La vaina está maluca (Cuentos de sábado en la tarde)
“Estoy llevao, Fermín. La vaina está maluca. Tú no sabes que mi desayuno es un bollo limpio y que me lo como vacío en la propia tusa porque a veces no pesco nada, o no me alcanza pa’l salao”.
Linda Esperanza Aragón
A Vicente se le cayó una moneda del bolsillo cuando se sentó en su canoa. Se iba a pescar, ya estaba listo para comenzar a bogar. Dejó el canalete a un lado y desesperado por encontrarla se acercó a Maye, una lavandera que tenía el don de localizar objetos debajo del agua; hallaba desde resbaladizas bolas de jabón hasta pequeños aretes. En la ciénaga se estaba bañando Fermín, quien observaba a Maye buscando la moneda y escuchaba los gritos desesperados de Vicente.
—Vicente, vas a quedar como la Morón, la señora del pueblo vecino —dijo Fermín.
—¿Y cómo quedó? —le preguntó Vicente.
—Dicen que después de tener tanto, terminó pidiendo hasta la sal —respondió Fermín.
—Fermín, ¿y qué tengo yo? Lo único que me acompañaba era esa moneda de mil pesos.
—Pero no te des mala vida, Vicente, la plata va y viene. Deja que otro paisano más necesitado se la encuentre, seguro le servirá para comprar la vitualla del almuerzo.
—¿Y quién carajos mira por mí? Estoy llevao, Fermín. La vaina está maluca. Tú no sabes que mi desayuno es un bollo limpio y que me lo como vacío en la propia tusa porque a veces no pesco nada, o no me alcanza pa’l salao.
—Pero, Vicente, Dios dice que debemos dar a los que están más necesitados que uno.
—¿En este pueblo quién puede estar más llevao que yo? —preguntó Vicente.
—Vicente, no sabemos la gotera en la casa ajena.
—¡Qué va! Si estamos en pleno verano —remató Vicente.
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Vicente tenía la esperanza de recuperar esa moneda y no desprendía la mirada de Maye, que continuaba buscándola con esmero. Mientras tanto, algunas personas que estaban presentes se unieron a la conversación de Vicente y Fermín.
—Yo soy la señora más vieja del pueblo, tengo 90 años, ¡y cómo quisiera convertir los años en millones! —manifestó Teresa.
La señora Plácida, la lotera del pueblo, aprovechó la ocasión para promocionar los boletos de lotería:
—Por ahora nadie será millonario en este pueblo, hace rato que no me cogen un numerito.
—Si no hay plata para la comida, menos hay para la lotería —contestó Teresa.
—A mí no me gusta deberle a ninguno porque no duermo tranquila, hoy le debo al mundo entero. Antes, cuando la situación era mejor, me dormía con tan solo darme tres mecías en la hamaca. Ya llevo varios días sin dormir, pero no me balanceo tanto para que la hamaca no se me gaste —dijo Etilvia.
A la ciénaga iban llegando más personas a bañarse, lavar la ropa y darles de beber a los burros. No se callaron, participaron en el diálogo:
—Tengo la memoria más lúcida de este pueblo, pero de tanto sacar cuentas se me han olvidado varios cuentos —reveló Felipo.
—El médico me prohibió el café con leche, y me conviene hacerle caso para ahorrarme unos pesitos cada día, pero yo no puedo dejar el café, mejor me muero —contó Marce.
Ana Benilda, la única en el pueblo que tenía licuadora, se sumó a la conversación:
—En la casa recibo a bastantes paisanos que van a preparar los jugos diariamente. Mientras licúan me van echando cuentos y me comentan sus preocupaciones. Voy a empezar a cobrar por los consejos que doy.
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Diluvina, la viuda del pueblo, tampoco se quedó callada:
—Todavía no pienso aflojá el luto. Me sale más barato vestir de negro porque no tengo que preocuparme por combinar los colores ni por mandar a hacer vestidos con los estampados de moda.
—Hay que ahorrar lo que más se pueda, la vaina está jodía. Vea, yo que soy la que da el saludo más largo en este pueblo, comencé a ahorrar las palabras: ya no digo adióooooooos, ahora solo levanto la mano cuando pasa alguien saludando —expresó Carmelina.
Maye no halló la moneda. Le dio la mala noticia a Vicente:
—No la encontré, Vicente. Parece que el barro se la tragó. La vaina está tan maluca que el barro no la quiso soltar.
Aristides fue el que la encontró, la tenía pisada debajo del agua, pero se quedó callado. Nadie sospechó. Maye continúo lavando la ropa. Vicente sintió una honda decepción al no tener en sus manos la moneda de mil pesos. Dejó su canoa en la orilla y a sus demás paisanos chachareando en la ciénaga, se fue caminando sin rumbo por el pueblo y se dijo a sí mismo:
—¡Carajo! Ya veo que el bollo no es el limpio, el limpio soy yo.
