Hoy amanecí muerto (Cuentos de sábado en la tarde)
Hoy amanecí muerto. Lo supe porque oí la alarma del despertador, cuando generalmente sigo como si nada, fundido a negro, impávido, hasta que mi mamá toca a mi puerta y me grita: “Martín, son las cinco, tienes que levantarte”.
M. Mantra
Y, a propósito, esta vez no le contesté refunfuñando ni maldiciendo mi suerte de proletario; no, todo lo contrario, sus palabras me hicieron estremecer de ternura y calidez. “Hola mamita, ya estoy despierto”, alcancé a decir. Pero ella siguió golpeando con sus nudillos la madera lacada de la puerta y gritando: “¡Martín, Martín, tienes que levantarte, Martín!”. No obstante, una colcha de silencio siguió cubriendo nuestra madrugada.
Me incorporé de la cama y quise tocar el pomo de la puerta, pero mi mano pasó derecho. Giré en redondo, como por reflejo, y vi mi cuerpo en mi lecho vuelto un ovillo, con los puños crispados frente a la cara pálida-amarillenta, ajada, como los pétalos de una flor olvidada por semanas en el jarrón. Era como verme en un espejo tridimensional o en un álbum de fotos viejo y manoseado de imágenes borrosas, de manchas y arrugas en las esquinas.
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Mamá al fin abrió la puerta, de par en par, desesperada, y entró a mi cuarto. Esquivó zapatos, calcetines, jeans y camisetas, abandonados en el piso, y se abrazó a mí, como si su instinto materno ya le hubiera notificado mi estado, directo al corazón y a sus conductos lacrimales: señora, su hijo ha abandonado el mundo de los vivos. Quise abrazarme también a ella, para consolarla, sin embargo, por más que lo intenté, no pude ni siquiera arrugarle el camisón con mi presencia difuminada de carga existencial. Polvo eres, en polvo te convertirás o, en mi caso, en puñado de átomos o fotones en suspensión, frente a la agonía de tu propia madre te convertirás.
Ante tanta algarabía, Tania, mi hermana, también llegó a mi cuarto, despeinada y frotándose los ojos con desesperación; otro ramalazo de ternura me embistió al verla así, con su pijama de Hello Kitty y suspendida entre la realidad y el mundo de los sueños. Hacía seis meses que no cruzábamos palabra desde que discutimos por hacerse novia de uno de mis excompañeros del trabajo; un imbécil bueno para nada, un borracho cuyo único talento es tirarse pedos en todas las tonalidades posibles.
“Tania, nena, no te angusties, soy yo”, alcancé a murmurar pero claro, nadie me oyó, y ella simplemente se abalanzó sobre mi madre con una angustiosa descarga de preguntas: “¿Mamá, qué pasa? ¿estás bien? ¿Por qué lloras? ¿Qué le pasa a Martín? ¿Por qué se ve así? mamá, mamá…”.
Rodeé la cama e intenté lo lógico, y lo que le había escuchado a una de las chicas de mi oficina cuando, según ella, tenía “desdoblamientos” mientras dormía, y su “alma abandonaba su cuerpo”: volver a sí mismo, retornar a la propia materia; esta, que en mi caso, me rechazó y me lanzó contra la pared.
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No me dolió el golpe, ni me aturdió, visto que ya no tenía sistema nervioso, supongo. Ni siquiera sentí nada cuando, en vano, mi hermana le propinó varias cachetadas a mi cara muerta y mustia. Tengo los ojos cerrados, la boca apretada, en un gesto de dolor. ¿Un infarto? ¿Un aneurisma o algo así? Supongo que no dolió tanto si no me despertó... y tocándome el costado izquierdo del pecho me sorprendió un hombrecillo de overol azul, botas de puntera de acero y casco de albañil, apurándome para que me quitara de su camino.
“¿Perdón, y usted quién es?”, le inquirí, consternado por la idea de que fuera un fantasma o un espectro o un alma en pena, como yo lo era en esos precisos instantes, o lo podría ser dentro de muy poco. “Lo siento, joven, tenemos que montar la siguiente escenografía; la del sepelio y, posteriormente, la de la funeraria, no tenemos mucho tiempo, además, usted no debería estar aquí, ¿me entiende?”, me contestó, con un dejo de reproche en su voz gangosa como de muñeco de ventrílocuo.
