Jaime Garzón y la necesidad de pensar en qué es lo posible entre nosotros
Tras 22 años del asesinato del periodista y humorista, Alfredo Garzón presenta un adelanto de una novela gráfica que, con el apoyo financiero de la FLIP, busca explorar la obra y el legado de Jaime Garzón. Debatiendo aún opciones de título, teniendo “Heyoka” como una opción inicial, la versión digital de la novela estará terminada para finales de este año.
María José Noriega Ramírez
Navegar por entre los recuerdos, habitar espacios y memorias de la infancia y de la adolescencia, en medio de una ausencia de 22 años, para usar las palabras y el lenguaje con el ánimo de conciliarse con el duelo, con la pérdida, pero, sobre todo, para encontrar justicia en medio de una sociedad que parece empeñarse en hacer lo contrario. Buscar en un escenario distinto al poder político y judicial una vía para recordar a Jaime Garzón, y sus luchas y batallas, planteando las dudas y preguntas que persisten tras su asesinato, y hacerlo a través del arte, el lugar que por excelencia es el escenario del pensamiento crítico, aquella práctica que, a través del humor político, la desobediencia y la acción de llevar la contraria, él tanto defendió. “La palabra y la relación que tenemos con ella, primero con la propia y luego con la de los demás, es lo único que nos queda”, afirma Alfredo Garzón, quien tras años de pensar en cómo saciar ese deseo de contar la historia de su hermano, que termina siendo la historia de cómo él ha vivido desde el 13 de agosto de 1999 hasta hoy, encontró en una novela gráfica el medio para hacerlo.
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Pensar en Jaime Garzón, más que como humorista, como un pedagogo de la democracia, como un ciudadano que en medio de la diferencia trató de encontrar aquello posible entre todos. Considerarlo un negociador y reconocer esa habilidad desde que eran niños, desde que en la sala de la casa se reunían a jugar con los guantes de boxeo, que eran sus juguetes favoritos, hasta recordarlo como la persona capaz de sentar a la mesa a personas con posturas políticas opuestas, evocando los almuerzos que su mamá preparaba para todo aquel que pasaba por el centro de Bogotá con ganas de encontrar buena comida y compañía. “Gracias a ese azar cotidiano se formaban unos convites híbridos, absolutamente improbables, y a partir de eso se construían lazos entre personas que jamás se hubieran conocido”. Entre tanto, la casa Garzón permanecía con la radio encendida, sintonizando La cantaleta y la voz de Humberto Martínez Salcedo, a lo que se sumaban las muchas historias del Bogotazo que su mamá les solía contar. Y es que el símbolo de Jorge Eliécer Gaitán fue una constante en sus vidas, fue una figura clave en la infancia de los hermanos Garzón, y aún el legado del caudillo liberal se asocia con las batallas que el humorista y periodista emprendió en vida, pues los dos, a pesar de los años que los separaron, y pagando con su vida la defensa de sus convicciones, compartieron un fin común: transformar el país desde los sectores vulnerables, desde las bases sociales tradicionalmente excluidas, desafiando discursos y posturas hegemónicas.
Si el terror busca poner fin al sentido de las palabras, hablar de Jaime Garzón tiene el sentido contrario. Esta novela gráfica es una resistencia al miedo, es un intento por construir, en medio de la vulnerabilidad, puntos de encuentro en un país que sigue viviendo en el dolor, en una sociedad que sigue enfrentándose a duelos complejos. Una de las muchas preguntas que suscita la novela es por qué en Colombia la práctica política implica anular y eliminar al otro, en lugar de lidiar con el conflicto y aceptar la diferencia. “A pesar del paso del tiempo, y en contraste con la cruda realidad colombiana, la imagen de Jaime Garzón se potencia. Esa capacidad de afectar a otros y dejarse afectar por lo que sucedía en el país es lo que lo mantiene vivo. Por qué el país insiste en asesinar estas figuras es una de las grandes preguntas de este relato”, cuenta Verónica Ochoa, dramaturga y autora de la obra Corruptour, caso Jaime Garzón, quien también hace parte de la elaboración de la novela.
Recuerdo haber ido, hace algunos años, a la Universidad del Quindío. Los estudiantes estaban protestando en nombre de mejores garantías educativas y allí, en una de las paredes del edificio, había un grafiti, en medio de una explosión de colores, de Jaime Garzón. Este es solo uno de los muchos que han existido, pues su sueño de hacer de este país un lugar donde primen la igualdad y la paz ha superado su existencia física, permeando el imaginario social de la Colombia reciente. Su bandera se ha convertido en la consigna de muchos otros, que incluso no llegaron a conocerlo en vida, pero que de alguna manera lo han llegado a hacer. “Jaime está vivo en los deseos de esos jóvenes y, en ese sentido, el libro es un trabajo en vivo, es un esfuerzo por hacernos grandes preguntas”, reconoce Garzón.
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Recordando que en el momento en el que estaba plasmando en la novela las vivencias que compartió con su hermano durante la adolescencia, como el paro cívico del 78, en el que experimentaron por primera vez la libertad de expresión en el país, escuchó el estallido social del reciente paro nacional, y confiesa que encontró inspiración en las recientes movilizaciones sociales. “Todas esas manifestaciones, muchas de ellas artísticas, alrededor de expresar el deseo de los jóvenes por construir un país diferente, se encuentran con lo que dijo Jaime. Es un sueño de país”. Pensando que detrás de este estallido social existe la posibilidad de deconstruir referentes, símbolos e ideas, con la intención de elaborar nuevas formas de entendernos y relacionarnos, aquella idea de encontrar qué es lo posible entre nosotros permanece vigente. Por eso la novela, a partir de las palabras y las imágenes, ofrece un espacio para que el lector genere una narración emotiva, una lectura que le permita acercarse a la historia de Jaime Garzón desde su propio contexto e historia.
