Henry David Thoreau: un moderno peripatético
Para Henry David Thoreau, el autor de “La desobediencia civil”, el acto de caminar era fundamental para reflexionar sobre la libertad y la naturaleza.
Andrés Osorio Guillott
El movimiento como el paso de la potencia al acto. Así hablaba Aristóteles de este principio. Y podría relacionarse esta definición con lo que puede simbolizar la acción de caminar, de moverse de un punto a otro para que circulen las ideas y estas fluyan con tal libertad que encuentren en la imaginación un sinfín de probabilidades y formas de realizarse.
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El movimiento como el paso de la potencia al acto. Así hablaba Aristóteles de este principio. Y podría relacionarse esta definición con lo que puede simbolizar la acción de caminar, de moverse de un punto a otro para que circulen las ideas y estas fluyan con tal libertad que encuentren en la imaginación un sinfín de probabilidades y formas de realizarse.
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De Aristóteles también vienen los peripatéticos, esa escuela de pensamiento que se caracterizó por hablar y debatir ideas mientras se caminaba. Una tradición que viene desde la Antigua Grecia y que en varios tiempos y latitudes ha sido rescatada por artistas y pensadores. Henry David Thoreau, el filósofo estadounidense recordado principalmente por su texto sobre La desobediencia civil -que nació de una conferencia escrita que se publicó en 1849-, fue uno de ellos.
Cuenta Fredy Ordoñez, editor de Un libro al viento en el texto de Caminar y una vida sin principios, que fue el viaje que realizó Thoreau a los 22 años junto con su hermano John a los ríos Concord y Merrimack el que sirvió de epifanía para que el autor estadounidense se aventurara a escribir. Su asombro por los ríos y una relación con la naturaleza -no de forma utópica-, marcaron parte de los hábitos y las ideas del escritor.
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“Es verdad que hoy en día, incluidos los caminantes, no somos más que unos cruzados de corazón débil que acometen empresas inacabables sin perseverancia. Nuestras expediciones no consisten más que en dar una vuelta y en las tardes nos conducen de regreso al mismo hogar del que partimos. La mitad de la jornada consiste en desandar nuestros pasos. Tal vez deberíamos emprender las caminatas más cortas con un imperecedero espíritu de aventura, sin la intención de retornar, dispuestos a enviar nuestros corazones embalsamados como reliquias a nuestros reinos desolados”, escribió Thoreau en Caminar.
De sus peripecias surgió, por ejemplo, su relación con la libertad, un tema que en varios momentos de su obra apareció implícita o explícitamente. “¿Para qué entonces la conciencia individual? Creo que antes que súbditos tenemos que ser hombres,”, se preguntó en La desobediencia civil, apelando a ese principio que para él era fundamental a la hora de cuestionar al Estado y sus leyes.
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“Para hablar desde mi propia experiencia, a mi compañero y a mí -pues en ocasiones tengo un compañero- nos gusta imaginar que somos miembros de una orden nueva, o más bien antigua: no somos equitadores ni caballeros, ni jinetes de ningún tipo, sino caminantes, una categoría que considero más antigua y honorable. (...) Hemos notado que somos casi los únicos por aquí que practican este noble arte; aunque, a decir verdad, por lo menos si hemos de dar crédito a sus afirmaciones, a la mayoría de mis vecinos le gustaría pasear de vez en cuando como yo lo hago, pero no pueden. Ninguna riqueza puede comprar el indispensable tiempo libre, la libertad y la independencia que constituyen el capital de esta profesión”.
No solo fue la libertad, sino también su cuestionamiento constante por el orden social. En el libro ya mencionado, en el que también se incluye el texto llamado Una vida sin principios, el filósofo estadounidense expone su crítica a una vida dedicada al trabajo, al ritmo incesante que propone lo laboral como una fuerza que coarta precisamente el tiempo libre y la posibilidad de desarrollar el ocio y otras actividades que alimentan el sentido de la existencia.
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“Este mundo es un lugar de negocios. ¡Qué incesante ajetreo! Casi todas las noches me despierta el jadeo de la locomotora. Interrumpe mis sueños. No hay descanso. Sería glorioso ver a la humanidad ociosa por una vez. Todo es trabajar, trabajar, trabajar. No me resulta fácil comprar un cuaderno en blanco para escribir mis pensamientos; por lo general vienen rayados para los dólares y los céntimos. (...) Creo que no hay nada, ni siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía y a la vida misma que este incesante ajetreo”.
Ese ocio anclado al hecho de caminar sin la presión del ajetreo. Y el acto de caminar como una posibilidad de ejercer la libertad en tiempos donde justamente el ruido de las máquinas empezaron a marcar el ritmo de vida de las personas, reemplazando el sigiloso “tic, tac” de los relojes.
“En cuanto a la posibilidad de utilizar los medios que el Estado ha creado para remediar el mal, no tengo conocimiento de tales medios. Toman mucho tiempo, y la vida de un hombre es demasiado corta. Tengo otras muchas cosas que hacer. No vine a este mundo con la misión fundamental de convertirlo en un buen sitio para vivir, sino para vivir en él, sea bueno o sea malo. Un hombre no está obligado a hacerlo todo, sólo a hacer algo; y puesto que no puede hacerlo todo, es innecesario que lo que haga sea algo injusto”, dijo en La desobediencia civil, refiriéndose también a una reflexión que surgió en su texto Caminar, y es aquella en la que dice “Sobre todas las cosas no podemos permitirnos no vivir en el presente. Bendito entre todos los mortales quien no pierde ni un instante de la vida que pasa en recordar el pasado”.
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