiendo de una separación enunciativa frente a los poetas del centro, con quienes quiso diferir en cuanto a tópicos y formas, lo que, a grandes rasgos, implicaba una propuesta y una noción de poesía completamente diferente a aquellos quienes escribían “versallismos de trastienda” y prendían “bombillitas de proscenio”. Le molestaba tanto formalismo y las exageraciones ostentosas. Quería optar por algo más visceral y físico, más oral, más honesto: buscar, como un pescador en mar adentro, y hallar las complejidades de la modernidad entre la ruralidad caribeña. También fue ajeno a la separación de géneros, consideraba que una novela podía ser la consagración de muchos cuentos juntos y que un cuento podía ser una novela.
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Desde Don Quijote hasta César Vallejo y Pablo Neruda, pasando por Antonio Machado, Azorín, Valle Inclán, Rómulo Gallegos, Horacio Quiroga, José Eustasio Rivera y Benito Lynch, las lecturas le dieron luces sobre una modernidad que en la narrativa en Colombia si acaso llevaba el nombre de Eduardo Zalamea Borda (con Cuatro años a bordo de mí mismo, publicada en 1934) y que con los años seguiría trayendo encuentros entre el mismo Rojas Herazo y García Márquez, como en aquella década del cuarenta.
En una entrevista con Jorge García Usta, en 1990, le confesó de sus pinturas “son testimonios de durísimas batallas entre mi imaginación y mis habilidades. De todas maneras, no hay mejor maestro de sí mismo que un aprendiz entusiasta. Trato de sacarles el máximo provecho a mis orfandades. No olvidemos que todo conocimiento que adquirimos es siempre, en alguna forma, un conocimiento de nosotros mismos. ¿Hasta qué punto el uso de los materiales, la intención, busca explorar nuestra ancestral sensualidad como pueblo?”.
Pintó desde los siete años. Y los recuerdos fueron sus primeras escrituras: “Mi abuela ha sido el eje de mi vida -continuando con García Usta-. Ella es mi infancia. Lentamente se ha convertido en una fuerza arquetípica, en algo trascedente que arropa y pretende explicar mis interrogantes centrales. Ha dejado de ser la abuela de un hombre para convertirse en la matriarca, en el símbolo mismo de la herencia y de la tierra. (…) Necesité meterme en mí mismo, tratar de alcanzar mis núcleos secretos, para ir descubriendo su irradiante significado”.
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Una casa de ventanales grandes. Un patio. Una abuela. La melancolía. La nostalgia. La desolación. La tristeza. El abandono. La naturaleza. El paso del tiempo. La muerte. En el prólogo de la edición conmemorativa de Respirando el verano, que se lanza este jueves, Federico Díaz-Granados escribe: “Macondo en los mapas puede estar en el bajo Magdalena, el condado de Yoknapatawpha, de William Faulkner, a orillas del río Mississippi, y Santa María, de Juan Carlos Onetti, podría ser perfectamente un pueblo a orillas del río de La Plata, Cedrón es un pueblo costero caluroso donde el salitre del mar modifica los colores del paisaje. Igual el río está cerca y eso trae migraciones, instrumentos musicales y nuevas formas de la cultura. Celia y la casa son protagonistas y del destino de una depende el de la otra. Esa casa podría ser perfectamente la casa de todos, a la que regresamos en sueños, donde fuimos felices alguna vez y donde la imaginación fue ilimitada (…). Esa simbiosis como el principal sustrato poético de la obra que luego se vendrían a desarrollar posteriormente en novelas como En noviembre llega el arzobispo (1966) y Celia se pudre (1985) para completar la saga, la novela total”.
Luego de Respirando el verano, en En noviembre llega el arzobispo, la novela con la que ganó el celebrado Premio Esso, aquella preocupación por el paso del tiempo se alarga mientras el hombre se expande entre la naturaleza y, a través de los recuerdos, lucha contra la muerte. Celia se pudre es la nostalgia y el irremediable regreso al origen. El Caribe, decía Rojas Herazo, no es alegría y fiesta: son pueblos desolados, tristes y abandonados estatalmente: “Hasta el momento, en poesía y en novela he tratado de ser fiel a un sabor, a un estar, a una conducta somática que nos impone el Caribe. Los sentidos allí están al rojo vivo (como sus pinturas). La realidad es tan mordiente, tan perentoria, que resulta irreal. Mientras más verídicos, más oníricos. En eso estamos”.
