La filosofía y los milagros
Los creyentes, tal vez conscientes como Kierkegaard de que la fe comienza donde la razón termina, dan por sentado que existen los milagros. Estos suponen un Dios que interviene a voluntad en su obra, un Dios que actúa como causa de acontecimientos que no obedecen a las leyes causales habituales de la naturaleza.
Damián Pachón Soto
Desde este punto de vista, es posible pensar en apariciones, sanaciones milagrosas de enfermedades consideradas incurables, regresos de la muerte a la vida o todo un conjunto de obras-signo de buena fortuna y prueba fehaciente de que Dios no ha dejado sola a su creación y a esa pobre, desvalida y necesitada criatura su ya, el ser humano.
Sin embargo, como muchas de las cosas en las cuales cree la gente, no se suele tener presente el trasfondo y las discusiones filosóficas y teológicas de las cuales provienen. La gente no es muy dada a discusiones filigranosas que permitan comprender mejor ciertos fenómenos, sino que los da por sentado; se conforma con las explicaciones dadas por la autoridad y de la tradición, y las absorbe sin ninguna crítica o cuestionamiento.
El tema de los milagros, por ejemplo, tiene como uno de sus trasfondos las discusiones medievales sobre las facultades divinas, donde se cuestionaba si el intelecto de Dios primaba sobre su voluntad o viceversa. Estas discusiones eran recogidas en las llamadas teologías racionalistas o teologías voluntaristas. En las primeras es incluido Tomás de Aquino y, en las segundas, a filósofos como Duns Scoto o Guillermo de Ockham. Lo interesante del asunto es que estas discusiones son fundamentales y van entrelazadas al problema de la universalidad y necesidad de la ley natural en la llamada Revolución científica del siglo XVII. Y lo están justamente porque el milagro implicaría una “ruptura” de las leyes naturales, razón por la cual hay que “deslindar el hecho milagroso” de la cadena causal que gobierna el mundo, de la ley suma o “perpetua o uniforme” de la naturaleza como la llamaba Francis Bacon.
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Al respecto, en un paper titulado Voluntarist theology at the origins of Modern Science: a response to Peter Harrison, Jhon Henry, profesor de la Universidad de Edimburgo, defiende, contra Harrison, que el voluntarismo fue importante para el nacimiento de la ciencia moderna y para algunos de sus pensadores. El debate entre ambas concepciones consiste en lo siguiente: para el intelectualismo Dios crea el mundo de manera racional, con un orden y con una determinada lógica. Esto garantiza el orden de las cosas creadas. Sin embargo, para muchos teólogos de la Edad Media estas proposiciones, derivadas de la filosofía aristotélica, negaban la omnipotencia de Dios. Desde este punto de vista, Dios no podía cambiar el mundo que había creado, entre otras cosas, porque sería ilógico crear para después destruir a placer. Esto implicaba que Dios “no estaba totalmente en control de sus propias acciones, porque siempre tenía que seguir los dictados de la razón y, por lo tanto, actuaba por necesidad”. Es decir, el intelectualismo minaba la libertad divina y su poder, mientras el voluntarismo convertía al mundo en algo meramente contingente. Estas posturas partían de la discusión sobre la primacía de la voluntad sobre el intelecto o del intelecto sobre la voluntad, como se dijo, discusión afincada, así, sobre un problema en torno a las facultades divinas. Sostiene Henry: “en la historiografía de la ciencia estas dos teologías se han relacionado, especialmente en el período moderno temprano, a diferentes enfoques para la epistemología y metodología de la ciencia. El énfasis en la razón intelectualista de Dios va de la mano con filosofías naturales racionalistas. Puesto que Dios siguió los dictados de la razón en la creación del mundo, podemos reconstruir, por así decirlo, los procesos de pensamiento de Dios, y llegar en un proceso racional a una comprensión del mundo. Por el contrario, el énfasis voluntarista en la libertad de la operación de Dios se asocia con la creencia en la contingencia radical del mundo natural y la creencia concomitante que sólo podemos entender la creación de Dios a posteriori mediante el examen y sacar conclusiones empíricamente”.
Este debate teológico tiene una gran relevancia para la comprensión de las posturas racionalistas y empiristas en el siglo XVII. Las consecuencias epistemológicas, para decirlo en términos generales, son claras: el intelectualismo deriva en la matematización de la naturaleza y sus certezas, mientras el voluntarismo desemboca en el empirismo y sus probabilidades.
