La ventana (Cuentos de sábado en la tarde)
Idalia se levantó con dificultad de la cama, se acercó al espejo y advirtió sus arrugas. Se estiró con el pulgar derecho la frente, luego las mejillas, y acarició su nuca.
Verónica Bolaños
No emitió sonrisa alguna, pero sí hubo un cambio en la expresión de su mirada, le pareció que sus ojos a sus 80 años se habían oscurecido, y notó una especie de lunar dentro del ojo, una diminuta mancha parecida a una gota de miel. Estornudó varias veces sin dejar de mirarse en la luna empotrada en el marco marrón.
Por la rendija de la puerta se filtró una liviana ráfaga de aire. Las cortinas se movieron con lentitud. Entonces, miró hacia la mecedora, mientras avanzaba hacia ella le entró un ataque de tos. Se estiró el sostén, le pareció que sus senos estaban demasiado blancos, nunca había examinado con detenimiento sus pechos, luego, los comparó con el color de los brazos, que estaban más oscuros por el sol que recibían durante las prolongadas horas que se meneaba en la mecedora, en el patio, sin tiempo, sin prisa, en esos momentos le parecía que la vida se concentraba en ese bamboleo solemne, donde la existencia pasaba sin que apenas lo notara, donde pudo ver cómo envejecían y morían los animales, y amamantaban y crecían unos nuevos para suplantarlos, donde sus arrugas se iban acentuando sin percatarse de ese cambio el día siguiente, ni la semana posterior. En ese periquete frente al espejo tuvo plena consciencia del paso del tiempo, unos mechones de pelo le cubrieron la frente y ella los fijó detrás de las orejas.
Debajo de uno de sus senos, cálidos y pequeños, sacó una cajita de Vick Vaporub, abrió la tapa con la boca. En ese instante el olor mentolado se filtró en sus fosas nasales. Los ojos se le cargaron de lágrimas, y de la nariz le brotó un líquido transparente que se quitó con el dorso de la mano, después, se la limpió en la parte interna del vestido.
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Su hermana Leonor estaba en el patio barriendo las hojas que habían caído durante la madrugada. Se despertó temprano, como tenía por costumbre. Para no molestar a sus hermanas con el escobilleo cerró las puertas, así, se sentía libre de poder limpiar el patio a su antojo sin que nadie le dijera cómo debía de hacerlo. Y, así, sin que sus hermanas la vieran, podía subirse a la escalera para bajar las hojas del techo, con el trapero mugriento de desatascar los inodoros.
En una ocasión, su hermana Idalia salió al patio a buscar un balde, vio las alargadas y velludas piernas de su hermana en la escalera, pensó en gritarle: «¡Qué haces!», pero se arrepintió por temor a que se cayera por el susto.
Leonor estaba concentrada manipulando el palo para alcanzar unas hojas, mientras tanto, Idalia respiraba despacio, intentado no alarmarla con cualquier ruido que ella involuntariamente pudiera provocar.
Cuando Leonor vio que las hojas volaban hacia el suelo, entonces, lanzó el palo con un gesto de triunfo. Cuando llegó al primer escalón de la escalera de madera, y había puesto un pie en tierra firme, Idalia la regañó: «¿Cómo se te ocurre subirte a la escalera? ¿Cómo eres tan atrevida, no ves que te puedes caer?», le dijo a su hermana, después se mordió el labio inferior.
Leonor agachó la cabeza y se fue a la cocina a bajar la olla de agua que había dejado hirviendo.
Idalia se volvió a limpiar la nariz y se sentó en la mecedora. Abrió con suavidad la cortina y mantuvo la puerta cerrada. Acariciaba con ternura los brazos del balancín, mientras miraba ensimismada hacia la calle.
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Las dos hermanas disfrutaban de su soledad, cada una en su espacio, una en el patio y la otra dentro de la casa. Sus conversaciones eran prolongadas dentro de ese silencio, con una mirada cómplice, con un movimiento de cabeza al unísono, con un almuerzo y comida que compartían cada una comiendo en un lugar distinto, algunas veces, una en la mesa, y la otra en el mecedor. Luego coincidían en el fregadero con los platos vacíos.
Cada día se turnaban para lavarlos y después dejarlos secando boca abajo encima de la alberca o el aljibe. Cuando en los calderos quedaba cucayo, como no se lo comerían más tarde ni el día siguiente porque les gustaba el arroz humeante, lo dejaban en remojo con una lámina de jabón. Y, después, antes de cerrar las puertas para ir a dormir, tiraban el agua al suelo, con una cuchara raspaban sin dificultad el cucayo y lo lavaban, lo secaban con un trapo y lo ponían con el resto de ollas.
