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Desarraigado
- ¿Cuándo dejarás el nido? - le preguntó el águila al gorrión.
-Ya he vuelto.
Celia Ortiz Lombraña.
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Noche cómplice
La noche inofensiva me atrapa entre sus garras. Cierro mis ojos por incontables segundos. A través de las sombras contemplo imágenes que no me atrevo a mirar bajo la luz del día: mis labios besando extraños, lejanos, de sabor fresco y embriagante; un cuerpo oscuro deseado en secreto desde la inconsciencia en contra de mi propio pudor de señora. Mientras disfruto cada cuadro, algo me frena, no me deja avanzar, es un pantano lleno del qué dirán, de lecciones de buen comportamiento, de lo que debe ser y sentir una mujer a mi edad.
Aunque siendo sincera a estas alturas de mi vida no estoy segura si el temor es a ser descubierta por cualquiera o a que mis fantasías nunca se hagan realidad. Así que continúo creando ardientes escenas con alguien que tal vez algún día lo sabrá.
Eliana Soza (Bolivia).
Mi primer juego olímpico
Transcurría Atlanta 96: yo alternaba entre tareas de la escuela, competencias deportivas y los cuentos infantiles que me leía mi abuelo. En la televisión de 14 pulgadas solo se observaban consagraciones foráneas y participaciones nacionales vestidas de fracasos. El nombre que más resaltaba por aquellos días era estadounidense: Michael Johnson, el amo de la pista atlética. A Johnson lo perseguían todos los medios orbitales en la Villa Olímpica: su velocidad era inigualable, al punto en el que todos querían ser como él: desde un niño que jugaba al escondite en el barrio hasta la gente del campo que cultivaba frutas. Los niños lo imitaban para divertirse, mientras los campesinos lo emulaban tratando de huir de unas balas despiadadas que querían arrebatarle la única esperanza que tenían sus vidas. A mí me pasaba igual. Sin embargo, yo no era atleta ni abanderado nacional para correr como Michael, solo para que mi familia no perdiera sus tierras.
Carlos Andrés Martínez Buelvas.
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La frase
Aún creo que ella la conocía, pero no puedo estar seguro. Derrochábamos lujuria con estruendo, pero nos amábamos en silencio y con luz tenue. A ella le gustaba acariciar gatos, yo era consciente de mi felicidad cada vez que, en medio de tinieblas, percibía destellos de su mirada.
Ella reía y se maravillaba con mis empresas (mentiras que luchaban por convertirse en verdades). Yo la contemplaba y pensaba en la frase, una frase quizá inexistente que lograría describir el amor de la humanidad. Una frase tan exacta y tan real como el ser, la cual acabaría con todas las búsquedas, arrojando a la humanidad al fin de su historia.
William Suárez Gómez.
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