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                                                                                                                                Contenido Patrocinado
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                                                                                                                                La Esquina Delirante LXXXI (Microrrelatos)

                                                                                                                                Este espacio es una dentellada a la monotonía, mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita.

                                                                                                                                Autores varios

                                                                                                                                Bienvenidos todos los microrrelatos a laesquinadelirante@gmail.com, máximo 200 palabras.
                                                                                                                                Foto: Edward Goyeneche- Biblioteca de Nueva York
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Le vino a la mente la jugada que había determinado el curso de los acontecimientos; en lugar de atacar con el alfil debió haber usado su caballo, pero era demasiado tarde para arrepentirse y más aún para salvar la partida. El destino es una complicada combinación de decisiones que nos puede llevar a perder la cabeza en tan solo una jugada. Fue un pensamiento de esos que llegan con retraso y ahora estaba viendo cómo todo se desvanecía cual arena entre sus dedos. La vida, barrida por una ráfaga de viento que levantó el polvo, se reducía a unos pocos recuerdos. Unos cuantos giros de carrusel como en el que había disfrutado siendo un niño; el que hizo instalar en la corte su antepasado el Rey Sol, de quien lo había heredado junto a la maldición que lo llevaría a postrarse ante el pueblo. Se sentía extrañamente ligero y a pesar de no contar más con un corazón, aún sentía el latir de la sangre en su cuello. Todo daba vueltas a su alrededor, hasta que su cabeza dejó de rodar. Alguien la recogió y la exhibió a la muchedumbre furiosa antes de ponerla en una hermosa cesta de mimbre.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Había que oír a Clímaco alardear de su salud. “Estoy como una uvita”, nos decía cada que nos cruzábamos con él. “Saludable como una manzana”, agregaba sonriente.

                                                                                                                                Aunque algunas veces le doliera el coco, algo normal en un viejo arrugado como una ciruela pasa.

                                                                                                                                Alardeaba de tener un corazón de adolescente. “Este mango mío ni se mosquea”, y se golpeaba el pecho con el puño de su mano derecha.

                                                                                                                                De cara a un negocio que no le pareciera ventajoso, soltaba un sonoro “¡Las guayabas, mijo, no me crea tan aguacate!”. Pero el taimado viejo tenía como lema eso de “papaya servida, papaya comida”, cuando podía sacar provecho de algo. “La moral y el moral son cosas distintas”, afirmaba.

                                                                                                                                Y presumía de que su media naranja tenía “más tetas que una guanábana”, al hablar de su esposa, “todo un meloncito”, con una sonora carcajada.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Clímaco murió asfixiado una tarde de enero, atragantado con una pepa de mamoncillo.

                                                                                                                                Javier Arias.

                                                                                                                                Le sugerimos leer La Esquina Delirante LXXX (Microrrelatos)

                                                                                                                                De Nuevo

                                                                                                                                Sexta noche, misma hora -3 am- abro de repente los ojos; el sudor frío penetra mis huesos. Ahí está, encima de mí, con su mirada fija y sus garras en mi cuello. Habla en un idioma extraño y se marcha. Cada noche dura menos, pero me asfixia más.

                                                                                                                                Jorge Andrés Duarte

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Orgasmatrón

                                                                                                                                A mayor fluido de sangre, mayor placer. Para el Doctor Chigurh el clímax sexual era no tanto electricidad u hormonas sino sangre, mucha sangre, en los lugares correctos. De ahí el éxito arrollador de su patentado Orgasmatrón, y su desgracia también. Porque llegó un momento en el cual sus usuarios y pacientes ignoraron todas las recomendaciones, y prefirieron hacerse explotar en pedazos, cual volcanes de sangre deseosa, con tal de alcanzar el más intenso y sublime de los orgasmos.

