La memoria de Gabo y la historia de una foto
Nadie entiende por qué uno de los más grandes músicos, Beethoven, terminó siendo sordo; uno de los más grandes escritores de lengua castellana, Borges, era ciego, y uno de los que mejor escribió, gracias a su memoria, García Márquez, terminó perdiéndola. ¿Qué pasa con los grandes hombres?
Óscar Alarcón Núñez
La enfermedad de nuestra gloria literaria dio lugar a muchas especulaciones, pero muy pocos se atrevían a comentarla porque era un secreto a voces. Solo ahora cuando su hijo mayor, Rodrigo, se atreve a revelarla en un libro hermoso, bellamente escrito como si se lo hubiera dictado su padre (Gabo y Mercedes: una despedida) y lleno de amor filial, tanto a su padre como a su madre. El hijo, orgulloso pero dolido, detalla escenas increíbles de quien en vida fue un genio de las letras gracias a que tuvo y aprovechó muy bien su memoria.
Tuve el privilegio de conocerlo cuando apenas era el autor de cuatro de sus primeros libros (La hojarasca, El coronel no tiene quién le escriba, Los funerales de la mamá grande y La mala hora); cuando caminaba por la carrera séptima de Bogotá como cualquier parroquiano costeño; cuando se hospedaba en un modesto hotel del centro de Bogotá —el Hotel Presidente—; cuando de su mano me llevó a El Espectador a presentarme a Guillermo Cano y al “Mono” Salgar, porque yo quería ser periodista. Tenía una memoria prodigiosa describiendo con detalles mínimos las más insignificantes escenas de un hecho ocurrido muchas décadas atrás.
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Lo conocí cuando él era joven siendo yo muy niño, estudiante de colegio, cuando ocasionalmente iba a Santa Marta a visitar a su familia, a la tía Meme, a Sara Márquez, así como a sus hermanos Luis Enrique, Jaime y al Cuqui. La primera vez ocurrió cuando llegó a Colombia al estreno de su película Tiempo de morir. Contaba que estaba escribiendo la novela de su vida, que la trabajaba desde hacía varios años y que entonces se llamaba La casa. Era la historia de la familia Buendía.En medio de una conversación, le entregué un ejemplar de La hojarasca, publicada por la Feria del Libro, para que me lo dedicara. Antes de firmar, la tomó, y al azar leyó en silencio una página, luego otra, después otra más. De pronto exclamó:—¡Esto es puro Faulkner, carajo!
En otra ocasión, también en Santa Marta, acababa de aparecer Cien años de soledad. Era noviembre de 1967. Regresaba de un coloquio sobre la novela en América Latina, organizado por la Universidad Nacional de Ingeniería, en Lima, donde había participado con su entonces amigo Mario Vargas Llosa. Después fue a Buenos Aires, en donde lo recibieron como al nuevo Cervantes de la lengua castellana en eventos programados por el escritor Tomás Eloy Martínez y su revista Primera Plana.En esa oportunidad, en Santa Marta, estaba con su familia y sus hermanos, Luis Enrique y Jaime. Fuimos a almorzar a la pescadería Pargo Rojo, de Pedro Segrera, en el barrio Ancón, sitio de pescadores, enclavado en un atajo hacia Punta de Betín, hoy lugar desaparecido por la modernización del puerto.
El fotógrafo Alfonso Gutiérrez nos hizo posar y esa es la foto recortada que aparece en el libro de Rodrigo, titulada El club de los cuatro (Gabo, Mercedes, Rodrigo y Gonzalo). Aparecen además sus hermanos Luis Enrique, Jaime y a la izquierda quien esto escribe. No es en Barranquilla, como equivocadamente aparece registrada, ni tampoco fue en 1971, sino cuatro años antes, cuando se aprestaban a viajar a Barcelona para fijar su residencia, siguiendo Gabo los pasos de Vargas Vila y los consejos de su agente literaria Carmen Balcells, que lo llevó a declarar en la revista Mujer, de Flor Romero de Nohra: “Yo soy el Vargas Vila de mi generación”, porque vendía muchos libros y vivía en la ciudad de Gaudí.
La gloria
A finales de 1968, viviendo yo en Bogotá y aprendiendo el oficio, me escribió Mercedes para pedirme que le consiguiera “las crónicas que publicó Gabito en El Espectador sobre el marinero Velasco”. En esa época las fotocopiadoras no las habían terminado de inventar y me tocó contratar a una secretaria para que las digitara. En marzo de 1970 aparecería en Tusquets Editores el Relato de un náufrago, que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el Gobierno y olvidado para siempre”.
Era un modesto escritor que aceptó el desafío para responder al reto de Eduardo Zalamea Borda (“Ulises”), subdirector y director del suplemento literario de El Espectador —quien había dicho que no existían jóvenes escritores que merecieran la pena en Colombia—. Le envió el cuento La tercera resignación. Y a Zalamea le tocó recoger sus palabras, publicar el relato y hacerle una nota laudatoria.
