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Época de elecciones presidenciales y momento para volver la vista atrás. ¿Cuál es la democracia que hemos construido? ¿Qué tan cierto es que tenemos la democracia más antigua de América Latina y que, además, es una democracia participativa? Al parecer son banderas que siempre se han utilizado, pero que no reflejan la realidad. Y el tiempo ha pasado y solemos, justamente, identificarnos y señalarnos con solo dos banderas. Antes eran rojas y azules, ahora han cambiado, pero lo cierto es que eso que llamamos polarización es un fenómeno que viene incluso desde la época de la independencia y que ha hecho que veamos la política de Colombia como si fuera un código binario.
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En las últimas décadas nos señalamos de guerrilleros o paramilitares según las posturas que adoptamos. O si no es así, nos tildamos de uribistas o petristas desde hace unos años. Es la izquierda o la derecha. Es blanco o es negro. Es rojo o es azul. Y esta polarización no es nueva, es una herencia de mucho tiempo atrás. Si bien el tiempo ha demostrado que el país se ha volcado a otros espacios y el poder ya no solo es de los partidos tradicionales, sí sigue siendo latente una inclinación a centrar todo el debate de la política en dos bandos, escenario que en gran parte incide en odios exacerbados y en la violencia que aún no cesa.
¿De dónde viene esa tendencia de ver de forma binaria la política en Colombia? Todo indica que esa herencia cultural, si se quiere, proviene de la división de Simón Bolívar, el Libertador, y de Francisco de Paula Santander, el Padre de las leyes. Ambos fueron personajes indispensables para la independencia y formación del Estado colombiano, pero en ese proyecto común de nación surgieron discrepancias alrededor de las nociones de poder y organización social.
En un artículo publicado por la Universidad Libre, el historiador Julio Galindo explica que: “Lograda la independencia de Colombia, Bolívar fue nombrado Presidente, pero como era más militarista entonces encargó de la Presidencia al General Santander en 1820, que había sido su principal soporte en esas batallas. La idea de Bolívar es que América fuera libre, y luego se fue a las batallas de Carabobo, de Pichincha, de Junín. Hasta ahí fueron uno solo. (...) Cuando regresó Bolívar y se hizo cargo de la Presidencia, vino lo que se llamó la Conspiración Septembrina, el 25 de septiembre de 1828. De esa conspiración sindicaron a Santander, le hicieron un juicio y lo condenaron. Después Bolívar le cambió la sentencia de muerte por la de extradición, y Santander se fue del país y Bolívar asumió la Presidencia. Desde entonces Bolívar y Santander han sido amigos y enemigos. Los amigos de Bolívar se dividieron y terminaron desterrándolo, salió a Europa por cuestiones de salud, y finalmente murió en Santa Marta”.
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En cuanto a las ideas que ambos dejaron en la política, Galindo aclara que: “Se trata de la tendencia bolivarista, que encarna el pensamiento libertario de nuestro prócer Simón Bolívar y que alude a las libertades personales y de pensamiento, y la Santanderista, que marca el legado del general Francisco de Paula Santander y que enmarca el orden y la legalidad”.
Dos figuras necesarias, pero dos figuras antónimas con un legado que sigue vigente, aunque adaptado a las dinámicas del presente. Mauricio García Villegas, en El país de las emociones tristes, escribió que: “Tenían diferencias sobre el derecho y la política, pero eran remediables. Las furias se apoderaron de ellos; sus ideas estaban en conflicto mientras que sus emociones estaban en guerra. ‘El no habernos arreglado con Santander nos perjudicó a todos’, dijo Bolívar, como un lamento, al final de su vida”.
García Villegas cita a Rafael Rocha Gutiérrez y su libro de finales del siglo XIX, La verdad y la falsa democracia, para explicar que los liberales y los conservadores “nunca se alternan pacíficamente en el ejercicio del gobierno, porque temen uno y otro la dominación contraria”. Y aquí es importante recalcar la época del libro, pues expone lo que fue la violencia bipartidista, más no lo que décadas después sería el pacto del Frente Nacional.
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Ver la política desde lo binario nos permite traer a Carl Schmitt y su libro sobre El concepto de lo político para preguntarnos hasta qué punto el contexto de nuestro país se puede pensar desde la noción de “amigo-enemigo” que proponía el filósofo alemán.
Schmitt decía: “Supongamos que en el dominio de lo moral la distinción última es la del bien y el mal; que en lo estético lo es la de lo bello y lo feo; en lo económico la de lo beneficioso o lo perjudicial, o tal vez la de lo rentable y lo no rentable. (...) Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo. (...) El sentido de la distinción amigo-enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación. Y este criterio puede sostenerse tanto en la teoría como en la práctica sin necesidad de aplicar simultáneamente todas aquellas otras distinciones morales, estéticas, económicas y demás. El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventaja hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo”.
