Jim Morrison: ante las puertas de la percepción
La literatura que le dio origen al nombre de la banda The Doors influyó también en la visión de mundo y en los poemas y las canciones de su polémico líder, Jim Morrison. Dado que el 3 de julio se cumplen 50 años desde su fallecimiento, recuperamos un perfil del ícono del rock.
Sara Malagón Llano
Fundada en 1965 en Los Ángeles, la banda de rock The Doors (Las Puertas) tomó su nombre de The Doors of Perception (Las puertas de la percepción) (1954), un ensayo largo de Aldous Huxley. A su vez, Huxley tomó prestado para el título un verso (¿verso?) de El matrimonio del cielo y el infierno (1790) (¿es acaso un poema?) de William Blake: “If the doors of perception were cleansed every thing would appear to man as it is: infinite (Si se limpiasen las puertas de la percepción, todas las cosas aparecerían ante el hombre como son: infinitas)”.
El libro de Blake gira, además, alrededor del eterno imaginario religioso del cielo y el infierno tratado por varios escritores que lo antecedieron. Entre ellos John Milton, autor del epígrafe que suele ponérsele a algunas ediciones del texto, por la evidente influencia que tuvo Paradise Lost (El Paraíso perdido) (1667) en la obra y el pensamiento de Blake.
Esa tradición llegó a manos de Jim Morrison, quien no sólo fue cantautor, también fue poeta. La recibió conscientemente, con los brazos abiertos, y habló, como ellos —pero a su manera—, de otras realidades, o de lo limitada que es la percepción que tenemos de la nuestra. Por ello también es otro eslabón en la cadena de la que hablaron Borges, Foucault y muchos otros: no hay nada nuevo bajo el sol. Pierre Menard también fue autor del Quijote, muchos años después de que Cervantes muriera.
Más allá del lenguaje, más allá de robarse las palabras, estos escritores, incluido Morrison, comparten una idea (casi platónica): la transcendencia. Ahí está, en el centro de sus obras, su propia mirada sobre una realidad o una dimensión que no alcanzamos a percibir en su totalidad.
Para Blake hay dos reinos caídos en disputa, el cielo y el infierno. El lenguaje está plagado de entusiasmo religioso, quizá porque sufrió de visiones a lo largo de su vida. O tal vez es reflejo de un profundo inconformismo político que lo llevó a intentar escapar con las palabras a otras realidades —que, sin embargo, también hablaron de la suya—. En todo caso, la necesidad de ver más allá, y la certeza de que más allá hay algo, están presentes en ese texto amorfo del que Huxley tomó una frase que hizo célebre.
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Dando un salto al siglo XX, Huxley estudió lo que años después Jim Morrison predicaría. Luego de un trabajo investigativo e incluso periodístico, dejó tras de sí un ensayo y dos más que consideran la mezcalina (un alucinógeno) desde todos los ángulos posibles: su estructura química, sus efectos en el cuerpo (a manera de crónica, basándose en su propia experiencia), sus riesgos (la esquizofrenia, por ejemplo) y una explicación histórica y filosófica de su razón de ser, y la de todos los alucinógenos: el hombre, desde tiempos inmemoriales, ha alterado su consciencia como si fuese una necesidad. Mediante mantras, rezos, ejercicios de respiración, movimientos repetitivos, sustancias e incluso autoflagelación —que, por un efecto químico en el cuerpo, puede causar visiones y experiencias místicas—, se asoma de manera anticipada lo transcendente. La borrosa contemplación de la divinidad se hace posible, así, en vida.
“Creo que el espiritualismo moderno y la antigua tradición están ambos en lo correcto. Existe un estado póstumo... Pero también hay un paraíso de feliz experiencia visionaria; existe también un infierno del mismo tipo de experiencia , que es el que sufren los esquizofrénicos y algunos consumidores de mezcalina; y también existe una experiencia, más allá del tiempo, de unión con la Tierra Divina”, escribe. Para Huxley, sin embargo —y así vamos acercándonos a Morrison— lo divino está en lo mundano. La droga es un medio para que las cosas se presenten en su plenitud: coloridas, luminosas, más bellas que nunca. El ser y la belleza se alcanzan por medio de una exacerbación de los sentidos, y no por su negación o supresión. Lo que nos rodea todos los días se muestra distinto cuando se abren las puertas de esa percepción antes obnubilada: “Para la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, el mundo de todos los días es un tanto sombrío y apagado. Pero ciertas personas a menudo —y un mayor número, ocasionalmente— se salpican un poco del resplandor de la experiencia visionaria, y el universo cotidiano se transforma”.
Entonces llegó Jim Morrison, con una mezcla de los dos mundos: lo alto y lo mundano, lo material y lo inmaterial, lo religioso y lo profano. Vino en forma de chamán, de profeta, de niño, de Rey Lagarto, a cantar y recitar versos sobre California, estaciones de gasolina, mujeres, alcohol, y al mismo tiempo sobre el tiempo, la noche, las estrellas, el infinito, la muerte, lo inmaculado. Aunque tenga una voz hermosa y misteriosa, Morrison no fue el genio musical de The Doors. Fue más bien su alma, su espíritu, su ingrediente secreto e imprescindible. Sus letras le dieron sentido a la música, y la música las elevó y las hizo inmortales. Como le decía Pam, el amor de su vida, más que un músico él era un poeta.