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Así comenzó su gloria, haciendo buen uso de su memoria prodigiosa, que le permitía acordarse de los más mínimos detalles de acontecimientos importantes o baladíes: de cuando llegó por primera vez a Bogotá, esta ciudad remota y lúgubre donde caía una llovizna insomne desde principios del siglo XVI, con demasiados hombres en la calle vestidos de paño negro y sombrero duro; de cuando aterrizó en París y luego de haberse instalado en la primera pensión que encontró, salió a la calle y vio a un paisano que se especializaba en medicina psiquiátrica, con quien tenía más de diez años de no encontrarse, y en pleno bulevar Saint Michel le gritó: “Aracataca sí es grande”.
Esa era la memoria inimitable que fue perdiendo con el tiempo, sin la carga del pasado y libre de las expectativas sobre el futuro. Fue dejando de ser no solo el gran escritor, sino el conversador fantástico que con sus palabras construía un cuento lleno de realismo de buena prosa hablada. Afortunadamente quedó su obra perenne.En su libro, repito, hermoso y bello, Rodrigo tiene el valor de confesar que cuando con su hermano Gonzalo lo visitaban en los últimos años “nos mira larga y detenidamente, con una desinhibida curiosidad. Nuestros rostros tocan algo distante, pero ya no nos reconoce”.
Era consciente de lo que le estaba pasando: “Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella. Ayúdenme”. Y luego dijo: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”.
Es algo similar a lo que sentía Beethoven, poniendo sus oídos en el piano para escuchar las notas que él mismo había puesto en el pentagrama. O cuando le indicaron que viera el público que aplaudía luego de que interpretaron su Oda a la alegría.Rodrigo cuenta que por primera vez Gabo releyó sus libros y era como si los leyera por primera vez. “¿De dónde carajos salió esto?”, me preguntó en una ocasión. Seguía leyéndolos hasta el final, en algún momento reconociéndolos como libros familiares por la cubierta, pero con una pobre comprensión de su contenido. A veces cuando cerraba un libro se sorprendía al encontrar su retrato en la contraportada, de modo que lo volvía a abrir e intentaba volverlo a leer.
Un Jueves Santo se fue ese genio prodigioso, el mismo día de Úrsula Iguarán en Cien años de soledad. Rodrigo cuenta que lo vio destrozado “como si algo hubiera fulminado —un tren, un camión, un rayo—, algo que no le causó más heridas que arrebatarle la vida”.
Falleció en su casa en Ciudad de México, al lado del libro que siempre estuvo en su mesa de noche, que releyó muchas veces: Los idus de marzo, del estadounidense Thornton Wilder. Pero Gabo se fue en abril. Se nos fue, pero quedó su gloria eterna. Su memoria iba adelante porque apenas llegó a los ochenta.
La enfermedad de nuestra gloria literaria dio lugar a muchas especulaciones, pero muy pocos se atrevían a comentarla porque era un secreto a voces. Solo ahora cuando su hijo mayor, Rodrigo, se atreve a revelarla en un libro hermoso, bellamente escrito como si se lo hubiera dictado su padre (Gabo y Mercedes: una despedida) y lleno de amor filial, tanto a su padre como a su madre. El hijo, orgulloso pero dolido, detalla escenas increíbles de quien en vida fue un genio de las letras gracias a que tuvo y aprovechó muy bien su memoria.
Tuve el privilegio de conocerlo cuando apenas era el autor de cuatro de sus primeros libros (La hojarasca, El coronel no tiene quién le escriba, Los funerales de la mamá grande y La mala hora); cuando caminaba por la carrera séptima de Bogotá como cualquier parroquiano costeño; cuando se hospedaba en un modesto hotel del centro de Bogotá —el Hotel Presidente—; cuando de su mano me llevó a El Espectador a presentarme a Guillermo Cano y al “Mono” Salgar, porque yo quería ser periodista. Tenía una memoria prodigiosa describiendo con detalles mínimos las más insignificantes escenas de un hecho ocurrido muchas décadas atrás.
Le sugerimos leer: Pequeño glosario de antintelectualismo: ciudadano de a pie
Lo conocí cuando él era joven siendo yo muy niño, estudiante de colegio, cuando ocasionalmente iba a Santa Marta a visitar a su familia, a la tía Meme, a Sara Márquez, así como a sus hermanos Luis Enrique, Jaime y al Cuqui. La primera vez ocurrió cuando llegó a Colombia al estreno de su película Tiempo de morir. Contaba que estaba escribiendo la novela de su vida, que la trabajaba desde hacía varios años y que entonces se llamaba La casa. Era la historia de la familia Buendía.En medio de una conversación, le entregué un ejemplar de La hojarasca, publicada por la Feria del Libro, para que me lo dedicara. Antes de firmar, la tomó, y al azar leyó en silencio una página, luego otra, después otra más. De pronto exclamó:—¡Esto es puro Faulkner, carajo!
