La derecha, la izquierda y el centro desde la filosofía política
En este artículo realizo un recorrido por el significado histórico de los clásicos conceptos políticos “derecha e izquierda”. Muestro sus mutaciones durante los siglos XIX y XX, a la vez que introduzco, de paso, algunas ideas sobre el llamado “centro” político.
Damián Pachón Soto
Como es ampliamente sabido en la Teoría política, la distinción entre izquierda y derecha tiene un origen topológico: se remonta a la Revolución francesa cuando los diputados defensores de la soberanía nacional, la igualdad política y fiscal, se ubicaron a la izquierda del presidente de los Estados Generales; y los defensores de las prerrogativas monarquistas del orden feudal, lo hicieron a la derecha. Desde este significativo hecho, los términos pasaron al vocabulario político que hoy utilizamos.
Más técnicamente, “derecha e izquierda” son identificadores sociales y de posición política “con respecto al sistema de reclamaciones sociales y al substrato ideológico; de manera que a la izquierda se le atribuye la idea de progreso social y atención a los intereses colectivos, y a la derecha se la identifica con la conservación del statu quo o también con la primacía de los intereses individuales”, como afirma el profesor José Carlos Fernández. Con todo, el contenido de estos dos conceptos ha sido bastante diverso históricamente.
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Pero, ¿qué significa ser de derecha? A finales del siglo XVIII, en la época de la Revolución francesa significó básicamente lo siguiente: defender la monarquía, el antiguo régimen con los privilegios de monarcas, nobles y clero; implicaba defender esas jerarquías y el inmovilismo social que las caracterizaba. Significó, igualmente, defender la tradición y la autoridad. La derecha, por eso, desde sus orígenes, estuvo asociada con la defensa de los privilegios de una clase social, con su defensa del statu quo, de la realidad dada, y por su temor al cambio y a las transformaciones sociales. La derecha, en este sentido, fue conservadora y reaccionaria.
Ya en el siglo XIX, curiosamente, esa burguesía que antes fue de izquierda, que había atizado al pueblo en la Revolución francesa, se volvió de derecha y buscó conservar sus privilegios alcanzados. La burguesía que impuso el valor del cuánto en las relaciones sociales, que sometió todo al frío calculo y al interés, empezó a defender el orden que había creado: “la era del capital” y sus grandes ganancias. Al final, terminó legitimando las nuevas desigualdades sociales y se opuso a las revoluciones de la clase obrera. Esta derecha liberal radical y capitalista se opuso, ante todo, a los socialistas y a los movimientos comunistas. Desde luego, muchas de las viejas oligarquías y aristocracias tradicionales se rehusaron a acoger los nuevos valores de la sociedad mecánica y veloz, como la describió Georg Simmel, y se resguardaron en sus viejos valores. Se convirtieron en una derecha aislada del mundo, rurales, sofocadas por las dinámicas de la forma vida frenesí.
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Ya en los años 20 del siglo pasado apareció lo que podemos llamar la extrema derecha. Fueron los partidos que abanderaron el nazismo en Alemania, el fascismo en Italia y el franquismo en España. Se caracterizaron por su férrea oposición al comunismo, al socialismo, al anarquismo, a las libertades, a las demandas de justicia social para estos sectores; impusieron la vigilancia generalizada sobre la sociedad y practicaron un brutal autoritarismo y militarismo sobre sus opositores. El caso de España fue dramático: había estado al margen de la modernidad desde el siglo XVI, se había tratado de actualizar con la labor de pensadores como Ortega y Gasset y el movimiento a favor de los republicanos, pero fue sometida por Franco y por la locura de la cruz (ese catolicismo ultramontano) devolviendo el país a las enaguas del tradicionalismo. Fue una ultraderecha, que en el caso nazi, dirigía eso que Herbert Marcuse llamó acertadamente un “realismo heroico popular”. El nazismo usó el ejército para la expansión del mercado y la expansión de la raza aria, buscando realizar un nuevo orden en Europa.