                                                                                                                                Read more!
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Las ratas del cielo

                                                                                                                                La tormenta sacudió los árboles con un ímpetu de rabia. Por el suelo rodaban las jaulas de los pájaros, trozos de leña y alambres de colgar la ropa. Idalia levantó los baldes y sacó de las jaulas a los pájaros muertos, para después colocarlos en una pequeña palangana. Luego, se los dio a los perros que en ese momento olisqueaban las frutas despedazadas. Los perros se tragaron a los pájaros enteros, con plumas, como si fueran gaviotas.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La visión del desastre la hizo descender a una profunda melancolía. Se quitó los zapatos y los lanzó sin fuerza al charco más cercano donde flotaban guayabas. Después de haber dado varias vueltas por el patio y la casa, se escondió detrás del aljibe a sollozar. El agua que se filtraba de las paredes le mojó la espalda. Una bandada de palomas sobrevoló encima de su cabeza “son las ratas del cielo” ─pensó.

                                                                                                                                El aroma a guayaba manoseó la nariz de la mujer. Idalia salió de su escondite y apoyó las manos sobre la superficie del aljibe, aspiró con fuerza, y cerró los ojos regocijándose en ese olor. Más tarde, se escucharon los gritos de las hermanas:

                                                                                                                                “¡Idalia! ¡Idalia! ¡Idalia!”.

                                                                                                                                Idalia no despertó…

                                                                                                                                Verónica Bolaños

                                                                                                                                Sin título

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después de un tiempo había dejado de escribir, pero ahora nuevas ideas surgían y debía compartir. En las redes sociales (al poco tiempo) su popularidad era reconocida, claro no era un Cervantes o un Benedetti, pero gustaba su poesía, sus relatos y reflexiones sobre la vida. Estaba eufórico, los buenos comentarios (y dos o tres malos) llovían en sus mensajes diariamente, a tal extremo que empezó a considerar en su mente la publicación de un libro. Todo marchaba viento en popa y a toda vela hasta un día, en el que en una despedida a uno de sus fans le contestó: gracias, amigo, saludos desde mi tumba! ... En ese momento despertó, durante todo un año su fantasma salía de su tumba para escribir por las noches en su antigua computadora.

                                                                                                                                Al Agus

                                                                                                                                Bienvenidos todos los microrrelatos a laesquinadelirante@gmail.com, máximo 200 palabras.
                                                                                                                                Foto: Edward Goyeneche- Biblioteca de Nueva York
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Le vino a la mente la jugada que había determinado el curso de los acontecimientos; en lugar de atacar con el alfil debió haber usado su caballo, pero era demasiado tarde para arrepentirse y más aún para salvar la partida. El destino es una complicada combinación de decisiones que nos puede llevar a perder la cabeza en tan solo una jugada. Fue un pensamiento de esos que llegan con retraso y ahora estaba viendo cómo todo se desvanecía cual arena entre sus dedos. La vida, barrida por una ráfaga de viento que levantó el polvo, se reducía a unos pocos recuerdos. Unos cuantos giros de carrusel como en el que había disfrutado siendo un niño; el que hizo instalar en la corte su antepasado el Rey Sol, de quien lo había heredado junto a la maldición que lo llevaría a postrarse ante el pueblo. Se sentía extrañamente ligero y a pesar de no contar más con un corazón, aún sentía el latir de la sangre en su cuello. Todo daba vueltas a su alrededor, hasta que su cabeza dejó de rodar. Alguien la recogió y la exhibió a la muchedumbre furiosa antes de ponerla en una hermosa cesta de mimbre.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Una muerte frutal

                                                                                                                                Había que oír a Clímaco alardear de su salud. “Estoy como una uvita”, nos decía cada que nos cruzábamos con él. “Saludable como una manzana”, agregaba sonriente.

                                                                                                                                Aunque algunas veces le doliera el coco, algo normal en un viejo arrugado como una ciruela pasa.

                                                                                                                                Alardeaba de tener un corazón de adolescente. “Este mango mío ni se mosquea”, y se golpeaba el pecho con el puño de su mano derecha.

