“La Náusea”, el pilar del existencialismo sartreano
Aunque el existencialismo se empezó a construir desde el siglo XIX, fue Sartre quien impulsó la corriente con su novela “La Náusea”.
Andrés Osorio Guillott
El existencialismo ya rondaba por Europa cuando Jean Paul Sartre escribió La Náusea. Décadas atrás ya se hablaba de esta corriente gracias Sören Kierkegaard, y entre líneas lo fueron construyendo otros pensadores como Friedrich Nietzsche, incluso Fiodor Dostoievski dejó entrever en su obra literaria algo del carácter existencial.
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El existencialismo ya rondaba por Europa cuando Jean Paul Sartre escribió La Náusea. Décadas atrás ya se hablaba de esta corriente gracias Sören Kierkegaard, y entre líneas lo fueron construyendo otros pensadores como Friedrich Nietzsche, incluso Fiodor Dostoievski dejó entrever en su obra literaria algo del carácter existencial.
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Claro, cómo no hablarse de Sartre y esta corriente de pensamiento si fue él quien escribió el ensayo El existencialismo es un humanismo. Sin duda es un documento pertinente para entender los postulados de libertad y responsabilidad que hay detrás del discurso, pero más que este escrito, fue La Náusea y su personaje Antoine Roquentin los que reflejaron con gran precisión lo que por décadas se había trabajado en la filosofía y la literatura europea.
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El contexto ayudó. La Segunda Guerra Mundial terminó por dejar un aire existencialista en Occidente. Estaba desprovisto hablar de belleza. Incluso Theodor Adorno dijo que “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie.” El vacío y el peso de cargar con la existencia de la humanidad eran más intensos que nunca, ambos elementos fueron pilares del existencialismo y estos mismos se asentaron en la posguerra.
Aunque La Náusea se publicó en 1938, su aparición antecedió y reforzó el sentimiento del absurdo y del vacío. Y quizá uno de los apartados del diario de Antoine Roquentin que más representa el existencialismo es este: “¿Soñé aquella enorme presencia? Estaba allí, posada en el jardín, vertida sobre los árboles, blanducha, embadurnándolo todo, espesa como una confitura. ¿Y yo estaba dentro, con todo el jardín? Tenía miedo, pero sobre todo estaba encolerizado; aquello me parecía tan estúpido, tan fuera de lugar; odiaba esa mermelada asquerosa. ¡Sí, sí! Aquello subía hasta el cielo, andaba por todas partes, lo llenaba todo con su caída gelatinosa y yo le veía profundidades y profundidades, mucho mas allá de los límites del jardín, de las casas y de Bouville; ya no estaba en Bouville ni en ninguna parte, flotaba. No me sorprendía, sabía que era el Mundo, e Mundo completamente desnudo, el que se mostraba de golpe, y me ahogaba de cólera contra ese gran absurdo. Ni siquiera podía uno preguntarse de dónde salía aquello, todo aquello, ni cómo era que existía un mundo en vez de nada. Aquello no tenía sentido, el mundo estaba presente, en todas partes presente, adelante, atrás”.
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Un aire de pesimismo, pero reducirlo a eso sería no preguntarse si habría un modo “optimista” de pensar en el peso de la existencia, o en la trascendencia que hay detrás de asumir nuestra libertad bajo una óptica existencialista, es decir, entendiendo la responsabilidad de nuestros actos y de cómo estos representan a toda la humanidad, como si fueran estas las máximas que propuso siglos atrás Immanuel Kant.
“¡La cosa va mal, muy mal! La he atrapado, la porquería, la Náusea. Y esta vez, con una novedad: me dio en un café. Los cafés eran hasta ahora mi único refugio porque están llenos de gente y bien iluminados; ni siquiera me quedará este recurso; cuando me vea acostado en mi cuarto, no sabré a dónde ir”. Roquentin era un personaje solitario, él y La Náusea representan los valores o principios existencialistas, la soledad como base para la confrontación y el malestar ineludible de asumir la carga de la vida. “La Náusea está en mí; la siento allí en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo quien está en ella”.
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Hay un punto aparentemente inexorable donde llega el absurdo, donde parece que las preguntas llevan a un sinsentido, como si el espíritu del ser humano estuviera predestinado a no solucionar todas sus dudas y caer en el vacío de la incertidumbre. Y esa sensación de la nada -que justamente menciona Roquentin cuando se plantea la posibilidad de la nada en vez del mundo-, es, quizá, parte de la esencia del existencialismo.
“Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé las perdí, y ya no puedo imaginarme otras. Todavía soy bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar? Solo ahora comprendo cuánto había contado con Anny para salvarme, en los peores momentos de mis terrores, de mis náuseas. Mi pasado ha muerto. El señor Rollebon ha muerto. Anny volvió para quitarme toda esperanza. Estoy solo en esta calle blanca bordeada de jardines. Solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte”.
Mirar la vida a los ojos. El existencialismo no es más que otra forma de formularse preguntas que podríamos llamar fundamentales, aquellas que cuestionan el sentido de la condición humana; la esencia misma de vivir, el comportamiento propio y el de los otros; la libertad, esa palabra ancha y que parece una quimera. Enfrentarse a los absurdos, a esos instantes de soledad y nostalgia parece tormentoso, es quizá hasta enfermizo, por eso La Náusea, pero esa Náusea sartreana es en últimas el precio de asumir una vez más el enorme peso de existir, de entender sus implicaciones, sus más y sus menos, no subestimar un acto por pequeño parezca y no pasar por alto todo aquello que acontece mientras el péndulo de la levedad y la trascendencia define nuestro paso en el mundo.