Sin embargo, desde la aparición de la cuestión social en el siglo XIX y con las evidentes desigualdades que generaba el capitalismo, se tuvieron que incorporar muchas de las demandas sociales que abogaban por unas condiciones materiales mínimas de existencia y de vida digna para los trabajadores. Por eso el capitalismo terminó incorporando ciertos grados de bienestar, seguridad social, etc., para evitar que las masas cayeran en las toldas del socialismo soviético. Esa necesidad se hizo más apremiante tras la crisis económica de 1929, donde apareció la necesidad de la intervención estatal y de la planificación económica. Sin embargo, frente a los excesos del estatismo soviético y su Estado pulpo, y del fascismo alemán, va germinando la idea de que el Estado mismo necesitaba una reconfiguración que garantizara las libertades. Fueron las semillas del neoliberalismo pergeñado desde el Coloquio Lippman (1938), luego por la Sociedad del Mont-Pelerin (1947) fundada por Hayek con el apoyo de prestigiosos economistas e intelectuales. El neoliberalismo fue producto de una especie de think tank, cuyas ideas se popularizaron gracias a la lucha contra el socialismo y el keynesianismo que emprendieron hombres como Von Mises, Milton Friedman y Karl Popper, entre otros. Esas ideas se volvieron posteriormente hegemónicas y fueron replicadas a este lado del océano en las escuelas de economía americanas, puestas en práctica en Chile durante el gobierno de Pinochet, luego en la Inglaterra de Margaret Thatcher y luego con Ronald Reagan en Estados Unidos. Quienes diseñaron el neoliberalismo, pretendiendo defender la democracia frente al Estado opresor, terminaron metiendo en un solo costal el estatismo nazi, la estadopatía burocrática soviética y el Estado regulador del New Deal.
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Tras los breves éxitos producidos con el estado de bienestar en Europa, en la llamada Edad dorada del capitalismo, a partir de 1970 se impuso la derecha neoliberal. Es la derecha vigente o neoderecha que le quita las obligaciones sociales al Estado y que concibe al individuo como un sujeto de rendimiento, en permanente optimización, que invierte en sí mismo, en sus hijos; es la derecha compatible, en gran parte, con las transformaciones producidas por la llamada posmodernidad y sus loas al hedonismo consumista, el narcicismo, la insolidaridad social, la explotación del sí mismo, el exitismo y el tan cantado emprendedurismo. Esa derecha pone al Estado al servicio del mercado, ya sea facilitándole ámbitos de acción, como pensaba Foucault, ya sea como Estado policial autoritario frente a los críticos del mercado. Es la derecha que se opone a la inversión social, a los subsidios, a los beneficios para quienes están en desventaja en la sociedad; le apuesta a la libre circulación de dinero, mercancías, bienes, personas; y, sobre todo, a la reducción del Estado, la privatización de empresas públicas y la mercantilización general de la vida (ocio, conocimiento, genes).
En la actualidad, esa neoderecha toma visos fascistas y xenófobos y acude a los afectos inmunitarios como mecanismos de defensa de sus privilegios y del Statu Quo. Los ejemplos típicos son Bolsonaro y Donald Trump. Es una derecha fundamentalista, conservadora, patriarcal, sexista, antifeminista, clasista y arribista, depredadora del medio ambiente, etc., que, ante todo, sabe jugar con el miedo social y con la movilización de afectos políticos. Es la derecha de la emocracia para usar la expresión del escritor Carlos Fajardo. Es la derecha que ha popularizado el uso del concepto “marxismo cultural” y “Progre” para referirse despectivamente a los ambientalistas, los defensores de la comunidad LGBTI+, feministas, movimientos contra-culturales, etc. Acude, también, al concepto de “odio de clases”, con lo cual denigran a los que no tienen nada y se oponen, a la vez que legitiman su conveniente posición privilegiada.
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La derecha es un grupo social, unos partidos, que poseen un conjunto de ideas, caracterizados por la validación del orden neoliberal (con sus nocivos efectos sociales) y la defensa de las corporaciones, multinacionales y la acumulación capitalista como único horizonte. Esa defensa la justifican, de paso, en el securitismo que se ha venido tomando el mundo, el cual se ha convertido lentamente en un gran panóptico; es un sector político negacionista, en muchos casos, del cambio climático, sin responsabilidad alguna frente a las generaciones futuras. Es, en realidad, el régimen intelectual del darwinismo social.