Fundada en 1965 en Los Ángeles, la banda de rock The Doors (Las Puertas) tomó su nombre de The Doors of Perception (Las puertas de la percepción) (1954), un ensayo largo de Aldous Huxley. A su vez, Huxley tomó prestado para el título un verso (¿verso?) de El matrimonio del cielo y el infierno (1790) (¿es acaso un poema?) de William Blake: “If the doors of perception were cleansed every thing would appear to man as it is: infinite (Si se limpiasen las puertas de la percepción, todas las cosas aparecerían ante el hombre como son: infinitas)”.
El libro de Blake gira, además, alrededor del eterno imaginario religioso del cielo y el infierno tratado por varios escritores que lo antecedieron. Entre ellos John Milton, autor del epígrafe que suele ponérsele a algunas ediciones del texto, por la evidente influencia que tuvo Paradise Lost (El Paraíso perdido) (1667) en la obra y el pensamiento de Blake.
Esa tradición llegó a manos de Jim Morrison, quien no sólo fue cantautor, también fue poeta. La recibió conscientemente, con los brazos abiertos, y habló, como ellos —pero a su manera—, de otras realidades, o de lo limitada que es la percepción que tenemos de la nuestra. Por ello también es otro eslabón en la cadena de la que hablaron Borges, Foucault y muchos otros: no hay nada nuevo bajo el sol. Pierre Menard también fue autor del Quijote, muchos años después de que Cervantes muriera.
Más allá del lenguaje, más allá de robarse las palabras, estos escritores, incluido Morrison, comparten una idea (casi platónica): la transcendencia. Ahí está, en el centro de sus obras, su propia mirada sobre una realidad o una dimensión que no alcanzamos a percibir en su totalidad.
Para Blake hay dos reinos caídos en disputa, el cielo y el infierno. El lenguaje está plagado de entusiasmo religioso, quizá porque sufrió de visiones a lo largo de su vida. O tal vez es reflejo de un profundo inconformismo político que lo llevó a intentar escapar con las palabras a otras realidades —que, sin embargo, también hablaron de la suya—. En todo caso, la necesidad de ver más allá, y la certeza de que más allá hay algo, están presentes en ese texto amorfo del que Huxley tomó una frase que hizo célebre.
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Dando un salto al siglo XX, Huxley estudió lo que años después Jim Morrison predicaría. Luego de un trabajo investigativo e incluso periodístico, dejó tras de sí un ensayo y dos más que consideran la mezcalina (un alucinógeno) desde todos los ángulos posibles: su estructura química, sus efectos en el cuerpo (a manera de crónica, basándose en su propia experiencia), sus riesgos (la esquizofrenia, por ejemplo) y una explicación histórica y filosófica de su razón de ser, y la de todos los alucinógenos: el hombre, desde tiempos inmemoriales, ha alterado su consciencia como si fuese una necesidad. Mediante mantras, rezos, ejercicios de respiración, movimientos repetitivos, sustancias e incluso autoflagelación —que, por un efecto químico en el cuerpo, puede causar visiones y experiencias místicas—, se asoma de manera anticipada lo transcendente. La borrosa contemplación de la divinidad se hace posible, así, en vida.
“Creo que el espiritualismo moderno y la antigua tradición están ambos en lo correcto. Existe un estado póstumo... Pero también hay un paraíso de feliz experiencia visionaria; existe también un infierno del mismo tipo de experiencia , que es el que sufren los esquizofrénicos y algunos consumidores de mezcalina; y también existe una experiencia, más allá del tiempo, de unión con la Tierra Divina”, escribe. Para Huxley, sin embargo —y así vamos acercándonos a Morrison— lo divino está en lo mundano. La droga es un medio para que las cosas se presenten en su plenitud: coloridas, luminosas, más bellas que nunca. El ser y la belleza se alcanzan por medio de una exacerbación de los sentidos, y no por su negación o supresión. Lo que nos rodea todos los días se muestra distinto cuando se abren las puertas de esa percepción antes obnubilada: “Para la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, el mundo de todos los días es un tanto sombrío y apagado. Pero ciertas personas a menudo —y un mayor número, ocasionalmente— se salpican un poco del resplandor de la experiencia visionaria, y el universo cotidiano se transforma”.
Entonces llegó Jim Morrison, con una mezcla de los dos mundos: lo alto y lo mundano, lo material y lo inmaterial, lo religioso y lo profano. Vino en forma de chamán, de profeta, de niño, de Rey Lagarto, a cantar y recitar versos sobre California, estaciones de gasolina, mujeres, alcohol, y al mismo tiempo sobre el tiempo, la noche, las estrellas, el infinito, la muerte, lo inmaculado. Aunque tenga una voz hermosa y misteriosa, Morrison no fue el genio musical de The Doors. Fue más bien su alma, su espíritu, su ingrediente secreto e imprescindible. Sus letras le dieron sentido a la música, y la música las elevó y las hizo inmortales. Como le decía Pam, el amor de su vida, más que un músico él era un poeta.