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Esa noche bailaban en círculo, como si fueran parte de un ritual y no como si estuvieran en una disco con más gente, mucho más de la que habían visto en el último año. No sabían en qué momento se les había unido el gringo, un californiano con el que coincidían a veces y que siempre andaba a mil.
Violeta no lo conocía mucho. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Pero junto a esos ojos saltones y esa risa que le recordaba a los ladridos de un perro había algo que le daba desconfianza, como si fuera alguien a quien uno no quiere hacer enojar. Por eso nunca le había dado mucha bola.
Cuando Violeta sintió el pinchazo en su oído se paralizó. Dejó de mover sus brazos y caderas y se quedó inmóvil sobre el piso, su vaso de fernet colgando de su mano derecha. Cerró los ojos por un momento, llevándose ambas manos a la cabeza. Un chorrito de su vaso viajó hasta su cabello y notó que la música estaba demasiado fuerte.
Era inseparable la burbuja. Compartían piques y tomaban desayuno los domingos. Se movían al ritmo del reggaetón y del trap y tenían su propio dialecto. Las chicas se hacían las uñas en el mismo lugar y los chicos iban al mismo bar gallego a ver fútbol. Tomaban cerveza Zillertal y comían tapas falsas en el Demorondanga. Pero cuando Violeta volvió a abrir los ojos, la burbuja se había dispersado, como si estuvieran huyendo de un guanaco.
Solo vio al gringo, que abrió mucho sus ojos azules y la miró desde la altura, porque era enorme. Eres fea, le dijo. Fea, fea, fea, fea, repitió. La última palabra la gritó elevando su barbilla hacia el cielo. Sobre la música y sobre su cara. Violeta se quedó muda aunque quería decirle: gringoconchatumadre, así todo junto. Iba a abrir la boca pero el gringo desapareció entre la gente con una agilidad rara para alguien tan alto. Y ella no se movió ni siquiera cuando pusieron su canción favorita de esa semana.
―¿Qué pasó?―Alfredo apareció a su lado y le puso una mano sobre el hombro.
―¿Dónde estaban?―preguntó Violeta, acercándose para hablarle.
―Fuimos al bar, te dijimos pero estabas en otra. El resto salió a fumar.
―Ah―dijo ella volviendo a taparse la oreja con la manga de su chaqueta.
―¿Qué pasó?
―El gringo me metió el dedo en la oreja y después me gritó fea.
―¿Qué?―contestó Alfredo subiendo una de sus cejas y ladeando su cabeza, molesto.
―Te juro. Y fuerte.
―Puta el huevón ladilla.
Violeta contestó con un sí que le pareció corto, simple, insignificante. Porque estaba buscando palabras en su mente mucho más complejas que “ladilla”. Se le ocurrían cientas, miles.
―¿Te duele?
―Voy al baño.
―Voy contigo.
―No, no. Tranqui.
―En serio.
Violeta sacó la sonrisa más luminosa de su repertorio, sintiendo cómo los ojos se la achicaban.
―Anda a bailar, es tu despedida. Mira, ahí está Paula.
Alfredo se dio vuelta y Violeta aprovechó ese movimiento para escapar. No iba a arruinar la noche por un dedo. Nadie podía quejarse de un dedo. Nadie hacia una denuncia por eso. No existían grupos de sobrevivientes de un dedo. Incluso si lo sentía adherido a su tímpano, como si fuera uno de esos auriculares cuicos que se cuelgan de la oreja que nunca se caen.
Mientras abría la puerta del baño recordó otra imagen. Su visita a la sala de emergencias a los ocho años después de incrustarse un bastoncillo de algodón tan a fondo que le perforó el tímpano. Cuando su madre le preguntó por qué lo había hecho, contestó que tenía mucho cerumen. No dijo que sus amigas se habían reído todo el día de ella por eso.
Cerró la puerta que vibraba con la música. Se miró al espejo y se pasó la mano por el cabello, como si fuera una peineta. Revisó sus rasgos, se miró el perfil.
―No soy fea―se dijo.
―Eres hermosa―le contestó una chica que salía del water balanceándose levemente y sonriendo como si estuviera despertando de un sueño feliz.
Los desconocidos siempre le hablaban en el baño, pensó Violeta. Siempre. Se volteó para lavarse las manos.
―¿Qué te pasó?―siguió la chica, con tatuajes en los brazos y una melena negra y corta. Le hablaba como si fueran amigas de toda la vida.
―Un gringo me metió el dedo en la oreja y después me dijo fea―le contestó sin mirarla.
―Uf.
―Sí.
La chica se sentó sobre un lavatorio y cruzó los brazos.
―La vida, hermana.
Violeta buscó su celular en la cartera, porque no quería seguir conversando pero tampoco salir del baño.
―Siempre hay alguien que quiere meternos algo en algún agujero―dijo la chica.
Violeta dejó de buscar y la miró. Soltó una carcajada, sorprendida. Se encogió de hombros.
―La vida, hermana―le contestó con un gesto de despedida, caminando hacia la puerta.
No tenía sentido esconderse por un dedo, así que decidió caminar a casa. Dolía el regreso, porque sus pies ya no aguantaban las botas y el oído le zumbaba. Dolía la panza ya libre, las lágrimas tibias y el eco de la palabra fea. El dedo gordo buscando cerumen y humillación. Las risas de niñas de ocho años. Entró a su departamento y caminó directamente al baño, se quitó las botas y buscó en el mueble hasta encontrar la caja de bastoncillos. Sacó uno y lo examinó de cerca, como si nunca lo hubiera visto. Ignoró su celular que vibraba con mensajes de la burbuja. Se metió el bastoncillo en el oído y empujó. Se mordió la boca y volvió a empujar. Más profundo, un poco más. Cerró los ojos y arrugó la nariz, un poquito más.
María Paz Salas es una periodista chilena nacida en la ciudad de Santiago en 1987. Especializada en temas internacionales, vivió en Montevideo donde trabajó como editora por tres años. Actualmente reside en Estados Unidos.