Ahora, ¿qué ha sido y que es la izquierda? Desde la Revolución francesa, la izquierda enarboló la transformación social y la apostó al derrumbe de las viejas estructuras feudales, jerárquicas. Esa izquierda fue, en ese momento, crítica de la tradición, de la autoridad y de la injusticia. Pero también devino, con la dinámica propia de la Revolución, en el régimen del terror.
A mediados del siglo XIX estuvo representada por los movimientos obreros, sindicales, anarquistas y por una minoría de la burguesía liberal sensible a la cuestión social. En este siglo, igualmente, la izquierda estuvo encarnada por los movimientos cooperativista, y en cabeza de pensadores utopistas como Fourier, Proudhon, Lois Blanc, Marx, Engels, etc. Esta izquierda tenía una clara preocupación por la desigualdad social, y para remediarla propusieron desde reformas cosméticas hasta estructurales revoluciones. El caso de Marx es sintomático. Según su diagnóstico, un hombre libre, no sometido a la servidumbre, no esclavo de sus necesidades, y dueño de sí y de su mundo, es incompatible con el capitalismo y su obsesión por el aumento de la tasa de ganancia y la acumulación, obsesión que llevaría a este modo de producción a destrozar al hombre mismo y a la naturaleza.
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La izquierda estuvo, por esa época, representada por el movimiento obrero, las ideas socialistas, comunistas, el anarquismo, etc., pero una vez llegada la Revolución rusa, y tras la muerte de Lenin en 1924, la izquierda se tornó extrema y totalitaria, acrítica, renegando de sus viejos principios. La experiencia soviética fue fatal para la izquierda mundial, hecho que los agiotistas liberales (y neoliberales después) supieron aprovechar muy bien en términos propagandísticos. La izquierda soviética, en el poder, realizó su propio sabotaje, deslegitimando los intentos revolucionarios, hasta dejarle el camino libre a la neoderecha liberal después de la caída del muro de Berlín.
Desde comienzos del siglo XX se hizo claro, pues, que pueden existir derechas e izquierdas totalitarias, así como hoy reconocemos la existencia de populismos de derecha y de izquierda.
Frente a estos excesos de la izquierda estalinista, ya en la segunda mitad del siglo XX, después del mayo francés del 68, se volvió a hablar de una Nueva izquierda. Es, diría yo, la izquierda de hoy: defensora de la igualdad social, crítica de los privilegios, defensora de los movimientos sociales contra-sistema y contra-culturales; son los partidos, las personas y las ideas que defienden el ambientalismo, el feminismo, el animalismo; que se opone a la guerra, al uso de las armas atómicas, al militarismo. Es la izquierda enemiga del colonialismo, el imperialismo, crítica del racismo, el clasismo, la exclusión y la inhumanidad de los sistemas políticos actuales. Es la izquierda harta de la corrupción y del clientelismo políticos. Y que busca, ante todo, justicia social y reconocimiento de la diversidad y el pluralismo. Es una izquierda más consciente de las responsabilidades con las generaciones futuras.
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En conclusión, si bien hay más matices en esta distinción, resumiría el asunto diciendo que mientras la derecha es una ideología condescendiente con las dinámicas de la competencia que genera desigualdad social y pobreza, la izquierda es un sistema de ideas, que le apuesta a la instauración de un régimen vitalista en sentido amplio, inclusivo y defensor de la diversidad y la justicia social. Desde luego, esta distinción intenta ser meramente doctrinal, pues en el ámbito real, rara vez los principios operan incontaminados y las prácticas y palimpsestos ideológicos suelen ser más complejos.
