La felicidad utilitarista y su vigencia en el mundo neoliberal
John Stuart Mill afirmó en El Utilitarismo que la felicidad se entiende como la realización del placer y la ausencia de dolor.
Andrés Osorio Guillott
Dice John Stuart Mill en El Utilitarismo: “El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Se entiende por felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer”.
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Dice John Stuart Mill en El Utilitarismo: “El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Se entiende por felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer”.
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Esa quimera llamada felicidad. Ese estado efímero que muchos persiguen, que algunos ven como el fin de la vida y que otros ven como la utopía a perseguir con el paso del tiempo. Al ser una especie de obsesión o de anhelo, esta se convierte en una cuestión fundamental para la moral y el sistema reinante del mundo. ¿Qué llamamos felicidad? ¿De qué depende y cuál es el sentido de la misma?
La felicidad de la que habla Mill en El utilitarismo no es necesariamente individual sino colectiva. Y esta además procura generar tranquilidad y estímulo, dos elementos que, según el británico, van unidos naturalmente, pues el deseo de adquirir uno de ellos nace de la prolongación de haber obtenido otro. Ahora, la unión de estos elementos representan o simbolizan la idea de una vida satisfecha. Dicho de otra manera, la tranquilidad y el estímulo permiten al ser humano tener la satisfacción de que su acción fue buena moralmente si lo vemos desde el principio de utilidad.
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“Si los seres humanos no han de poseer felicidad alguna, su consecuencia no puede ser el fin de la moralidad ni de la conducta racional. (…) En efecto, la utilidad no sólo incluye la búsqueda de la felicidad, sino también la prevención o mitigación de la desgracia; y si la primera es quimérica, quedará el gran objetivo y la necesidad imperativa de evitar la segunda”, dice Mill, quien nos habla de que en la ética utilitarista no es necesario poseer una felicidad, pues hay quienes no la tienen. Sin embargo, esto no excluye a los individuos de procurar evitar el dolor en los demás.
“Solo un estado imperfecto del mundo es causa de que el mejor modo de servir a los demás sea la renunciación a la propia felicidad. Pero reconozco que mientras el mundo sea imperfecto no podrá encontrarse en el hombre una virtud más elevada que la disposición a hacer tal sacrificio. Y, por paradójico que sea, añadiré que la capacidad de obrar conscientemente sin pretender ser feliz, es el mejor procedimiento para alcanzar en lo posible la felicidad”.
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El utilitarismo según Mill no acepta el sacrificio individual de la felicidad como un bien en sí mismo sino que aprueba su intención de aportar a la felicidad de los otros. De esta manera, se entiende que un fundamento de la ética utilitarista está en la multiplicación de la felicidad como objeto de la virtud. Pero ¿a qué llamamos virtud y por qué el sacrificio de la felicidad propia por la de los demás lo es?
Si bien puede ser visto como un acto noble, detrás de ella se esconde cierto altruismo. Y del altruismo una intención por alimentar el ego. Si bien Mill reconoce la crítica al utilitarismo de que la utilidad no atiende a las cualidades y al origen de la acción sino que ésta sólo se centra en la consecuencia, el autor afirma que es un punto en común para todas las doctrinas morales, pues entendiendo que la validez o negación de la acción no depende de si el individuo es bueno o malo, se podría pensar que el juicio debe recaer en la persona y no en la acción misma.
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Ahora bien, volviendo al altruismo, y para entender por qué de cierta forma la idea de la felicidad del utilitarismo sigue vigente en el mundo neoliberal, vale la pena citar lo que dice Alasdair MacIntyre en Tras la virtud: “En los siglos XVI y XVII la moral llegó a ser entendida, por lo general, como una oferta de solución a los problemas planteados por el egoísmo humano, y el contenido de la moralidad llegó a ser identificado con el altruismo. En el mismo período se comenzó a pensar en los hombres como egoístas por naturaleza en cierta medida peligrosa; y cuando pensamos que la humanidad es por naturaleza peligrosamente egoísta, el altruismo se hace a la vez socialmente necesario y aparentemente imposible y, cuando se da, inexplicable. En la opinión aristotélica tradicional no existen tales problemas. Lo que me enseña la educación en las virtudes es que mi bien como hombre es el mismo que el bien de aquellos otros que constituyen conmigo la comunidad humana. No puedo perseguir mi bien de ninguna manera que necesariamente sea antagónica del tuyo, porque el bien no es ni peculiarmente mío ni tuyo, ni lo bueno es propiedad privada. De aquí la definición aristotélica de amistad, la forma fundamental de relación humana, en términos de bienes que se comparten. Así, en el mundo antiguo y el medieval, el egoísta es alguien que ha cometido un error fundamental acerca de dónde reside su propio bien y por ello se autoexcluye de las relaciones humanas”.
¿Y por qué hablamos de altruismo? Porque es a partir de este punto que se empieza a desfigurar la idea de felicidad utilitaria, y entonces la intención de ser virtuoso en este sentido pasa a convertirse en una problemática a nivel social. Que la felicidad sea el norte puede inducir precisamente a pensar en el bien y en la misma felicidad como un tema individual, y es ahí donde el lado altruista y egoísta salta a la vista.
Tiempos de individualismo, donde se piensa en defender el metro cuadrado. Una especie de exacerbación de las propiedades privadas, de discursos políticos que infunden temor a partir de la pérdida de lo material, de lo propio, y un imaginario de éxito derivado de la exaltación de valores competitivos nos remite a ese mundo donde la felicidad es ese bien personal que derrota el bienestar colectivo, donde el dolor justamente no es visto como parte inherente de la vida, sino como un mal que hay que evitar a toda costa.
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En La sociedad paliativa, el filósofo Byung-Chul Han precisamente hablaba e la privatización de la felicidad: “El dispositivo de felicidad aísla a los hombres y conduce a una despolitización de la sociedad y a una pérdida de la solidaridad. Cada uno debe preocuparse por sí mismo de su propia felicidad. La felicidad pasa a ser un asunto privado. También el sufrimiento se interpreta como resultado del propio fracaso. Por eso, en lugar de revolución lo que hay es depresión. Mientras nos esforzamos en vano por curar la propia alma perdemos de vista las situaciones colectivas que causan los desajustes sociales. Cuando nos sentimos afligidos por la angustia y la inseguridad no responsabilizamos a la sociedad, sino a nosotros mismos. Pero el fermento de la revolución es el dolor sentido en común. El dispositivo neoliberal de felicidad lo ataja de raíz. La sociedad paliativa despolitiza el dolor sometiéndolo a tratamiento medicinal y privatizándolo. De este modo se reprime y se desbanca la dimensión social del dolor”.
Y más adelante, el coreano dice: “El dispositivo neoliberal de felicidad cosifica la felicidad. La felicidad es más que la suma de sensaciones positivas que prometen un aumento del rendimiento. No está sujeta a la lógica de la optimización. Se caracteriza por no poder disponer de ella. Le es inherente una negatividad. La verdadera felicidad solo es posible en fragmentos. Es justamente el dolor lo que preserva a la felicidad de cosificarse. Y le otorga duración. El dolor trae la felicidad y la sostiene”.