Seguido le preguntaban qué vendría después de Celia se pudre. Respondía que lo que tuviera que venir, eso sí, que seguiría narrando, es decir, narrándose.
“Toda verdadera poesía, aun la más aparentemente desolada y amarga, termina por conducirnos a la esperanza. Atravesar las tinieblas puede ser la forma más activa de encontrar la luz y merecerla. Me refiero a esa porción de luz que estamos en capacidad de alcanzar y, muchas veces, reconocer como seres necesitados del consuelo y la compañía de la palabra”.
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Era la década de 1940. El año de 1946 para ser exactos. López Escauriaza, hermano de Luis Carlos el Tuerto López, dirigía El Universal de Cartagena. Dos escritores jóvenes tenían sus columnas, Telón de fondo y Punto y coma. La primera era de una temática arbitraria y coyuntural. La otra era una suerte de laboratorio experimental. En esa década Dámaso Alonso visitó Colombia, cuando aún tenía intacto en la memoria el rescate de Góngora, y fue alojado por ambos escritores. Escuchó ideas sobre una casa y una mujer mayor, y preocupaciones por cómo narrar la complejidad del Caribe, una empresa moderna que hasta entonces escaseaba en Colombia.
Le sugerimos: Antonio Machado, el estoico apasionado
Para Héctor Rojas Herazo el periodismo y la poesía no eran divisibles. Y aunque a lo largo de la historia en Occidente se han explorado las convergencias entre el periodismo y la literatura, ha sido específicamente por las escrituras narrativas, pero del periodismo y la poesía: impensable, salvo para un poeta: “Sentir y comunicar es una misma acción tanto para un poeta como para un periodista”, decía. Por eso Telón de fondo bien podía contar un día la historia de un político, otro cómo se llevó a cabo un festival, otro reflexionar sobre guerras civiles o incluso mitos. Rojas Herazo concibió que en ambas escrituras hay, a fin de cuentas, información: ambas expresan y cuentan la experiencia humana.
La pintura tampoco le fue extraña a la poesía. Además de las novelas Respirando el verano (1962), En noviembre llega el arzobispo (1967), Celia se pudre (1985) y los poemarios Rostro en la soledad (1951), Tránsito de Caín (1952), Desde la luz preguntan por nosotros (1954), Agresión contra las formas del ángel (1961), Úlceras de Adán (1996) y Candiles en la niebla (póstumo), su obra se conformó por más de 60 exposiciones de pinturas presentadas principalmente en Colombia, España, Estados Unidos y Alemania, en las que con colores vivos retrató a la gente y la vida del mar: serenatas del pueblo, gallos, vendedoras. “Yo tengo verdadera obsesión por las vendedoras -contaba-. Para mí son reinas de una altísima comarca. De allí esa majestad, esa quietud casi amenazadora, esa hipnótica introversión que he perseguido de ellas. Igual con los jauleros y los músicos. Trato de alcanzar ese centro hierático que hace posible su rigurosa gestualidad, igual con las frutas y los peces. Todos ellos son facciones que conforman el rostro de nuestra geografía. Lo que ellos encierran de trascendente localismo. Estoy, pues, a la búsqueda de una mitografía”.
Y esa mitografía, tanto como en su pintura, en su literatura tuvo varias aristas; partiendo de una separación enunciativa frente a los poetas del centro, con quienes quiso diferir en cuanto a tópicos y formas, lo que, a grandes rasgos, implicaba una propuesta y una noción de poesía completamente diferente a aquellos quienes escribían “versallismos de trastienda” y prendían “bombillitas de proscenio”. Le molestaba tanto formalismo y las exageraciones ostentosas. Quería optar por algo más visceral y físico, más oral, más honesto: buscar, como un pescador en mar adentro, y hallar las complejidades de la modernidad entre la ruralidad caribeña. También fue ajeno a la separación de géneros, consideraba que una novela podía ser la consagración de muchos cuentos juntos y que un cuento podía ser una novela.