Al lado de estas dos clásicas distinciones ha aparecido el llamado “centro”. Toma cierta fuerza a partir de la simplificación conceptual que hace de las disputas políticas. Rechaza una presunta polarización de la sociedad, sin advertir que hablar de polarización es poner en un mismo nivel a dos polos enfrentados pero que no tienen igual valor. Claramente en el caso colombiano no son lo mismo Gustavo Petro que Álvaro Uribe: tienen dos ideologías diferentes, bases sociales diversas, visiones de sociedad poco compatibles, especialmente, en materia ambiental y económica. Pueden tener una estructura de personalidad parecida, pero eso no los hace iguales como políticos. Esta lectura simplificada, atenta contra análisis más profundos. Por ejemplo, impide entender la movilización afectiva, los miedos sociales, la somatización de la desesperanza, la indiferencia del abstencionismo, la apatía del ciudadano común, los odios que circulan en el espacio social, los resentimientos, las malquerencias, la rabia. Impide pensar, por ejemplo, como lo muestra la filósofa Laura Quintana, que la rabia se puede canalizar políticamente de manera positiva, pues puede generar organización solidaria, articulación de demandas o apuestas por la justicia. Esas simplificaciones imposibilitan pensar sociedades (como la nuestra) que en sí mismas están transidas por las tensiones, las contradicciones y que ontológicamente son heterogéneas. Y por lo mismo, al impedir captar las determinaciones de la circunstancia, impide ver mejores soluciones.
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El centro es elástico e indefinido. Se mueve en un espectro donde puede captar y capturar contenidos en disputa; tiene la desventaja de querer tener contento a todo el mundo, de simpatizar con todos, con lo cual puede caer en el oportunismo. Lo peor, es que por ser elástico, da cabida a miembros de muy distinta procedencia, y además es proclive al eclecticismo ideológico. A la larga, es posible que explote por la contradicción interna de los intereses de su difusa composición. Igualmente, una de las debilidades del centro es su tono consensualista y conciliador. Un consensualismo formal que pretende borrar los conflictos sociales no es productivo. Los conflictos no pueden desaparecer de la sociedad: solo se pueden visibilizar, entender y canalizar. El conflicto muestra desajustes sociales, demandas; también es productivo como pensaba Estanislao Zuleta. De tal manera, que no es posible allanar las diferencias, sino mostrarlas, darles voz y cauce. Solo así se hace vivible una sociedad diversa y compleja como la colombiana.
El centro replica posiciones de las otras vertientes enfrentadas, porque igualmente se presenta en el espacio público, en la disputa ideológica, de manera mesiánica: solo el centro nos puede salvar. Solo el centro puede acabar con la crispación ideológica; solo en él hay cabida para todos aquellos que deseen despojarse de sus convicciones, sus prejuicios, sus animadversiones y dogmatismos. El centro candoroso pretende llevar a la sociedad a la armonía, a la paz, la reconciliación, dejando atrás las profundas diferencias, y encaminado al pueblo hacia un proyecto histórico que se asemeja a la perdida Edad dorada. Pero, dada esas nobles pretensiones, es posible que el centro no tome partido por lo fundamental; tal vez por eso se mantiene blandengue, indefinido, tibio, indeciso y, en los aspectos relevantes para una sociedad, hasta desorientado.
Ahora, más allá de las etiquetas políticas y de las topologías ideológicas, lo que más debe interesar en una sociedad es el diseño de un sistema de convivialidad donde la diversidad, el pluralismo, las diferencias coexistan; donde sea posible tramitar adecuadamente los conflictos y las divergencias. Una sociedad con condiciones dignas de existencia y justicia social, que tome medidas para enfrentar adecuadamente el futuro del mundo.
Como es ampliamente sabido en la Teoría política, la distinción entre izquierda y derecha tiene un origen topológico: se remonta a la Revolución francesa cuando los diputados defensores de la soberanía nacional, la igualdad política y fiscal, se ubicaron a la izquierda del presidente de los Estados Generales; y los defensores de las prerrogativas monarquistas del orden feudal, lo hicieron a la derecha. Desde este significativo hecho, los términos pasaron al vocabulario político que hoy utilizamos.
Más técnicamente, “derecha e izquierda” son identificadores sociales y de posición política “con respecto al sistema de reclamaciones sociales y al substrato ideológico; de manera que a la izquierda se le atribuye la idea de progreso social y atención a los intereses colectivos, y a la derecha se la identifica con la conservación del statu quo o también con la primacía de los intereses individuales”, como afirma el profesor José Carlos Fernández. Con todo, el contenido de estos dos conceptos ha sido bastante diverso históricamente.
