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                                                                                                                                  La ventana (Cuentos de sábado en la tarde)

                                                                                                                                  Idalia se levantó con dificultad de la cama, se acercó al espejo y advirtió sus arrugas. Se estiró con el pulgar derecho la frente, luego las mejillas, y acarició su nuca.

                                                                                                                                  Verónica Bolaños

                                                                                                                                  "Idalia, al rato abrió la ventana, Leonor la puerta del patio, y también abrieron la puerta de la calle. Leonor se sentó en una de las mecedoras de la sala, la que queda cerca del espejo, disfrutaban de una complicidad inquebrantable".
                                                                                                                                  Foto: Pixabay
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Por la rendija de la puerta se filtró una liviana ráfaga de aire. Las cortinas se movieron con lentitud. Entonces, miró hacia la mecedora, mientras avanzaba hacia ella le entró un ataque de tos. Se estiró el sostén, le pareció que sus senos estaban demasiado blancos, nunca había examinado con detenimiento sus pechos, luego, los comparó con el color de los brazos, que estaban más oscuros por el sol que recibían durante las prolongadas horas que se meneaba en la mecedora, en el patio, sin tiempo, sin prisa, en esos momentos le parecía que la vida se concentraba en ese bamboleo solemne, donde la existencia pasaba sin que apenas lo notara, donde pudo ver cómo envejecían y morían los animales, y amamantaban y crecían unos nuevos para suplantarlos, donde sus arrugas se iban acentuando sin percatarse de ese cambio el día siguiente, ni la semana posterior. En ese periquete frente al espejo tuvo plena consciencia del paso del tiempo, unos mechones de pelo le cubrieron la frente y ella los fijó detrás de las orejas.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Su hermana Leonor estaba en el patio barriendo las hojas que habían caído durante la madrugada. Se despertó temprano, como tenía por costumbre. Para no molestar a sus hermanas con el escobilleo cerró las puertas, así, se sentía libre de poder limpiar el patio a su antojo sin que nadie le dijera cómo debía de hacerlo. Y, así, sin que sus hermanas la vieran, podía subirse a la escalera para bajar las hojas del techo, con el trapero mugriento de desatascar los inodoros.

                                                                                                                                  En una ocasión, su hermana Idalia salió al patio a buscar un balde, vio las alargadas y velludas piernas de su hermana en la escalera, pensó en gritarle: «¡Qué haces!», pero se arrepintió por temor a que se cayera por el susto.

                                                                                                                                  Leonor estaba concentrada manipulando el palo para alcanzar unas hojas, mientras tanto, Idalia respiraba despacio, intentado no alarmarla con cualquier ruido que ella involuntariamente pudiera provocar.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Leonor agachó la cabeza y se fue a la cocina a bajar la olla de agua que había dejado hirviendo.

                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Cada día se turnaban para lavarlos y después dejarlos secando boca abajo encima de la alberca o el aljibe. Cuando en los calderos quedaba cucayo, como no se lo comerían más tarde ni el día siguiente porque les gustaba el arroz humeante, lo dejaban en remojo con una lámina de jabón. Y, después, antes de cerrar las puertas para ir a dormir, tiraban el agua al suelo, con una cuchara raspaban sin dificultad el cucayo y lo lavaban, lo secaban con un trapo y lo ponían con el resto de ollas.

                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Mientras Idalia se mecía imaginó cómo sería su funeral, le aterrorizó pensar que en la muerte se vive en absoluta soledad. Advirtió en la calle un coche fúnebre transportando su cuerpo en un cajón de pino, recorriendo despacio cada una de las calles, desde su oscuridad podía imaginar por qué calle estaba pasando, era como si alguien le dijera «ahora, vamos a subir por la loma de la Virgen del Carmen» y ella se persignaba, como lo hubiera hecho en vida, ese recorrido lento y ceremonioso lo percibía como una macabra despedida de cada lugar por donde transitó en algunos momentos de su vida.