El debate en torno a los milagros, entonces, se sitúa en dos extremos: si Dios puede cambiar la legalidad del mundo (voluntarismo) o si debe ceñirse estrictamente a conservar lo creado, como pensaba Descartes y el intelectualismo. De ahí que los milagros no pueden ser aceptados en posturas radicalmente racionalistas, pero sí en posturas voluntaristas que hacen énfasis en la voluntad y en la omnipotencia divinas, pues estos son expresión del poder de Dios. También pueden ser aceptados en posturas intermedias, no excluyentes, donde, si bien Dios ha creado racionalmente el mundo, también puede variarlo a placer y producir una que otra ruptura de la legalidad de la naturaleza. Esta última parece ser la postura de Newton, pues hay necesidad en la naturaleza, pero la voluntad divina puede variar sus leyes.
En Francis Bacon, el padre de la filosofía experimental como lo llamaba Voltaire, y uno de los precursores del empirismo y de la Revolución científica del siglo XVII, es clara la postura voluntarista. En su temprano escrito A Confession of Faith alude a que “Dios creó el cielo y la tierra y toda la multitud de generaciones, y les dio leyes constantes y eternas, las cuales nosotros llamamos naturaleza”. Esas leyes universales y eternas no excluyen los milagros, pues en La Nueva Atlántida hay un párrafo muy esclarecedor que dice: “las leyes de la naturaleza son tus propias leyes y tú no las infringes sino por algún motivo poderoso”. Esto supone, entonces, que la regularidad natural (leyes) que Dios introdujo en la naturaleza no ata el poder divino, y que los motivos de la providencia pueden cambiar las reglas con las que ha hecho el mundo, este macroesquematismo.
La antípoda de Bacon, y que ejemplifica la posición racionalista, la encontramos en el famoso pensador Baruch de Spinoza. Este filósofo de origen hispano portugués, y que desarrolló su poderosa filosofía en Holanda, ha tenido un gran renacimiento en la actualidad: en la teoría política, por su defensa de la democracia y el republicanismo; y en la llamada Affect theory por su ocupación con los afectos, tema tan importante en una pensadora actual como Martha Nussbaum. En Spinoza, como se sabe, Dios es la naturaleza y no hay un ser antropomorfizado, exterior al mundo, que interviene y hace favores; no hay un Dios iracundo, vengativo, que irrumpa en el cosmos a favor de los desgraciados. Spinoza dedicó su obra a defender la libertad del filosofar frente al Estado y a luchar contra las supersticiones religiosas, esparcidas y aprovechadas, la mayoría de las veces, por un clero interesado en perpetuar su poder. Pero su postura contra la superstición y contra la creencia en la existencia de milagros se basa de manera consecuente en su filosofía racionalista. Todo puede ser explicado desde el principio de razón suficiente, el mundo es racional, la naturaleza es racional y el hombre al no ser un imperio dentro de otro imperio, está gobernado por las mismas leyes que gobiernan el mundo. Por eso su mundo afectivo, pasional, puede ser explicado siguiendo el método de la geometría: el placer, el dolor, el deseo, etc., poseen una arquitectura totalmente desentrañable y comprensible por la razón natural.
En esta perspectiva, Spinoza considera que los milagros no son actos divinos. En el Tratado teológico-político sostiene: “Si se admitiera que Dios obra contrariamente a las leyes de la naturaleza, estaríamos obligados a admitir también que obra contra su propia naturaleza, y no puede haber nada más absurdo”. De ahí que los “milagros” presentes en la Biblia solo deben ser tomados como relatos simbólicos. Pero la postura más consecuente de Spinoza consiste en afirmar que no existen, o que, si existiesen, tendrían una explicación racional. Es decir, los milagros son tales solo porque el ser humano no puede explicarlos, pues el vulgo suele atribuirle a Dios lo que no alcanza a explicar con las fuerzas de su propia razón natural. Así las cosas, atribuirle milagros a Dios es una postura que raya en el irracionalismo y que renuncia al uso de la razón. Lo cierto es que aceptar los milagros implicaría en la postura de Spinoza contravenir su férreo determinismo y su sistema more geometrico.
Esbozado así el problema, queda claro que una mejor comprensión del tema de los milagros implica relacionarlo con las facultades divinas y con las regularidades que gobiernan su propia obra, es decir, las leyes naturales que gobiernan el mundo. Comprendido ese marco filosófico, teológico y científico, es posible identificar las posturas que aceptan o rechazan la posibilidad de la existencia de los milagros, aspecto en el cual la determinación de los límites de la razón o los vuelos de la imaginación juega un papel relevante en un ser humano que aún no ha desvelado todos los arcanos del mundo.