En otra ocasión, también en Santa Marta, acababa de aparecer Cien años de soledad. Era noviembre de 1967. Regresaba de un coloquio sobre la novela en América Latina, organizado por la Universidad Nacional de Ingeniería, en Lima, donde había participado con su entonces amigo Mario Vargas Llosa. Después fue a Buenos Aires, en donde lo recibieron como al nuevo Cervantes de la lengua castellana en eventos programados por el escritor Tomás Eloy Martínez y su revista Primera Plana.En esa oportunidad, en Santa Marta, estaba con su familia y sus hermanos, Luis Enrique y Jaime. Fuimos a almorzar a la pescadería Pargo Rojo, de Pedro Segrera, en el barrio Ancón, sitio de pescadores, enclavado en un atajo hacia Punta de Betín, hoy lugar desaparecido por la modernización del puerto.
El fotógrafo Alfonso Gutiérrez nos hizo posar y esa es la foto recortada que aparece en el libro de Rodrigo, titulada El club de los cuatro (Gabo, Mercedes, Rodrigo y Gonzalo). Aparecen además sus hermanos Luis Enrique, Jaime y a la izquierda quien esto escribe. No es en Barranquilla, como equivocadamente aparece registrada, ni tampoco fue en 1971, sino cuatro años antes, cuando se aprestaban a viajar a Barcelona para fijar su residencia, siguiendo Gabo los pasos de Vargas Vila y los consejos de su agente literaria Carmen Balcells, que lo llevó a declarar en la revista Mujer, de Flor Romero de Nohra: “Yo soy el Vargas Vila de mi generación”, porque vendía muchos libros y vivía en la ciudad de Gaudí.
La gloria
A finales de 1968, viviendo yo en Bogotá y aprendiendo el oficio, me escribió Mercedes para pedirme que le consiguiera “las crónicas que publicó Gabito en El Espectador sobre el marinero Velasco”. En esa época las fotocopiadoras no las habían terminado de inventar y me tocó contratar a una secretaria para que las digitara. En marzo de 1970 aparecería en Tusquets Editores el Relato de un náufrago, que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el Gobierno y olvidado para siempre”.
Era un modesto escritor que aceptó el desafío para responder al reto de Eduardo Zalamea Borda (“Ulises”), subdirector y director del suplemento literario de El Espectador —quien había dicho que no existían jóvenes escritores que merecieran la pena en Colombia—. Le envió el cuento La tercera resignación. Y a Zalamea le tocó recoger sus palabras, publicar el relato y hacerle una nota laudatoria.
Podría interesarle leer: Paro nacional: Lecturas por Cali
Así comenzó su gloria, haciendo buen uso de su memoria prodigiosa, que le permitía acordarse de los más mínimos detalles de acontecimientos importantes o baladíes: de cuando llegó por primera vez a Bogotá, esta ciudad remota y lúgubre donde caía una llovizna insomne desde principios del siglo XVI, con demasiados hombres en la calle vestidos de paño negro y sombrero duro; de cuando aterrizó en París y luego de haberse instalado en la primera pensión que encontró, salió a la calle y vio a un paisano que se especializaba en medicina psiquiátrica, con quien tenía más de diez años de no encontrarse, y en pleno bulevar Saint Michel le gritó: “Aracataca sí es grande”.
Esa era la memoria inimitable que fue perdiendo con el tiempo, sin la carga del pasado y libre de las expectativas sobre el futuro. Fue dejando de ser no solo el gran escritor, sino el conversador fantástico que con sus palabras construía un cuento lleno de realismo de buena prosa hablada. Afortunadamente quedó su obra perenne.En su libro, repito, hermoso y bello, Rodrigo tiene el valor de confesar que cuando con su hermano Gonzalo lo visitaban en los últimos años “nos mira larga y detenidamente, con una desinhibida curiosidad. Nuestros rostros tocan algo distante, pero ya no nos reconoce”.
Era consciente de lo que le estaba pasando: “Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella. Ayúdenme”. Y luego dijo: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”.
Es algo similar a lo que sentía Beethoven, poniendo sus oídos en el piano para escuchar las notas que él mismo había puesto en el pentagrama. O cuando le indicaron que viera el público que aplaudía luego de que interpretaron su Oda a la alegría.Rodrigo cuenta que por primera vez Gabo releyó sus libros y era como si los leyera por primera vez. “¿De dónde carajos salió esto?”, me preguntó en una ocasión. Seguía leyéndolos hasta el final, en algún momento reconociéndolos como libros familiares por la cubierta, pero con una pobre comprensión de su contenido. A veces cuando cerraba un libro se sorprendía al encontrar su retrato en la contraportada, de modo que lo volvía a abrir e intentaba volverlo a leer.
Un Jueves Santo se fue ese genio prodigioso, el mismo día de Úrsula Iguarán en Cien años de soledad. Rodrigo cuenta que lo vio destrozado “como si algo hubiera fulminado —un tren, un camión, un rayo—, algo que no le causó más heridas que arrebatarle la vida”.
Falleció en su casa en Ciudad de México, al lado del libro que siempre estuvo en su mesa de noche, que releyó muchas veces: Los idus de marzo, del estadounidense Thornton Wilder. Pero Gabo se fue en abril. Se nos fue, pero quedó su gloria eterna. Su memoria iba adelante porque apenas llegó a los ochenta.