                                                                                                                                  Le sugerimos leer Non Nobis Domine (Cuentos de sábado en la tarde)

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                                                                                                                                  Leonor también evocó el día de su muerte, le aterrorizaba dejar sola su máquina de coser, aquella que tanta alegría le dio en vida, aquella máquina que un día le fio su madre a un gitano que se llamaba Melquiades, para que se distrajeran y no perdieran el tiempo rotando por la casa, y fatigadas de aburrimiento.

                                                                                                                                  Ella recuerda aquel día cuando el gitano descargó la máquina en el corredor, y escuchó a su madre decirle que le daría todos los días el almuerzo hasta acabar de pagársela.

                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  Idalia cosía solo cuando necesitaba hacer cojines o colchas de colores. Donde más tiempo se hallaba era en la mecedora, detrás de la ventana. Idalia paró en seco el balancín y pensó: «Quiero que me entierren con mi mecedora, me da miedo la soledad, me da pánico sentir frío, no quiero tener la certeza de estar muerta».

                                                                                                                                  "Idalia, al rato abrió la ventana, Leonor la puerta del patio, y también abrieron la puerta de la calle. Leonor se sentó en una de las mecedoras de la sala, la que queda cerca del espejo, disfrutaban de una complicidad inquebrantable".
                                                                                                                                  Foto: Pixabay
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Por la rendija de la puerta se filtró una liviana ráfaga de aire. Las cortinas se movieron con lentitud. Entonces, miró hacia la mecedora, mientras avanzaba hacia ella le entró un ataque de tos. Se estiró el sostén, le pareció que sus senos estaban demasiado blancos, nunca había examinado con detenimiento sus pechos, luego, los comparó con el color de los brazos, que estaban más oscuros por el sol que recibían durante las prolongadas horas que se meneaba en la mecedora, en el patio, sin tiempo, sin prisa, en esos momentos le parecía que la vida se concentraba en ese bamboleo solemne, donde la existencia pasaba sin que apenas lo notara, donde pudo ver cómo envejecían y morían los animales, y amamantaban y crecían unos nuevos para suplantarlos, donde sus arrugas se iban acentuando sin percatarse de ese cambio el día siguiente, ni la semana posterior. En ese periquete frente al espejo tuvo plena consciencia del paso del tiempo, unos mechones de pelo le cubrieron la frente y ella los fijó detrás de las orejas.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  En una ocasión, su hermana Idalia salió al patio a buscar un balde, vio las alargadas y velludas piernas de su hermana en la escalera, pensó en gritarle: «¡Qué haces!», pero se arrepintió por temor a que se cayera por el susto.

                                                                                                                                  Leonor estaba concentrada manipulando el palo para alcanzar unas hojas, mientras tanto, Idalia respiraba despacio, intentado no alarmarla con cualquier ruido que ella involuntariamente pudiera provocar.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  Le sugerimos leer Non Nobis Domine (Cuentos de sábado en la tarde)

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                                                                                                                                  Leonor también evocó el día de su muerte, le aterrorizaba dejar sola su máquina de coser, aquella que tanta alegría le dio en vida, aquella máquina que un día le fio su madre a un gitano que se llamaba Melquiades, para que se distrajeran y no perdieran el tiempo rotando por la casa, y fatigadas de aburrimiento.

                                                                                                                                  Ella recuerda aquel día cuando el gitano descargó la máquina en el corredor, y escuchó a su madre decirle que le daría todos los días el almuerzo hasta acabar de pagársela.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Las hermanas se la turnaban, debían de dejarla limpia y con los carretes de hilos ordenados. La que más la disfrutaba era Leonor, porque con el tiempo las otras hermanas encontraron felicidad en otros oficios.

                                                                                                                                  Idalia cosía solo cuando necesitaba hacer cojines o colchas de colores. Donde más tiempo se hallaba era en la mecedora, detrás de la ventana. Idalia paró en seco el balancín y pensó: «Quiero que me entierren con mi mecedora, me da miedo la soledad, me da pánico sentir frío, no quiero tener la certeza de estar muerta».

                                                                                                                                  Por Verónica Bolaños

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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