Desde este punto de vista, es posible pensar en apariciones, sanaciones milagrosas de enfermedades consideradas incurables, regresos de la muerte a la vida o todo un conjunto de obras-signo de buena fortuna y prueba fehaciente de que Dios no ha dejado sola a su creación y a esa pobre, desvalida y necesitada criatura su ya, el ser humano.
Sin embargo, como muchas de las cosas en las cuales cree la gente, no se suele tener presente el trasfondo y las discusiones filosóficas y teológicas de las cuales provienen. La gente no es muy dada a discusiones filigranosas que permitan comprender mejor ciertos fenómenos, sino que los da por sentado; se conforma con las explicaciones dadas por la autoridad y de la tradición, y las absorbe sin ninguna crítica o cuestionamiento.
El tema de los milagros, por ejemplo, tiene como uno de sus trasfondos las discusiones medievales sobre las facultades divinas, donde se cuestionaba si el intelecto de Dios primaba sobre su voluntad o viceversa. Estas discusiones eran recogidas en las llamadas teologías racionalistas o teologías voluntaristas. En las primeras es incluido Tomás de Aquino y, en las segundas, a filósofos como Duns Scoto o Guillermo de Ockham. Lo interesante del asunto es que estas discusiones son fundamentales y van entrelazadas al problema de la universalidad y necesidad de la ley natural en la llamada Revolución científica del siglo XVII. Y lo están justamente porque el milagro implicaría una “ruptura” de las leyes naturales, razón por la cual hay que “deslindar el hecho milagroso” de la cadena causal que gobierna el mundo, de la ley suma o “perpetua o uniforme” de la naturaleza como la llamaba Francis Bacon.
Si le interesa seguir en Cultura, ingrese acá: La vida, hermana (Cuentos de sábado en la tarde)
Al respecto, en un paper titulado Voluntarist theology at the origins of Modern Science: a response to Peter Harrison, Jhon Henry, profesor de la Universidad de Edimburgo, defiende, contra Harrison, que el voluntarismo fue importante para el nacimiento de la ciencia moderna y para algunos de sus pensadores. El debate entre ambas concepciones consiste en lo siguiente: para el intelectualismo Dios crea el mundo de manera racional, con un orden y con una determinada lógica. Esto garantiza el orden de las cosas creadas. Sin embargo, para muchos teólogos de la Edad Media estas proposiciones, derivadas de la filosofía aristotélica, negaban la omnipotencia de Dios. Desde este punto de vista, Dios no podía cambiar el mundo que había creado, entre otras cosas, porque sería ilógico crear para después destruir a placer. Esto implicaba que Dios “no estaba totalmente en control de sus propias acciones, porque siempre tenía que seguir los dictados de la razón y, por lo tanto, actuaba por necesidad”. Es decir, el intelectualismo minaba la libertad divina y su poder, mientras el voluntarismo convertía al mundo en algo meramente contingente. Estas posturas partían de la discusión sobre la primacía de la voluntad sobre el intelecto o del intelecto sobre la voluntad, como se dijo, discusión afincada, así, sobre un problema en torno a las facultades divinas. Sostiene Henry: “en la historiografía de la ciencia estas dos teologías se han relacionado, especialmente en el período moderno temprano, a diferentes enfoques para la epistemología y metodología de la ciencia. El énfasis en la razón intelectualista de Dios va de la mano con filosofías naturales racionalistas. Puesto que Dios siguió los dictados de la razón en la creación del mundo, podemos reconstruir, por así decirlo, los procesos de pensamiento de Dios, y llegar en un proceso racional a una comprensión del mundo. Por el contrario, el énfasis voluntarista en la libertad de la operación de Dios se asocia con la creencia en la contingencia radical del mundo natural y la creencia concomitante que sólo podemos entender la creación de Dios a posteriori mediante el examen y sacar conclusiones empíricamente”.
Este debate teológico tiene una gran relevancia para la comprensión de las posturas racionalistas y empiristas en el siglo XVII. Las consecuencias epistemológicas, para decirlo en términos generales, son claras: el intelectualismo deriva en la matematización de la naturaleza y sus certezas, mientras el voluntarismo desemboca en el empirismo y sus probabilidades.