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Pero, ¿qué significa ser de derecha? A finales del siglo XVIII, en la época de la Revolución francesa significó básicamente lo siguiente: defender la monarquía, el antiguo régimen con los privilegios de monarcas, nobles y clero; implicaba defender esas jerarquías y el inmovilismo social que las caracterizaba. Significó, igualmente, defender la tradición y la autoridad. La derecha, por eso, desde sus orígenes, estuvo asociada con la defensa de los privilegios de una clase social, con su defensa del statu quo, de la realidad dada, y por su temor al cambio y a las transformaciones sociales. La derecha, en este sentido, fue conservadora y reaccionaria.
Ya en el siglo XIX, curiosamente, esa burguesía que antes fue de izquierda, que había atizado al pueblo en la Revolución francesa, se volvió de derecha y buscó conservar sus privilegios alcanzados. La burguesía que impuso el valor del cuánto en las relaciones sociales, que sometió todo al frío calculo y al interés, empezó a defender el orden que había creado: “la era del capital” y sus grandes ganancias. Al final, terminó legitimando las nuevas desigualdades sociales y se opuso a las revoluciones de la clase obrera. Esta derecha liberal radical y capitalista se opuso, ante todo, a los socialistas y a los movimientos comunistas. Desde luego, muchas de las viejas oligarquías y aristocracias tradicionales se rehusaron a acoger los nuevos valores de la sociedad mecánica y veloz, como la describió Georg Simmel, y se resguardaron en sus viejos valores. Se convirtieron en una derecha aislada del mundo, rurales, sofocadas por las dinámicas de la forma vida frenesí.
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Ya en los años 20 del siglo pasado apareció lo que podemos llamar la extrema derecha. Fueron los partidos que abanderaron el nazismo en Alemania, el fascismo en Italia y el franquismo en España. Se caracterizaron por su férrea oposición al comunismo, al socialismo, al anarquismo, a las libertades, a las demandas de justicia social para estos sectores; impusieron la vigilancia generalizada sobre la sociedad y practicaron un brutal autoritarismo y militarismo sobre sus opositores. El caso de España fue dramático: había estado al margen de la modernidad desde el siglo XVI, se había tratado de actualizar con la labor de pensadores como Ortega y Gasset y el movimiento a favor de los republicanos, pero fue sometida por Franco y por la locura de la cruz (ese catolicismo ultramontano) devolviendo el país a las enaguas del tradicionalismo. Fue una ultraderecha, que en el caso nazi, dirigía eso que Herbert Marcuse llamó acertadamente un “realismo heroico popular”. El nazismo usó el ejército para la expansión del mercado y la expansión de la raza aria, buscando realizar un nuevo orden en Europa.
Sin embargo, desde la aparición de la cuestión social en el siglo XIX y con las evidentes desigualdades que generaba el capitalismo, se tuvieron que incorporar muchas de las demandas sociales que abogaban por unas condiciones materiales mínimas de existencia y de vida digna para los trabajadores. Por eso el capitalismo terminó incorporando ciertos grados de bienestar, seguridad social, etc., para evitar que las masas cayeran en las toldas del socialismo soviético. Esa necesidad se hizo más apremiante tras la crisis económica de 1929, donde apareció la necesidad de la intervención estatal y de la planificación económica. Sin embargo, frente a los excesos del estatismo soviético y su Estado pulpo, y del fascismo alemán, va germinando la idea de que el Estado mismo necesitaba una reconfiguración que garantizara las libertades. Fueron las semillas del neoliberalismo pergeñado desde el Coloquio Lippman (1938), luego por la Sociedad del Mont-Pelerin (1947) fundada por Hayek con el apoyo de prestigiosos economistas e intelectuales. El neoliberalismo fue producto de una especie de think tank, cuyas ideas se popularizaron gracias a la lucha contra el socialismo y el keynesianismo que emprendieron hombres como Von Mises, Milton Friedman y Karl Popper, entre otros. Esas ideas se volvieron posteriormente hegemónicas y fueron replicadas a este lado del océano en las escuelas de economía americanas, puestas en práctica en Chile durante el gobierno de Pinochet, luego en la Inglaterra de Margaret Thatcher y luego con Ronald Reagan en Estados Unidos. Quienes diseñaron el neoliberalismo, pretendiendo defender la democracia frente al Estado opresor, terminaron metiendo en un solo costal el estatismo nazi, la estadopatía burocrática soviética y el Estado regulador del New Deal.