Esta idea bien podría adaptarse al contexto político de la violencia bipartidista, pues Schmitt mencionaba que: “En último extremo pueden producirse conflictos con él que no puedan resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud del juicio o sentencia de un tercero “no afectado” o “imparcial” (...) Un conflicto extremo solo puede ser resuelto por los propios implicados; en rigor solo cada uno de ellos puede decidir por sí mismo si la alteridad del extraño representa en el conflicto concreto y actual la negación del propio modo de existencia, y en consecuencia si hay que rechazarlo o combatirlo para preservar la propia forma esencial de vida”.
Colombia entonces se volvió una nación de amigos-enemigos. La violencia bipartidista fue el pan de cada día durante la primera mitad del siglo XX. Mataron a Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 y todo empeoró. Diez años después se pactó el Frente Nacional, acuerdo en el que liberales y conservadores decidieron dividirse el poder, de manera que cada cuatro años intercalaban funciones en el gobierno. Alberto Lleras Camargo (Partido Liberal) y Laureano Gómez Castro (Partido Conservador) fueron quienes firmaron en ese entonces la norma. En el papel parecía una solución para dirimir un conflicto que llevaba décadas, pero en medio de esa época surgieron las guerrillas y con ellas, años después, aparecieron los paramilitares. De nuevo dos bandos, que de fondo se crearon por las injusticias sociales, por problemáticas relacionadas con la pobreza, la inseguridad y la falta de oportunidades.
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Con el líder político conservador Misael Pastrana Borrero terminó en 1974 el Frente Nacional, pero no así la tradición binaria del poder y el orden. Por un lado, las guerrillas que surgieron entre los sesentas y setentas enarbolaron las banderas de la justicia social; por otra parte, los paramilitares aparecieron como respuesta a la subversión, y ahora se trataba de restablecer el orden social. Pasó el tiempo y, por ejemplo, a mediados de la década de 1980, nació la Unión Patriótica, partido que fue el brazo político de la guerrilla de las FARC. En sus primeros años lograron una acogida al parecer impensable, pero con el paso de los años fueron desapareciendo sus integrantes y militantes por una especie de violencia sistemática que derivó en el exterminio del mismo. La dominación, por medio de esa violencia, permitió que el poder siguiera atornillado a los partidos tradicionales.
Llegaron los 2000 y nuestra democracia pasó de ser de dos colores para pasar a ser de varios. Si bien el poder ahora no solo tiene a liberales y conservadores como únicos partidos, la política y la forma de reconocernos no ha logrado salirse de una visión binaria. Los de ideales cercanos a la izquierda son tildados de guerrilleros y los de ideales cercanos a la derecha son señalados como paramilitares en la jerga popular. Y el surgimiento de figuras como Álvaro Uribe (presidente entre 2002 y 2010) y de Gustavo Petro, candidato a la presidencia en este 2022, ha devuelto de nuevo ese escenario de polarización y evoca una vez más esa noción de amigo-enemigo de Schmitt, que en nuestro contexto se entiende como un escenario político comandado por el uribismo y el petrismo. Uribe bien podría ser una figura que surge de los principios conservadores, de los valores de Santander del orden y la legalidad, y un personaje como Petro, proviene más de los principios liberales, de las ideas de Bolívar - a quien incluso menciona reiteradamente- y de una postura, para ponerlo en términos del presente, más progresista.
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Volviendo a Schmitt, el alemán aclaraba que “Es constitutivo del concepto de enemigo el que en el dominio de lo real se dé la eventualidad de una lucha”. Si bien aclaraba que su definición de lo político no era belicista al presentar esta posibilidad, sí demostraba que dentro de esta dualidad podía presentarse un confrontamiento armado, y esa descripción de ese escenario terminó, guardando proporciones y contextos, siendo muy cercana a lo que por tantos años ha pasado en Colombia.
¿Qué implica esa concepción binaria? En parte, la perpetuación de la violencia. Aunque se ha repetido casi que hasta desgastarse el discurso sobre la diferencia, es claro que en Colombia no hemos aprendido a aceptar al otro, y en gran parte se debe a esa forma de observarnos, de vernos de dos bandos y no más allá de ellos, entre los grises y los matices. Además de una normalización de la oligarquía, el problema, que en realidad son varios, es que a nivel social esa dualidad nos ha llevado a un tiempo cíclico -ese que García Márquez mostró en Cien años de soledad, novela en la que también se expone la guerra bipartidista-, a un eterno retorno de la muerte por una constante necesidad de venganza, de culpar al bando contrario de los males de la nación, de verlo como una amenaza que es necesario eliminar para aspirar al bien común.
Ya lo decía García Villegas en su libro: “El problema de la venganza es el círculo de la violencia: cada sujeto, atormentado por la maldad del otro, castiga para aniquilarlo y de esta manera encadena su violencia a la del otro, y así sucesivamente. Usar el mal para luchar contra el mal es como apagar fuego con aceite”.