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                                                                                                                                Jim Hines: Romper la historia en 9,95 segundos

                                                                                                                                Fue el primer atleta que corrió los 100 metros planos en menos de 10 segundos. Lo hizo en Sacramento, durante las pruebas de clasificación a los Olímpicos del 68, aunque con cronómetro manual, y lo logró en los Juegos de México, el 22 de octubre, con un tiempo de 9.95 segundos. Nacido el 10 de septiembre de 1946 en Dumas, Arkansas, Estados Unidos, se atrevió a negarle la mano al presidente del Comité Olímpico Internacional de aquellos tiempos, Avery Brundage, y fue señalado como uno de los más firmes defensores del “Black Power”.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
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                                                                                                                                Foto: Nátaly Londoño Laura

                                                                                                                                Apenas Jim Hines terminó de correr los cien metros en la pista del Estadio Olímpico Universitario, y de marcar un inverosímil tiempo de 9.95 segundos que partía la historia en dos, los teletipos de las salas de prensa de Ciudad de México, y los de los periódicos de Nueva York y París, y Londres y Buenos Aires y Moscú y Río de Janeiro, comenzaron a explotar. En el fondo, nadie creía lo que acababa de ocurrir, y de una u otra manera, periodistas y atletas y gente de la calle y gerentes y mensajeros, e incluso los compañeros de la Villa Olímpica de Hines, se preguntaban si era cierto lo que habían oído. Y si era verdad lo que decían y repetían en la radio, y lo que la gente comentaba en los bares y los cafés. Y si había sido posible que un hombre, solo un hombre, hubiera podido correr cien metros en menos de diez segundos.

                                                                                                                                Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                                Jim Hines corrió cien metros en un tiempo de 9,95 segundos en los Juegos Olímpicos de 1968.
                                                                                                                                Foto: Nátaly Londoño Laura

                                                                                                                                Apenas Jim Hines terminó de correr los cien metros en la pista del Estadio Olímpico Universitario, y de marcar un inverosímil tiempo de 9.95 segundos que partía la historia en dos, los teletipos de las salas de prensa de Ciudad de México, y los de los periódicos de Nueva York y París, y Londres y Buenos Aires y Moscú y Río de Janeiro, comenzaron a explotar. En el fondo, nadie creía lo que acababa de ocurrir, y de una u otra manera, periodistas y atletas y gente de la calle y gerentes y mensajeros, e incluso los compañeros de la Villa Olímpica de Hines, se preguntaban si era cierto lo que habían oído. Y si era verdad lo que decían y repetían en la radio, y lo que la gente comentaba en los bares y los cafés. Y si había sido posible que un hombre, solo un hombre, hubiera podido correr cien metros en menos de diez segundos.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                En menos de 10 segundos, aquel hombre de 22 años, piel negra, rasgos africanos, mirada de ir siempre más allá y de no conformarse con nada, había pasado del más absoluto anonimato a la gloria, aunque él jamás le diera importancia a aquellas cinco letras pegadas que le sonaban a tanto y a poco, o a nada. Incluso, cuando terminaron los Olímpicos de México, Hines se devolvió a su casita en Oakland, donde había vivido desde los 10 años, y allí se escondió. Pasados muchos años, le diría a un periodista, Miguel Vidal, que en Estados Unidos había tantos campeones olímpicos, que se devoraban como si fueran hamburguesas. Vidal registró aquellas palabras en su libro, Memorias de un reportero, y reseñó parte de la vida de Hines, sus huidas del mundanal ruido, de la gloria, del éxito, y su fugaz paso por algunos equipos de fútbol americano (Miami Dolphins y Kansas City Chiefs).

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                De una u otra manera, directa o no tan directamente, Jim Hines tuvo que padecer el odio del racismo que se vivía en los Estados Unidos desde antes de la Guerra de Secesión (1861-1865), y que en su tiempo, años 60, se multiplicó por millares de millares. Mohamed Alí hablaba de racismo, y Malcolm X, y Luther King, y Rosa Parker. Y hablaban de racismo las Panteras Negras, y la música de Aretha Franklin y de Miles Davis, y la literatura de Allen Ginsberg y Jack Kerouac, y hablarían, gritarían su aversión al racismo Tommie Smith y John Carlos, dos de sus compañeros de equipo en México 68, quienes levantaron el puño derecho al recibir sus medallas luego de imponerse en los 200 metros planos. Hines fue aprehendiendo todos y cada uno de aquellos gestos y de aquellas palabras, que en realidad eran aullidos.

                                                                                                                                Cuando fue a recibir su medalla de oro, pidió que no se la entregara Avery Brundage, el presidente del COI (Comité Olímpico Internacional), pues Brundage era partidario de la segregación, de todo tipo de segregación. Hines quedó marcado luego de su petición. Era el gran sistema de siempre contra unos cuantos, entre los que estaba él. Y fue una persecución. Silenciosa, lenta, efectiva. Por varios años, Hines fue olvidado. Los periodistas que en el 68 le habían rogado para que les hablara, acabaron por hacer un pacto para enviarlo al ostracismo, y en medio del ostracismo, Hines terminó en un perdido pueblo entre Austin y San Antonio de tres mil habitantes llamado Giddings, en el que nadie sabía quién era ni qué había hecho. Sin embargo, la historia iba a otro ritmo, porque su récord era La Historia. Era imposible olvidarla.