“Este es mi cuarto, esta es mi familia…” le respondí. “Mire, Maestro Marceaux, soy consciente de que esto es nuevo para usted, pero…”, y lo corté con un perentorio: “¿Cómo me llamó?”. “Marceaux, Maestro Marceaux, el teatrero Martín Marceaux…”, “Yo no soy ningún teatrero, soy contador, y mi apellido es Marcelo, Martín Marcelo Velasco es que me llamo”, le respondí a punto de cogerlo por el cuello y meterle un puñetazo. “A ver a ver, aquí dice…”, comentó, atravesando entre los dos, como barrera de protección, una tabla de madera a la que llevaba sujeto, con un enorme gancho metálico tipo mariposa, un montón de papeles.
De fondo, mi mamá continuaba sollozando y pidiéndole, en vano, explicaciones al cielo raso de mi cuarto, tapizado con afiches de mis modelos favoritas. Entre tanto, mi hermana llamó una ambulancia; Tania, como siempre tan sensata y de sangre fría.
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El tipo, quien me recordó a los oompa loompas de Charlie y la Fábrica de Chocolates, carraspeó y me pidió un minuto, mientras se comunicaba con alguien a través de un walkie talkie: “Central, tenemos un 323 en acción, repito, 323 en acción, cambio”, le respondieron murmullos entrecortados por la estática, que él solo parecía interpretar. “Martín Marceaux, Avenue Le Corbusieur 35… Martín Marcelo Velasco…. Cambio…”. Más estática, más murmullos. “Perfecto le copio, cordial saludo, mil gracias”, dijo, y volvió a meterse el walkie talkie en el bolsillo trasero del overol.
“En efecto, mil disculpas, joven; no es usted, qué pena la molestia, al parecer hubo un error de digitación cósmica en nuestra base de datos o algo así. No es con usted la cosa, ¿contador me dijo que era? Pues todo será más fácil cuando le toque, con esa profesión tan anodina”, me dijo, rascándose la cabeza debajo del casco.
“Qué me está diciendo, qué es todo esto, mi mamá, mírela como sufre… maldito estúpido de qué me está hablando”, y no aguanté más, y le mandé un certero puñetazo, que le hubiera volado al menos un diente de su retorcida boca, si no es porque desperté en el acto, entre los brazos de mi mamá.
“Mi amor, qué pasó, Dios mío, un milagro, ¿estás bien? ¡Tania, Tania… mira despertó, mi hijo está vivo!”. A lo lejos se escuchaba el lamento de una sirena, cada vez más cercano, rompiendo en pedazos lo que quedaba de la noche, y despertando, de paso, a todo el vecindario.
“Hijueputa, Martín. Ya te había dicho que no siguieras tomándote esas malditas pastillas para dormir”, me reclamó Tania, y se unió a nuestro abrazo, lloriqueando a moco tendido. De hecho, no recuerdo cuándo fue la última vez que nos demostramos algo de afecto.
“Qué pasó, mamá, ¿están bien? Lo siento, lo siento, tuve el sueño más extraño de mi vida, estaba muerto, y ustedes lloraban y un tipo bajito llegó y me preguntó y….”, y mi narración fue interrumpida por un par de paramédicos, que me empezaron a auscultar por todos lados, y aseguraron que aunque todo parecía normal lo mejor era llevarme a la clínica para permanecer en observación, al menos un par de horas.
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“No, no es necesario, me opongo”, les dije, y Tania remató, “Sí, mejor déjenlo aquí, con la cuenta de la ambulancia es más que suficiente…”.
“Lo sentimos, es mejor no correr riesgos y practicarle algunos exámenes de rutina, es el protocolo”, dijo uno de los camilleros, ya con una parte de mi cuerpo en vilo como si fuera una carga que no siente u opina.
“Tania, cómo dices esas cosas, llévenselo por favor, la plata es lo de menos, pudo ser un pre-infarto, angina de pecho, qué se yo, nosotras los seguimos en el carro…”, aseguró mi mamá, zanjando la discusión y limpiándose los mocos y las lágrimas con la manga del camisón.
Y el bulto, pseudo-enfermo y cuasi agónico, fue depositado en una camilla e introducido, con dificultad en la ambulancia, a lo mejor era demasiado temprano y los socorristas no habían desayunado.
Una vez instalado adentro, con el suero en mi antebrazo, y convenientemente sujeto a la camilla, escuché el clac de las puertas del vehículo al cerrarse. Respiré al fin aliviado, imbuido de una cálida sensación, casi reconfortante, como si hubiera vuelto a nacer, riéndome de mi propia estupidez y de los alcances de mi subconsciente, hasta que al lado se me sentó el mismo hombrecillo que acababa de ver en mi supuesto sueño. El del overol, casco y botas de seguridad, quien ahora me extendía su tabla repleta de documentos, junto con un lapicero: “qué pena molestarlo de nuevo, joven, olvide pedirle su firma en la forma 323. Es para que todo quede en regla, ¿me entiende?”.