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Tras los breves éxitos producidos con el estado de bienestar en Europa, en la llamada Edad dorada del capitalismo, a partir de 1970 se impuso la derecha neoliberal. Es la derecha vigente o neoderecha que le quita las obligaciones sociales al Estado y que concibe al individuo como un sujeto de rendimiento, en permanente optimización, que invierte en sí mismo, en sus hijos; es la derecha compatible, en gran parte, con las transformaciones producidas por la llamada posmodernidad y sus loas al hedonismo consumista, el narcicismo, la insolidaridad social, la explotación del sí mismo, el exitismo y el tan cantado emprendedurismo. Esa derecha pone al Estado al servicio del mercado, ya sea facilitándole ámbitos de acción, como pensaba Foucault, ya sea como Estado policial autoritario frente a los críticos del mercado. Es la derecha que se opone a la inversión social, a los subsidios, a los beneficios para quienes están en desventaja en la sociedad; le apuesta a la libre circulación de dinero, mercancías, bienes, personas; y, sobre todo, a la reducción del Estado, la privatización de empresas públicas y la mercantilización general de la vida (ocio, conocimiento, genes).
En la actualidad, esa neoderecha toma visos fascistas y xenófobos y acude a los afectos inmunitarios como mecanismos de defensa de sus privilegios y del Statu Quo. Los ejemplos típicos son Bolsonaro y Donald Trump. Es una derecha fundamentalista, conservadora, patriarcal, sexista, antifeminista, clasista y arribista, depredadora del medio ambiente, etc., que, ante todo, sabe jugar con el miedo social y con la movilización de afectos políticos. Es la derecha de la emocracia para usar la expresión del escritor Carlos Fajardo. Es la derecha que ha popularizado el uso del concepto “marxismo cultural” y “Progre” para referirse despectivamente a los ambientalistas, los defensores de la comunidad LGBTI+, feministas, movimientos contra-culturales, etc. Acude, también, al concepto de “odio de clases”, con lo cual denigran a los que no tienen nada y se oponen, a la vez que legitiman su conveniente posición privilegiada.
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Ahora, ¿qué ha sido y que es la izquierda? Desde la Revolución francesa, la izquierda enarboló la transformación social y la apostó al derrumbe de las viejas estructuras feudales, jerárquicas. Esa izquierda fue, en ese momento, crítica de la tradición, de la autoridad y de la injusticia. Pero también devino, con la dinámica propia de la Revolución, en el régimen del terror.
A mediados del siglo XIX estuvo representada por los movimientos obreros, sindicales, anarquistas y por una minoría de la burguesía liberal sensible a la cuestión social. En este siglo, igualmente, la izquierda estuvo encarnada por los movimientos cooperativista, y en cabeza de pensadores utopistas como Fourier, Proudhon, Lois Blanc, Marx, Engels, etc. Esta izquierda tenía una clara preocupación por la desigualdad social, y para remediarla propusieron desde reformas cosméticas hasta estructurales revoluciones. El caso de Marx es sintomático. Según su diagnóstico, un hombre libre, no sometido a la servidumbre, no esclavo de sus necesidades, y dueño de sí y de su mundo, es incompatible con el capitalismo y su obsesión por el aumento de la tasa de ganancia y la acumulación, obsesión que llevaría a este modo de producción a destrozar al hombre mismo y a la naturaleza.
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La izquierda estuvo, por esa época, representada por el movimiento obrero, las ideas socialistas, comunistas, el anarquismo, etc., pero una vez llegada la Revolución rusa, y tras la muerte de Lenin en 1924, la izquierda se tornó extrema y totalitaria, acrítica, renegando de sus viejos principios. La experiencia soviética fue fatal para la izquierda mundial, hecho que los agiotistas liberales (y neoliberales después) supieron aprovechar muy bien en términos propagandísticos. La izquierda soviética, en el poder, realizó su propio sabotaje, deslegitimando los intentos revolucionarios, hasta dejarle el camino libre a la neoderecha liberal después de la caída del muro de Berlín.
Desde comienzos del siglo XX se hizo claro, pues, que pueden existir derechas e izquierdas totalitarias, así como hoy reconocemos la existencia de populismos de derecha y de izquierda.