Navegar por entre los recuerdos, habitar espacios y memorias de la infancia y de la adolescencia, en medio de una ausencia de 22 años, para usar las palabras y el lenguaje con el ánimo de conciliarse con el duelo, con la pérdida, pero, sobre todo, para encontrar justicia en medio de una sociedad que parece empeñarse en hacer lo contrario. Buscar en un escenario distinto al poder político y judicial una vía para recordar a Jaime Garzón, y sus luchas y batallas, planteando las dudas y preguntas que persisten tras su asesinato, y hacerlo a través del arte, el lugar que por excelencia es el escenario del pensamiento crítico, aquella práctica que, a través del humor político, la desobediencia y la acción de llevar la contraria, él tanto defendió. “La palabra y la relación que tenemos con ella, primero con la propia y luego con la de los demás, es lo único que nos queda”, afirma Alfredo Garzón, quien tras años de pensar en cómo saciar ese deseo de contar la historia de su hermano, que termina siendo la historia de cómo él ha vivido desde el 13 de agosto de 1999 hasta hoy, encontró en una novela gráfica el medio para hacerlo.
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Pensar en Jaime Garzón, más que como humorista, como un pedagogo de la democracia, como un ciudadano que en medio de la diferencia trató de encontrar aquello posible entre todos. Considerarlo un negociador y reconocer esa habilidad desde que eran niños, desde que en la sala de la casa se reunían a jugar con los guantes de boxeo, que eran sus juguetes favoritos, hasta recordarlo como la persona capaz de sentar a la mesa a personas con posturas políticas opuestas, evocando los almuerzos que su mamá preparaba para todo aquel que pasaba por el centro de Bogotá con ganas de encontrar buena comida y compañía. “Gracias a ese azar cotidiano se formaban unos convites híbridos, absolutamente improbables, y a partir de eso se construían lazos entre personas que jamás se hubieran conocido”. Entre tanto, la casa Garzón permanecía con la radio encendida, sintonizando La cantaleta y la voz de Humberto Martínez Salcedo, a lo que se sumaban las muchas historias del Bogotazo que su mamá les solía contar. Y es que el símbolo de Jorge Eliécer Gaitán fue una constante en sus vidas, fue una figura clave en la infancia de los hermanos Garzón, y aún el legado del caudillo liberal se asocia con las batallas que el humorista y periodista emprendió en vida, pues los dos, a pesar de los años que los separaron, y pagando con su vida la defensa de sus convicciones, compartieron un fin común: transformar el país desde los sectores vulnerables, desde las bases sociales tradicionalmente excluidas, desafiando discursos y posturas hegemónicas.
Si el terror busca poner fin al sentido de las palabras, hablar de Jaime Garzón tiene el sentido contrario. Esta novela gráfica es una resistencia al miedo, es un intento por construir, en medio de la vulnerabilidad, puntos de encuentro en un país que sigue viviendo en el dolor, en una sociedad que sigue enfrentándose a duelos complejos. Una de las muchas preguntas que suscita la novela es por qué en Colombia la práctica política implica anular y eliminar al otro, en lugar de lidiar con el conflicto y aceptar la diferencia. “A pesar del paso del tiempo, y en contraste con la cruda realidad colombiana, la imagen de Jaime Garzón se potencia. Esa capacidad de afectar a otros y dejarse afectar por lo que sucedía en el país es lo que lo mantiene vivo. Por qué el país insiste en asesinar estas figuras es una de las grandes preguntas de este relato”, cuenta Verónica Ochoa, dramaturga y autora de la obra Corruptour, caso Jaime Garzón, quien también hace parte de la elaboración de la novela.
Recuerdo haber ido, hace algunos años, a la Universidad del Quindío. Los estudiantes estaban protestando en nombre de mejores garantías educativas y allí, en una de las paredes del edificio, había un grafiti, en medio de una explosión de colores, de Jaime Garzón. Este es solo uno de los muchos que han existido, pues su sueño de hacer de este país un lugar donde primen la igualdad y la paz ha superado su existencia física, permeando el imaginario social de la Colombia reciente. Su bandera se ha convertido en la consigna de muchos otros, que incluso no llegaron a conocerlo en vida, pero que de alguna manera lo han llegado a hacer. “Jaime está vivo en los deseos de esos jóvenes y, en ese sentido, el libro es un trabajo en vivo, es un esfuerzo por hacernos grandes preguntas”, reconoce Garzón.
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Recordando que en el momento en el que estaba plasmando en la novela las vivencias que compartió con su hermano durante la adolescencia, como el paro cívico del 78, en el que experimentaron por primera vez la libertad de expresión en el país, escuchó el estallido social del reciente paro nacional, y confiesa que encontró inspiración en las recientes movilizaciones sociales. “Todas esas manifestaciones, muchas de ellas artísticas, alrededor de expresar el deseo de los jóvenes por construir un país diferente, se encuentran con lo que dijo Jaime. Es un sueño de país”. Pensando que detrás de este estallido social existe la posibilidad de deconstruir referentes, símbolos e ideas, con la intención de elaborar nuevas formas de entendernos y relacionarnos, aquella idea de encontrar qué es lo posible entre nosotros permanece vigente. Por eso la novela, a partir de las palabras y las imágenes, ofrece un espacio para que el lector genere una narración emotiva, una lectura que le permita acercarse a la historia de Jaime Garzón desde su propio contexto e historia.