Y, a propósito, esta vez no le contesté refunfuñando ni maldiciendo mi suerte de proletario; no, todo lo contrario, sus palabras me hicieron estremecer de ternura y calidez. “Hola mamita, ya estoy despierto”, alcancé a decir. Pero ella siguió golpeando con sus nudillos la madera lacada de la puerta y gritando: “¡Martín, Martín, tienes que levantarte, Martín!”. No obstante, una colcha de silencio siguió cubriendo nuestra madrugada.
Me incorporé de la cama y quise tocar el pomo de la puerta, pero mi mano pasó derecho. Giré en redondo, como por reflejo, y vi mi cuerpo en mi lecho vuelto un ovillo, con los puños crispados frente a la cara pálida-amarillenta, ajada, como los pétalos de una flor olvidada por semanas en el jarrón. Era como verme en un espejo tridimensional o en un álbum de fotos viejo y manoseado de imágenes borrosas, de manchas y arrugas en las esquinas.
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Mamá al fin abrió la puerta, de par en par, desesperada, y entró a mi cuarto. Esquivó zapatos, calcetines, jeans y camisetas, abandonados en el piso, y se abrazó a mí, como si su instinto materno ya le hubiera notificado mi estado, directo al corazón y a sus conductos lacrimales: señora, su hijo ha abandonado el mundo de los vivos. Quise abrazarme también a ella, para consolarla, sin embargo, por más que lo intenté, no pude ni siquiera arrugarle el camisón con mi presencia difuminada de carga existencial. Polvo eres, en polvo te convertirás o, en mi caso, en puñado de átomos o fotones en suspensión, frente a la agonía de tu propia madre te convertirás.
Ante tanta algarabía, Tania, mi hermana, también llegó a mi cuarto, despeinada y frotándose los ojos con desesperación; otro ramalazo de ternura me embistió al verla así, con su pijama de Hello Kitty y suspendida entre la realidad y el mundo de los sueños. Hacía seis meses que no cruzábamos palabra desde que discutimos por hacerse novia de uno de mis excompañeros del trabajo; un imbécil bueno para nada, un borracho cuyo único talento es tirarse pedos en todas las tonalidades posibles.
“Tania, nena, no te angusties, soy yo”, alcancé a murmurar pero claro, nadie me oyó, y ella simplemente se abalanzó sobre mi madre con una angustiosa descarga de preguntas: “¿Mamá, qué pasa? ¿estás bien? ¿Por qué lloras? ¿Qué le pasa a Martín? ¿Por qué se ve así? mamá, mamá…”.
Rodeé la cama e intenté lo lógico, y lo que le había escuchado a una de las chicas de mi oficina cuando, según ella, tenía “desdoblamientos” mientras dormía, y su “alma abandonaba su cuerpo”: volver a sí mismo, retornar a la propia materia; esta, que en mi caso, me rechazó y me lanzó contra la pared.
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No me dolió el golpe, ni me aturdió, visto que ya no tenía sistema nervioso, supongo. Ni siquiera sentí nada cuando, en vano, mi hermana le propinó varias cachetadas a mi cara muerta y mustia. Tengo los ojos cerrados, la boca apretada, en un gesto de dolor. ¿Un infarto? ¿Un aneurisma o algo así? Supongo que no dolió tanto si no me despertó... y tocándome el costado izquierdo del pecho me sorprendió un hombrecillo de overol azul, botas de puntera de acero y casco de albañil, apurándome para que me quitara de su camino.
“¿Perdón, y usted quién es?”, le inquirí, consternado por la idea de que fuera un fantasma o un espectro o un alma en pena, como yo lo era en esos precisos instantes, o lo podría ser dentro de muy poco. “Lo siento, joven, tenemos que montar la siguiente escenografía; la del sepelio y, posteriormente, la de la funeraria, no tenemos mucho tiempo, además, usted no debería estar aquí, ¿me entiende?”, me contestó, con un dejo de reproche en su voz gangosa como de muñeco de ventrílocuo.
“Este es mi cuarto, esta es mi familia…” le respondí. “Mire, Maestro Marceaux, soy consciente de que esto es nuevo para usted, pero…”, y lo corté con un perentorio: “¿Cómo me llamó?”. “Marceaux, Maestro Marceaux, el teatrero Martín Marceaux…”, “Yo no soy ningún teatrero, soy contador, y mi apellido es Marcelo, Martín Marcelo Velasco es que me llamo”, le respondí a punto de cogerlo por el cuello y meterle un puñetazo. “A ver a ver, aquí dice…”, comentó, atravesando entre los dos, como barrera de protección, una tabla de madera a la que llevaba sujeto, con un enorme gancho metálico tipo mariposa, un montón de papeles.