Frente a estos excesos de la izquierda estalinista, ya en la segunda mitad del siglo XX, después del mayo francés del 68, se volvió a hablar de una Nueva izquierda. Es, diría yo, la izquierda de hoy: defensora de la igualdad social, crítica de los privilegios, defensora de los movimientos sociales contra-sistema y contra-culturales; son los partidos, las personas y las ideas que defienden el ambientalismo, el feminismo, el animalismo; que se opone a la guerra, al uso de las armas atómicas, al militarismo. Es la izquierda enemiga del colonialismo, el imperialismo, crítica del racismo, el clasismo, la exclusión y la inhumanidad de los sistemas políticos actuales. Es la izquierda harta de la corrupción y del clientelismo políticos. Y que busca, ante todo, justicia social y reconocimiento de la diversidad y el pluralismo. Es una izquierda más consciente de las responsabilidades con las generaciones futuras.
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En conclusión, si bien hay más matices en esta distinción, resumiría el asunto diciendo que mientras la derecha es una ideología condescendiente con las dinámicas de la competencia que genera desigualdad social y pobreza, la izquierda es un sistema de ideas, que le apuesta a la instauración de un régimen vitalista en sentido amplio, inclusivo y defensor de la diversidad y la justicia social. Desde luego, esta distinción intenta ser meramente doctrinal, pues en el ámbito real, rara vez los principios operan incontaminados y las prácticas y palimpsestos ideológicos suelen ser más complejos.
Al lado de estas dos clásicas distinciones ha aparecido el llamado “centro”. Toma cierta fuerza a partir de la simplificación conceptual que hace de las disputas políticas. Rechaza una presunta polarización de la sociedad, sin advertir que hablar de polarización es poner en un mismo nivel a dos polos enfrentados pero que no tienen igual valor. Claramente en el caso colombiano no son lo mismo Gustavo Petro que Álvaro Uribe: tienen dos ideologías diferentes, bases sociales diversas, visiones de sociedad poco compatibles, especialmente, en materia ambiental y económica. Pueden tener una estructura de personalidad parecida, pero eso no los hace iguales como políticos. Esta lectura simplificada, atenta contra análisis más profundos. Por ejemplo, impide entender la movilización afectiva, los miedos sociales, la somatización de la desesperanza, la indiferencia del abstencionismo, la apatía del ciudadano común, los odios que circulan en el espacio social, los resentimientos, las malquerencias, la rabia. Impide pensar, por ejemplo, como lo muestra la filósofa Laura Quintana, que la rabia se puede canalizar políticamente de manera positiva, pues puede generar organización solidaria, articulación de demandas o apuestas por la justicia. Esas simplificaciones imposibilitan pensar sociedades (como la nuestra) que en sí mismas están transidas por las tensiones, las contradicciones y que ontológicamente son heterogéneas. Y por lo mismo, al impedir captar las determinaciones de la circunstancia, impide ver mejores soluciones.
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El centro replica posiciones de las otras vertientes enfrentadas, porque igualmente se presenta en el espacio público, en la disputa ideológica, de manera mesiánica: solo el centro nos puede salvar. Solo el centro puede acabar con la crispación ideológica; solo en él hay cabida para todos aquellos que deseen despojarse de sus convicciones, sus prejuicios, sus animadversiones y dogmatismos. El centro candoroso pretende llevar a la sociedad a la armonía, a la paz, la reconciliación, dejando atrás las profundas diferencias, y encaminado al pueblo hacia un proyecto histórico que se asemeja a la perdida Edad dorada. Pero, dada esas nobles pretensiones, es posible que el centro no tome partido por lo fundamental; tal vez por eso se mantiene blandengue, indefinido, tibio, indeciso y, en los aspectos relevantes para una sociedad, hasta desorientado.
Ahora, más allá de las etiquetas políticas y de las topologías ideológicas, lo que más debe interesar en una sociedad es el diseño de un sistema de convivialidad donde la diversidad, el pluralismo, las diferencias coexistan; donde sea posible tramitar adecuadamente los conflictos y las divergencias. Una sociedad con condiciones dignas de existencia y justicia social, que tome medidas para enfrentar adecuadamente el futuro del mundo.