                                                                                                                                La última parte de esa historia había empezado a escribirla diez días antes de su registro, cuando arribó a Ciudad de México, una ciudad de millones de habitantes, y por lo tanto, de millones de formas de ver y entender el mundo y de vivir, pero que por aquellos tiempos se había unido en una inmensa ola de indignación por el asesinato de decenas de estudiantes en una plaza que hasta entonces se conocía como Tlatelolco, y que con los tiempos, tal vez para que se olvidaran los hechos, o para rememorarlos, pasó a recordarse como la plaza de las Tres Culturas. Hines hacía parte del equipo de los Estados Unidos, y de una u otra manera, representaba en la mayoría de sus aspectos a los Estados Unidos, con su pasado, sus políticas, sus guerras, sus armas y demás. Los mexicanos tenían una relación de profundos odios y amores con los norteamericanos.

                                                                                                                                Le invitamos a leer Roberto Arlt, o escribir sin gramática ni ortografía (I)

                                                                                                                                Más allá de las investigaciones por la tragedia de Tlatelolco, los Estados Unidos eran sospechosos, como solían serlo cada vez que se desataba una matanza. Nadie tenía pruebas de nada, pero igual, eran sospechosos. Hines era, por lo tanto, uno de esos sospechosos. Un enemigo del pueblo. Un hombre a vencer, como todos sus compañeros. Sentía el peso de la animadversión, pero en lugar de amilanarse, se fortaleció. Sacó fuerzas del señalamiento, que en su caso, como en los de Smith y Carlos y varios más, iban más allá de su nacionalidad y tenían que ver con su color de piel. Hines les debía una victoria a su gente, a sus ancestros, a los que habían muerto por la causa. Y así de seriamente tomó su preparación. Una noche de aquellas, discutió sobre la masacre de Tlatelolco. Se puso del lado de los estudiantes, que eran, que habían sido, los vencidos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Y luego, conversación tras conversación, noticia tras noticia, acabó por comprometerse con la lucha de todos los vencidos, fueran del color o del credo que fueran, pues al fin y al cabo, él era uno de ellos. A las cuatro de la tarde del día que sería su día, comenzó a calentar, muy lentamente, a las órdenes de su entrenador. Se flexionaba, pensaba en la carrera, o en Tlatelolco y en Alí, o en el reverendo Luther King, asesinado en abril, y repasaba paso a paso lo que tendría que hacer apenas sonara el disparo de largada y él pegara su primer brinco. Cualquier detalle, por mínimo que pareciera, podía ser determinante. Un cordón que se le desamarrara, una distracción en el momento de partir, un vaso de agua de más o de menos que tomara, un cálculo mal evaluado y el azar, claro. El azar del viento, más que nada.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El azar no tan azar de que un rival lo rozara, de que él mismo pisara mal y fuera a dar al piso. El azar de que se descerrajara un aguacero en punto de las seis de la tarde, en el preciso instante en que él debía arrancar la carrera más importante de su vida y arremeter con todo a los 16 metros, y luego, pegar el último brinco sobre el final, como si la distancia fuera diez metros más larga, o el azar, en fin, de que sonara un lejano disparo y ese ruido lo atribulara. Hines había previsto todos los detalles que podía imaginar. Incluso, habrá imaginado su abrazo al final con su amigo Charles Green, y la entrega de medallas, y a Brundage, y el himno, y la bandera subiendo centímetro a centímetro por un infinito mástil, y las celebraciones después, y el grito del Black Power y la unión con sus amigos, con sus compañeros de raza y de lucha.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                ¿Se arrepiente de haberse significado como simpatizante del Black Power?, le preguntó en los 80 Miguel Vidal, luego de haberlo ido a buscar al fin del mundo, que estaba situado en Giddings, Texas. Hines, descalzo, camiseta blanca, simplemente le dijo: “No; eso no. Yo siempre seré para los negros de todo el mundo un gran campeón. Nunca he salido de mi entorno; no conozco más que parte de mi país y México, pero imagino que gozaré de simpatia por ahí”. Vivía en una casa de madera cuarteada, casi sin muebles, con las paredes prácticamente desnudas, y polvo y naderías y una foto de su carrera en México, según Vidal. Se había dejado crecer un bigote muy a lo mexicano y tenía unos cuantos kilos de más.

                                                                                                                                Si le interesa leer más de la serie Como de cuento, le sugerimos André Gide: Vivir, escribir y morir a contramano

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La vida se le iba yendo entre trabajos pequeños y oficios varios. Fue dependiente en un almacén de lámparas, negociante de poca monta, y tuvo que vender sus dos medallas de oro olímpicas, la de los 100 metros y la de la carrera de relevos de 4x100. En el 83 se enteraría de que un tal Calvin Smith había quebrado su registro con un tiempo de 9.83, y luego, de que Carl Lewis, Usaín Bolt y otros habían bajado el tiempo de Smith, y por supuesto, el suyo. El mundo se iba olvidando de él cada día más, pese a que cada cuatro años algún viejo cronista recordara su carrera en el Universitario de Ciudad de México, y muy a pesar de que la gran historia estaba ahí y seguiría allí, imborrable, intocable, y esa gran historia se sintetizaba en las imágenes de los videos de la época, que duraban 9.95 segundos. Él, Jim Hines, el número 279 en el pecho y la espalda.

                                                                                                                                Él, Jim Hines, 1.83 metros de estatura, 83 kilos de peso, una pantaloneta blanca, zapatillas beige y una franela azul oscura con letras rojas y blancas que decían USA. Él, Jim Hines, en el carril número tres, inalcanzable, casi que indetectable, inolvidable.

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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