                                                                                                                                De cara a un negocio que no le pareciera ventajoso, soltaba un sonoro “¡Las guayabas, mijo, no me crea tan aguacate!”. Pero el taimado viejo tenía como lema eso de “papaya servida, papaya comida”, cuando podía sacar provecho de algo. “La moral y el moral son cosas distintas”, afirmaba.

                                                                                                                                Y presumía de que su media naranja tenía “más tetas que una guanábana”, al hablar de su esposa, “todo un meloncito”, con una sonora carcajada.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Clímaco murió asfixiado una tarde de enero, atragantado con una pepa de mamoncillo.

                                                                                                                                Javier Arias.

                                                                                                                                Le sugerimos leer La Esquina Delirante LXXX (Microrrelatos)

                                                                                                                                De Nuevo

                                                                                                                                Sexta noche, misma hora -3 am- abro de repente los ojos; el sudor frío penetra mis huesos. Ahí está, encima de mí, con su mirada fija y sus garras en mi cuello. Habla en un idioma extraño y se marcha. Cada noche dura menos, pero me asfixia más.

                                                                                                                                Jorge Andrés Duarte

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Orgasmatrón

                                                                                                                                A mayor fluido de sangre, mayor placer. Para el Doctor Chigurh el clímax sexual era no tanto electricidad u hormonas sino sangre, mucha sangre, en los lugares correctos. De ahí el éxito arrollador de su patentado Orgasmatrón, y su desgracia también. Porque llegó un momento en el cual sus usuarios y pacientes ignoraron todas las recomendaciones, y prefirieron hacerse explotar en pedazos, cual volcanes de sangre deseosa, con tal de alcanzar el más intenso y sublime de los orgasmos.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Las ratas del cielo

                                                                                                                                La tormenta sacudió los árboles con un ímpetu de rabia. Por el suelo rodaban las jaulas de los pájaros, trozos de leña y alambres de colgar la ropa. Idalia levantó los baldes y sacó de las jaulas a los pájaros muertos, para después colocarlos en una pequeña palangana. Luego, se los dio a los perros que en ese momento olisqueaban las frutas despedazadas. Los perros se tragaron a los pájaros enteros, con plumas, como si fueran gaviotas.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La visión del desastre la hizo descender a una profunda melancolía. Se quitó los zapatos y los lanzó sin fuerza al charco más cercano donde flotaban guayabas. Después de haber dado varias vueltas por el patio y la casa, se escondió detrás del aljibe a sollozar. El agua que se filtraba de las paredes le mojó la espalda. Una bandada de palomas sobrevoló encima de su cabeza “son las ratas del cielo” ─pensó.

                                                                                                                                El aroma a guayaba manoseó la nariz de la mujer. Idalia salió de su escondite y apoyó las manos sobre la superficie del aljibe, aspiró con fuerza, y cerró los ojos regocijándose en ese olor. Más tarde, se escucharon los gritos de las hermanas:

                                                                                                                                “¡Idalia! ¡Idalia! ¡Idalia!”.

                                                                                                                                Idalia no despertó…

                                                                                                                                Verónica Bolaños

                                                                                                                                Sin título

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después de un tiempo había dejado de escribir, pero ahora nuevas ideas surgían y debía compartir. En las redes sociales (al poco tiempo) su popularidad era reconocida, claro no era un Cervantes o un Benedetti, pero gustaba su poesía, sus relatos y reflexiones sobre la vida. Estaba eufórico, los buenos comentarios (y dos o tres malos) llovían en sus mensajes diariamente, a tal extremo que empezó a considerar en su mente la publicación de un libro. Todo marchaba viento en popa y a toda vela hasta un día, en el que en una despedida a uno de sus fans le contestó: gracias, amigo, saludos desde mi tumba! ... En ese momento despertó, durante todo un año su fantasma salía de su tumba para escribir por las noches en su antigua computadora.

                                                                                                                                Al Agus

                                                                                                                                Por Autores varios

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