Idalia, al rato abrió la ventana, Leonor la puerta del patio, y también abrieron la puerta de la calle. Leonor se sentó en una de las mecedoras de la sala, la que queda cerca del espejo, disfrutaban de una complicidad inquebrantable y de la corriente de aire fresco, que menguaba el sopor que se concentraba dentro de la casa.
Los perros ladraban en el patio, Leonor desde la sala, les pegó un grito: «¡Ajá, eso qué significa, no hay razón para ladrar, cállense, si no le echo un balde de agua para que dejen la repelencia!», los perros dejaron de ladrar, y jugaban con una pelota de trapo que rodaba por el patio. También, se recreaban con las guayabas que caían. Cuando escuchaban el «pop» de las frutas reventándose contra el suelo, los perros corrían, nunca dejaban de sorprenderse, las olisqueaban durante unos segundos y luego se entretenían en otras distracciones.
Mientras Idalia se mecía imaginó cómo sería su funeral, le aterrorizó pensar que en la muerte se vive en absoluta soledad. Advirtió en la calle un coche fúnebre transportando su cuerpo en un cajón de pino, recorriendo despacio cada una de las calles, desde su oscuridad podía imaginar por qué calle estaba pasando, era como si alguien le dijera «ahora, vamos a subir por la loma de la Virgen del Carmen» y ella se persignaba, como lo hubiera hecho en vida, ese recorrido lento y ceremonioso lo percibía como una macabra despedida de cada lugar por donde transitó en algunos momentos de su vida.
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Cuando el coche pasó por la calle de las Flores, murió de nostalgia desde la misma muerte, el olor dulce le reafirmaba que estaba muerta, le decía que disfrutara de esa fragancia porque ya no volvería a sentirla. Imaginó su bóveda rodeada de rosas, rosas sin olor, sin frescura, pensó que las flores que adornan los cementerios olvidaban su esencia, ya no estaban ahí para alegrar un acontecimiento, una celebración, sino una misteriosa vida a través de la muerte, y su fragancia no podía ser la misma.
Leonor también evocó el día de su muerte, le aterrorizaba dejar sola su máquina de coser, aquella que tanta alegría le dio en vida, aquella máquina que un día le fio su madre a un gitano que se llamaba Melquiades, para que se distrajeran y no perdieran el tiempo rotando por la casa, y fatigadas de aburrimiento.
Ella recuerda aquel día cuando el gitano descargó la máquina en el corredor, y escuchó a su madre decirle que le daría todos los días el almuerzo hasta acabar de pagársela.
Las hermanas se la turnaban, debían de dejarla limpia y con los carretes de hilos ordenados. La que más la disfrutaba era Leonor, porque con el tiempo las otras hermanas encontraron felicidad en otros oficios.
Idalia cosía solo cuando necesitaba hacer cojines o colchas de colores. Donde más tiempo se hallaba era en la mecedora, detrás de la ventana. Idalia paró en seco el balancín y pensó: «Quiero que me entierren con mi mecedora, me da miedo la soledad, me da pánico sentir frío, no quiero tener la certeza de estar muerta».
No emitió sonrisa alguna, pero sí hubo un cambio en la expresión de su mirada, le pareció que sus ojos a sus 80 años se habían oscurecido, y notó una especie de lunar dentro del ojo, una diminuta mancha parecida a una gota de miel. Estornudó varias veces sin dejar de mirarse en la luna empotrada en el marco marrón.
Por la rendija de la puerta se filtró una liviana ráfaga de aire. Las cortinas se movieron con lentitud. Entonces, miró hacia la mecedora, mientras avanzaba hacia ella le entró un ataque de tos. Se estiró el sostén, le pareció que sus senos estaban demasiado blancos, nunca había examinado con detenimiento sus pechos, luego, los comparó con el color de los brazos, que estaban más oscuros por el sol que recibían durante las prolongadas horas que se meneaba en la mecedora, en el patio, sin tiempo, sin prisa, en esos momentos le parecía que la vida se concentraba en ese bamboleo solemne, donde la existencia pasaba sin que apenas lo notara, donde pudo ver cómo envejecían y morían los animales, y amamantaban y crecían unos nuevos para suplantarlos, donde sus arrugas se iban acentuando sin percatarse de ese cambio el día siguiente, ni la semana posterior. En ese periquete frente al espejo tuvo plena consciencia del paso del tiempo, unos mechones de pelo le cubrieron la frente y ella los fijó detrás de las orejas.
Debajo de uno de sus senos, cálidos y pequeños, sacó una cajita de Vick Vaporub, abrió la tapa con la boca. En ese instante el olor mentolado se filtró en sus fosas nasales. Los ojos se le cargaron de lágrimas, y de la nariz le brotó un líquido transparente que se quitó con el dorso de la mano, después, se la limpió en la parte interna del vestido.