El debate en torno a los milagros, entonces, se sitúa en dos extremos: si Dios puede cambiar la legalidad del mundo (voluntarismo) o si debe ceñirse estrictamente a conservar lo creado, como pensaba Descartes y el intelectualismo. De ahí que los milagros no pueden ser aceptados en posturas radicalmente racionalistas, pero sí en posturas voluntaristas que hacen énfasis en la voluntad y en la omnipotencia divinas, pues estos son expresión del poder de Dios. También pueden ser aceptados en posturas intermedias, no excluyentes, donde, si bien Dios ha creado racionalmente el mundo, también puede variarlo a placer y producir una que otra ruptura de la legalidad de la naturaleza. Esta última parece ser la postura de Newton, pues hay necesidad en la naturaleza, pero la voluntad divina puede variar sus leyes.
En Francis Bacon, el padre de la filosofía experimental como lo llamaba Voltaire, y uno de los precursores del empirismo y de la Revolución científica del siglo XVII, es clara la postura voluntarista. En su temprano escrito A Confession of Faith alude a que “Dios creó el cielo y la tierra y toda la multitud de generaciones, y les dio leyes constantes y eternas, las cuales nosotros llamamos naturaleza”. Esas leyes universales y eternas no excluyen los milagros, pues en La Nueva Atlántida hay un párrafo muy esclarecedor que dice: “las leyes de la naturaleza son tus propias leyes y tú no las infringes sino por algún motivo poderoso”. Esto supone, entonces, que la regularidad natural (leyes) que Dios introdujo en la naturaleza no ata el poder divino, y que los motivos de la providencia pueden cambiar las reglas con las que ha hecho el mundo, este macroesquematismo.
La antípoda de Bacon, y que ejemplifica la posición racionalista, la encontramos en el famoso pensador Baruch de Spinoza. Este filósofo de origen hispano portugués, y que desarrolló su poderosa filosofía en Holanda, ha tenido un gran renacimiento en la actualidad: en la teoría política, por su defensa de la democracia y el republicanismo; y en la llamada Affect theory por su ocupación con los afectos, tema tan importante en una pensadora actual como Martha Nussbaum. En Spinoza, como se sabe, Dios es la naturaleza y no hay un ser antropomorfizado, exterior al mundo, que interviene y hace favores; no hay un Dios iracundo, vengativo, que irrumpa en el cosmos a favor de los desgraciados. Spinoza dedicó su obra a defender la libertad del filosofar frente al Estado y a luchar contra las supersticiones religiosas, esparcidas y aprovechadas, la mayoría de las veces, por un clero interesado en perpetuar su poder. Pero su postura contra la superstición y contra la creencia en la existencia de milagros se basa de manera consecuente en su filosofía racionalista. Todo puede ser explicado desde el principio de razón suficiente, el mundo es racional, la naturaleza es racional y el hombre al no ser un imperio dentro de otro imperio, está gobernado por las mismas leyes que gobiernan el mundo. Por eso su mundo afectivo, pasional, puede ser explicado siguiendo el método de la geometría: el placer, el dolor, el deseo, etc., poseen una arquitectura totalmente desentrañable y comprensible por la razón natural.
En esta perspectiva, Spinoza considera que los milagros no son actos divinos. En el Tratado teológico-político sostiene: “Si se admitiera que Dios obra contrariamente a las leyes de la naturaleza, estaríamos obligados a admitir también que obra contra su propia naturaleza, y no puede haber nada más absurdo”. De ahí que los “milagros” presentes en la Biblia solo deben ser tomados como relatos simbólicos. Pero la postura más consecuente de Spinoza consiste en afirmar que no existen, o que, si existiesen, tendrían una explicación racional. Es decir, los milagros son tales solo porque el ser humano no puede explicarlos, pues el vulgo suele atribuirle a Dios lo que no alcanza a explicar con las fuerzas de su propia razón natural. Así las cosas, atribuirle milagros a Dios es una postura que raya en el irracionalismo y que renuncia al uso de la razón. Lo cierto es que aceptar los milagros implicaría en la postura de Spinoza contravenir su férreo determinismo y su sistema more geometrico.
Esbozado así el problema, queda claro que una mejor comprensión del tema de los milagros implica relacionarlo con las facultades divinas y con las regularidades que gobiernan su propia obra, es decir, las leyes naturales que gobiernan el mundo. Comprendido ese marco filosófico, teológico y científico, es posible identificar las posturas que aceptan o rechazan la posibilidad de la existencia de los milagros, aspecto en el cual la determinación de los límites de la razón o los vuelos de la imaginación juega un papel relevante en un ser humano que aún no ha desvelado todos los arcanos del mundo.