Le puede interesar ver la tertulia de El Magazín Cultural, en el marco de la FILBO, sobre los 700 años de la muerte de Dante
Desde Don Quijote hasta César Vallejo y Pablo Neruda, pasando por Antonio Machado, Azorín, Valle Inclán, Rómulo Gallegos, Horacio Quiroga, José Eustasio Rivera y Benito Lynch, las lecturas le dieron luces sobre una modernidad que en la narrativa en Colombia si acaso llevaba el nombre de Eduardo Zalamea Borda (con Cuatro años a bordo de mí mismo, publicada en 1934) y que con los años seguiría trayendo encuentros entre el mismo Rojas Herazo y García Márquez, como en aquella década del cuarenta.
En una entrevista con Jorge García Usta, en 1990, le confesó de sus pinturas “son testimonios de durísimas batallas entre mi imaginación y mis habilidades. De todas maneras, no hay mejor maestro de sí mismo que un aprendiz entusiasta. Trato de sacarles el máximo provecho a mis orfandades. No olvidemos que todo conocimiento que adquirimos es siempre, en alguna forma, un conocimiento de nosotros mismos. ¿Hasta qué punto el uso de los materiales, la intención, busca explorar nuestra ancestral sensualidad como pueblo?”.
Pintó desde los siete años. Y los recuerdos fueron sus primeras escrituras: “Mi abuela ha sido el eje de mi vida -continuando con García Usta-. Ella es mi infancia. Lentamente se ha convertido en una fuerza arquetípica, en algo trascedente que arropa y pretende explicar mis interrogantes centrales. Ha dejado de ser la abuela de un hombre para convertirse en la matriarca, en el símbolo mismo de la herencia y de la tierra. (…) Necesité meterme en mí mismo, tratar de alcanzar mis núcleos secretos, para ir descubriendo su irradiante significado”.
Le sugerimos ver la tertulia de El Magazín Cultural, en el marco de la FILBo, sobre Filosofía y memoria: El Magazín Cultural en la FILBo
Una casa de ventanales grandes. Un patio. Una abuela. La melancolía. La nostalgia. La desolación. La tristeza. El abandono. La naturaleza. El paso del tiempo. La muerte. En el prólogo de la edición conmemorativa de Respirando el verano, que se lanza este jueves, Federico Díaz-Granados escribe: “Macondo en los mapas puede estar en el bajo Magdalena, el condado de Yoknapatawpha, de William Faulkner, a orillas del río Mississippi, y Santa María, de Juan Carlos Onetti, podría ser perfectamente un pueblo a orillas del río de La Plata, Cedrón es un pueblo costero caluroso donde el salitre del mar modifica los colores del paisaje. Igual el río está cerca y eso trae migraciones, instrumentos musicales y nuevas formas de la cultura. Celia y la casa son protagonistas y del destino de una depende el de la otra. Esa casa podría ser perfectamente la casa de todos, a la que regresamos en sueños, donde fuimos felices alguna vez y donde la imaginación fue ilimitada (…). Esa simbiosis como el principal sustrato poético de la obra que luego se vendrían a desarrollar posteriormente en novelas como En noviembre llega el arzobispo (1966) y Celia se pudre (1985) para completar la saga, la novela total”.
Luego de Respirando el verano, en En noviembre llega el arzobispo, la novela con la que ganó el celebrado Premio Esso, aquella preocupación por el paso del tiempo se alarga mientras el hombre se expande entre la naturaleza y, a través de los recuerdos, lucha contra la muerte. Celia se pudre es la nostalgia y el irremediable regreso al origen. El Caribe, decía Rojas Herazo, no es alegría y fiesta: son pueblos desolados, tristes y abandonados estatalmente: “Hasta el momento, en poesía y en novela he tratado de ser fiel a un sabor, a un estar, a una conducta somática que nos impone el Caribe. Los sentidos allí están al rojo vivo (como sus pinturas). La realidad es tan mordiente, tan perentoria, que resulta irreal. Mientras más verídicos, más oníricos. En eso estamos”.
Seguido le preguntaban qué vendría después de Celia se pudre. Respondía que lo que tuviera que venir, eso sí, que seguiría narrando, es decir, narrándose.