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A Vicente se le cayó una moneda del bolsillo cuando se sentó en su canoa. Se iba a pescar, ya estaba listo para comenzar a bogar. Dejó el canalete a un lado y desesperado por encontrarla se acercó a Maye, una lavandera que tenía el don de localizar objetos debajo del agua; hallaba desde resbaladizas bolas de jabón hasta pequeños aretes. En la ciénaga se estaba bañando Fermín, quien observaba a Maye buscando la moneda y escuchaba los gritos desesperados de Vicente.
—Vicente, vas a quedar como la Morón, la señora del pueblo vecino —dijo Fermín.
—¿Y cómo quedó? —le preguntó Vicente.
—Dicen que después de tener tanto, terminó pidiendo hasta la sal —respondió Fermín.
—Fermín, ¿y qué tengo yo? Lo único que me acompañaba era esa moneda de mil pesos.
—Pero no te des mala vida, Vicente, la plata va y viene. Deja que otro paisano más necesitado se la encuentre, seguro le servirá para comprar la vitualla del almuerzo.
—¿Y quién carajos mira por mí? Estoy llevao, Fermín. La vaina está maluca. Tú no sabes que mi desayuno es un bollo limpio y que me lo como vacío en la propia tusa porque a veces no pesco nada, o no me alcanza pa’l salao.
—Pero, Vicente, Dios dice que debemos dar a los que están más necesitados que uno.
—¿En este pueblo quién puede estar más llevao que yo? —preguntó Vicente.
—Vicente, no sabemos la gotera en la casa ajena.
—¡Qué va! Si estamos en pleno verano —remató Vicente.
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Vicente tenía la esperanza de recuperar esa moneda y no desprendía la mirada de Maye, que continuaba buscándola con esmero. Mientras tanto, algunas personas que estaban presentes se unieron a la conversación de Vicente y Fermín.
—Yo soy la señora más vieja del pueblo, tengo 90 años, ¡y cómo quisiera convertir los años en millones! —manifestó Teresa.
La señora Plácida, la lotera del pueblo, aprovechó la ocasión para promocionar los boletos de lotería:
—Por ahora nadie será millonario en este pueblo, hace rato que no me cogen un numerito.
—Si no hay plata para la comida, menos hay para la lotería —contestó Teresa.
—A mí no me gusta deberle a ninguno porque no duermo tranquila, hoy le debo al mundo entero. Antes, cuando la situación era mejor, me dormía con tan solo darme tres mecías en la hamaca. Ya llevo varios días sin dormir, pero no me balanceo tanto para que la hamaca no se me gaste —dijo Etilvia.
A la ciénaga iban llegando más personas a bañarse, lavar la ropa y darles de beber a los burros. No se callaron, participaron en el diálogo:
—Tengo la memoria más lúcida de este pueblo, pero de tanto sacar cuentas se me han olvidado varios cuentos —reveló Felipo.
—El médico me prohibió el café con leche, y me conviene hacerle caso para ahorrarme unos pesitos cada día, pero yo no puedo dejar el café, mejor me muero —contó Marce.
Ana Benilda, la única en el pueblo que tenía licuadora, se sumó a la conversación:
—En la casa recibo a bastantes paisanos que van a preparar los jugos diariamente. Mientras licúan me van echando cuentos y me comentan sus preocupaciones. Voy a empezar a cobrar por los consejos que doy.
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Diluvina, la viuda del pueblo, tampoco se quedó callada:
—Todavía no pienso aflojá el luto. Me sale más barato vestir de negro porque no tengo que preocuparme por combinar los colores ni por mandar a hacer vestidos con los estampados de moda.
—Hay que ahorrar lo que más se pueda, la vaina está jodía. Vea, yo que soy la que da el saludo más largo en este pueblo, comencé a ahorrar las palabras: ya no digo adióooooooos, ahora solo levanto la mano cuando pasa alguien saludando —expresó Carmelina.
Maye no halló la moneda. Le dio la mala noticia a Vicente:
—No la encontré, Vicente. Parece que el barro se la tragó. La vaina está tan maluca que el barro no la quiso soltar.
Aristides fue el que la encontró, la tenía pisada debajo del agua, pero se quedó callado. Nadie sospechó. Maye continúo lavando la ropa. Vicente sintió una honda decepción al no tener en sus manos la moneda de mil pesos. Dejó su canoa en la orilla y a sus demás paisanos chachareando en la ciénaga, se fue caminando sin rumbo por el pueblo y se dijo a sí mismo:
—¡Carajo! Ya veo que el bollo no es el limpio, el limpio soy yo.
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