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En una ocasión, su hermana Idalia salió al patio a buscar un balde, vio las alargadas y velludas piernas de su hermana en la escalera, pensó en gritarle: «¡Qué haces!», pero se arrepintió por temor a que se cayera por el susto.
Leonor estaba concentrada manipulando el palo para alcanzar unas hojas, mientras tanto, Idalia respiraba despacio, intentado no alarmarla con cualquier ruido que ella involuntariamente pudiera provocar.
Cuando Leonor vio que las hojas volaban hacia el suelo, entonces, lanzó el palo con un gesto de triunfo. Cuando llegó al primer escalón de la escalera de madera, y había puesto un pie en tierra firme, Idalia la regañó: «¿Cómo se te ocurre subirte a la escalera? ¿Cómo eres tan atrevida, no ves que te puedes caer?», le dijo a su hermana, después se mordió el labio inferior.
Leonor agachó la cabeza y se fue a la cocina a bajar la olla de agua que había dejado hirviendo.
Idalia se volvió a limpiar la nariz y se sentó en la mecedora. Abrió con suavidad la cortina y mantuvo la puerta cerrada. Acariciaba con ternura los brazos del balancín, mientras miraba ensimismada hacia la calle.
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Cada día se turnaban para lavarlos y después dejarlos secando boca abajo encima de la alberca o el aljibe. Cuando en los calderos quedaba cucayo, como no se lo comerían más tarde ni el día siguiente porque les gustaba el arroz humeante, lo dejaban en remojo con una lámina de jabón. Y, después, antes de cerrar las puertas para ir a dormir, tiraban el agua al suelo, con una cuchara raspaban sin dificultad el cucayo y lo lavaban, lo secaban con un trapo y lo ponían con el resto de ollas.
Idalia, al rato abrió la ventana, Leonor la puerta del patio, y también abrieron la puerta de la calle. Leonor se sentó en una de las mecedoras de la sala, la que queda cerca del espejo, disfrutaban de una complicidad inquebrantable y de la corriente de aire fresco, que menguaba el sopor que se concentraba dentro de la casa.
Los perros ladraban en el patio, Leonor desde la sala, les pegó un grito: «¡Ajá, eso qué significa, no hay razón para ladrar, cállense, si no le echo un balde de agua para que dejen la repelencia!», los perros dejaron de ladrar, y jugaban con una pelota de trapo que rodaba por el patio. También, se recreaban con las guayabas que caían. Cuando escuchaban el «pop» de las frutas reventándose contra el suelo, los perros corrían, nunca dejaban de sorprenderse, las olisqueaban durante unos segundos y luego se entretenían en otras distracciones.
Mientras Idalia se mecía imaginó cómo sería su funeral, le aterrorizó pensar que en la muerte se vive en absoluta soledad. Advirtió en la calle un coche fúnebre transportando su cuerpo en un cajón de pino, recorriendo despacio cada una de las calles, desde su oscuridad podía imaginar por qué calle estaba pasando, era como si alguien le dijera «ahora, vamos a subir por la loma de la Virgen del Carmen» y ella se persignaba, como lo hubiera hecho en vida, ese recorrido lento y ceremonioso lo percibía como una macabra despedida de cada lugar por donde transitó en algunos momentos de su vida.
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Cuando el coche pasó por la calle de las Flores, murió de nostalgia desde la misma muerte, el olor dulce le reafirmaba que estaba muerta, le decía que disfrutara de esa fragancia porque ya no volvería a sentirla. Imaginó su bóveda rodeada de rosas, rosas sin olor, sin frescura, pensó que las flores que adornan los cementerios olvidaban su esencia, ya no estaban ahí para alegrar un acontecimiento, una celebración, sino una misteriosa vida a través de la muerte, y su fragancia no podía ser la misma.
Leonor también evocó el día de su muerte, le aterrorizaba dejar sola su máquina de coser, aquella que tanta alegría le dio en vida, aquella máquina que un día le fio su madre a un gitano que se llamaba Melquiades, para que se distrajeran y no perdieran el tiempo rotando por la casa, y fatigadas de aburrimiento.
Ella recuerda aquel día cuando el gitano descargó la máquina en el corredor, y escuchó a su madre decirle que le daría todos los días el almuerzo hasta acabar de pagársela.
Las hermanas se la turnaban, debían de dejarla limpia y con los carretes de hilos ordenados. La que más la disfrutaba era Leonor, porque con el tiempo las otras hermanas encontraron felicidad en otros oficios.
Idalia cosía solo cuando necesitaba hacer cojines o colchas de colores. Donde más tiempo se hallaba era en la mecedora, detrás de la ventana. Idalia paró en seco el balancín y pensó: «Quiero que me entierren con mi mecedora, me da miedo la soledad, me da pánico sentir frío, no quiero tener la certeza de estar muerta».