De fondo, mi mamá continuaba sollozando y pidiéndole, en vano, explicaciones al cielo raso de mi cuarto, tapizado con afiches de mis modelos favoritas. Entre tanto, mi hermana llamó una ambulancia; Tania, como siempre tan sensata y de sangre fría.
Le sugerimos leer: La alquimia musical de los Alcolirykoz
El tipo, quien me recordó a los oompa loompas de Charlie y la Fábrica de Chocolates, carraspeó y me pidió un minuto, mientras se comunicaba con alguien a través de un walkie talkie: “Central, tenemos un 323 en acción, repito, 323 en acción, cambio”, le respondieron murmullos entrecortados por la estática, que él solo parecía interpretar. “Martín Marceaux, Avenue Le Corbusieur 35… Martín Marcelo Velasco…. Cambio…”. Más estática, más murmullos. “Perfecto le copio, cordial saludo, mil gracias”, dijo, y volvió a meterse el walkie talkie en el bolsillo trasero del overol.
“En efecto, mil disculpas, joven; no es usted, qué pena la molestia, al parecer hubo un error de digitación cósmica en nuestra base de datos o algo así. No es con usted la cosa, ¿contador me dijo que era? Pues todo será más fácil cuando le toque, con esa profesión tan anodina”, me dijo, rascándose la cabeza debajo del casco.
“Qué me está diciendo, qué es todo esto, mi mamá, mírela como sufre… maldito estúpido de qué me está hablando”, y no aguanté más, y le mandé un certero puñetazo, que le hubiera volado al menos un diente de su retorcida boca, si no es porque desperté en el acto, entre los brazos de mi mamá.
“Mi amor, qué pasó, Dios mío, un milagro, ¿estás bien? ¡Tania, Tania… mira despertó, mi hijo está vivo!”. A lo lejos se escuchaba el lamento de una sirena, cada vez más cercano, rompiendo en pedazos lo que quedaba de la noche, y despertando, de paso, a todo el vecindario.
“Hijueputa, Martín. Ya te había dicho que no siguieras tomándote esas malditas pastillas para dormir”, me reclamó Tania, y se unió a nuestro abrazo, lloriqueando a moco tendido. De hecho, no recuerdo cuándo fue la última vez que nos demostramos algo de afecto.
“Qué pasó, mamá, ¿están bien? Lo siento, lo siento, tuve el sueño más extraño de mi vida, estaba muerto, y ustedes lloraban y un tipo bajito llegó y me preguntó y….”, y mi narración fue interrumpida por un par de paramédicos, que me empezaron a auscultar por todos lados, y aseguraron que aunque todo parecía normal lo mejor era llevarme a la clínica para permanecer en observación, al menos un par de horas.
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“No, no es necesario, me opongo”, les dije, y Tania remató, “Sí, mejor déjenlo aquí, con la cuenta de la ambulancia es más que suficiente…”.
“Lo sentimos, es mejor no correr riesgos y practicarle algunos exámenes de rutina, es el protocolo”, dijo uno de los camilleros, ya con una parte de mi cuerpo en vilo como si fuera una carga que no siente u opina.
“Tania, cómo dices esas cosas, llévenselo por favor, la plata es lo de menos, pudo ser un pre-infarto, angina de pecho, qué se yo, nosotras los seguimos en el carro…”, aseguró mi mamá, zanjando la discusión y limpiándose los mocos y las lágrimas con la manga del camisón.
Y el bulto, pseudo-enfermo y cuasi agónico, fue depositado en una camilla e introducido, con dificultad en la ambulancia, a lo mejor era demasiado temprano y los socorristas no habían desayunado.
Una vez instalado adentro, con el suero en mi antebrazo, y convenientemente sujeto a la camilla, escuché el clac de las puertas del vehículo al cerrarse. Respiré al fin aliviado, imbuido de una cálida sensación, casi reconfortante, como si hubiera vuelto a nacer, riéndome de mi propia estupidez y de los alcances de mi subconsciente, hasta que al lado se me sentó el mismo hombrecillo que acababa de ver en mi supuesto sueño. El del overol, casco y botas de seguridad, quien ahora me extendía su tabla repleta de documentos, junto con un lapicero: “qué pena molestarlo de nuevo, joven, olvide pedirle su firma en la forma 323. Es para que todo quede en regla, ¿me entiende?”.