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“La violencia humilla al que sufre y también degrada a quien la ejerce”

Hoy se desarrollará la decimotercera versión del Premio Nacional de Derechos Humanos en Colombia. César Grajales, director de la fundación Diakonia, que otorga este reconocimiento, habló sobre este evento y su significado para el país.

Samuel Sosa Velandia
11 de septiembre de 2024 - 12:00 p. m.
César Grajales es filósofo de la Pontificia Universidad Javeriana y magister en ciencia política de la Universidad de los Andes.
César Grajales es filósofo de la Pontificia Universidad Javeriana y magister en ciencia política de la Universidad de los Andes.
Foto: El Espectador
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¿A qué deseo o propósito responde el Premio Nacional de Derechos Humanos?

El premio comenzó en 2012, para la época en que los homicidios y los ataques contra defensores ya era un asunto grave. Además de los continuos señalamientos en su contra, empezaron a ser calificados como apátridas, “politiqueros de los derechos humanos”, “amigos de la insurgencia”, entre otras cosas. En ese contexto de ilegitimación, vimos que era necesario dar un premio para enaltecer y blindar políticamente a los defensores de esas agresiones.

Llevan más de una década entregando estos premios: ¿cuáles transformaciones se han evidenciado en cuanto a la esencia del proyecto, así como al contexto en el que viven los defensores?

Una pregunta bastante retadora para nosotros: de 2012 a 2024 muchas cosas han permanecido, si hablamos de la inseguridad y las agresiones que experimentan las y los defensores. Eso sigue siendo muy grave... ¿Y para qué nos ha servido el premio? Pues para mostrar ante la opinión pública que hay centenares de personas contribuyendo a la democracia y a la paz, al igual que defendiendo la vida y la dignidad humana. Los defensores no solo son personas que tienen un reconocimiento por un trabajo formal, sino que son líderes sociales y comunitarios, y esas experiencias, que muchas veces no aparecen en la agenda pública, se han hecho visibles con este premio.

¿Cuál cree que es su mayor compromiso como director de la fundación que, además de otorgar el premio, se centra en la defensa de los derechos humanos?

Mi responsabilidad más grande es tratar de contribuir a que las y los defensores sean visibles y a que se escuche su voz, porque no buscamos que se escuche tanto la nuestra. A pesar de que sí nos interesa, por supuesto, dar una opinión y contribuir en los esfuerzos para legitimar el trabajo de estas personas.

¿De qué manera ha influido su experiencia como filósofo y docente? ¿Qué agradece de esos mundos para su trabajo actual?

Ha influido para pensar en que en la guerra no se construye ningún tipo de futuro, ni la capacidad de un Estado o de una sociedad para legitimar el orden, sea cual sea el que se haya establecido. La violencia no sirve para fundamentar las transformaciones, llámense revolucionarias o progresistas, pues con ella llega la destrucción de las mediaciones humanas. Otra reflexión a la que me ha llevado mi experiencia es que, si uno no logra los resultados visibles, piensa que ha fracasado. Por ejemplo, en 2022 fueron asesinados 197 defensores de derechos humanos, y en 2012 fueron 69. Es decir, desde que se creó el premio la cifra ha aumentado y, por ende, me pregunto si hemos fracasado. Pero entonces, pienso que la respuesta se tiene que plantear de otra manera. Debería ser: estamos en el lugar acertado de la historia, aunque las cosas sean difíciles.

El premio se puede entender como una apuesta política que se contrapone a los proyectos guerreristas y otras lógicas que han imperado en el país. ¿Cómo ha sido enunciarse desde ese lugar que puede ser un punto de crítica y hasta de polarización?

Durante años he tratado de dotarme de razones para decirle a la violencia y a la guerra que no les doy nada, que no les concedo ningún espacio. Para mí, el principal argumento es que la violencia humilla al que sufre y también degrada a quien la ejerce. Es muy sintomático que muchas personas en presencia de actos violentos hasta se enfermen. Por eso el premio es una confrontación pública y abierta contra toda forma de abuso y de violencia.

¿Cuál verdad ha descubierto sobre la gente, los territorios o el país, al frente de la fundación?

Hace unos años, yo pensaba que los distintos actores armados gozaban de una legitimidad con las comunidades, porque eran, en algunos sitios, quienes ponían el orden y las normas que parecían funcionar. Pero he ido comprendiendo que la gente y las comunidades cada vez tienen menos espacio para legitimar esos poderes. Eso ocurre porque la gente comprende que la libertad es el valor fundamental frente a cualquier presencia coercitiva; sin embargo, esa resistencia no se ha manifestado ante los adversarios, porque el costo es muy alto.

Mencionó la paz, ¿qué significa esa palabra para usted?

La paz no existe como una esencia, sino como una práctica y una vivencia cotidianas. Se hace y se construye todos los días, porque se trata también de un asunto de derechos. Si no hay respeto por los derechos económicos, sociales y culturales, no habrá paz. Pero también esto tiene que ver con un asunto que es muy complicado, que no se da por decreto ni por ley. Se trata de la reconciliación, que es un camino y un territorio que se sale de todo modelo de construcción de paz basado en el acuerdo para el cumplimiento de leyes y el sometimiento a una Constitución. La reconciliación es algo distinto y depende del sujeto en su construcción profunda.

¿Hay algo con lo que usted se haya reconciliado?

Me he ido reconciliando con los actores armados legales e ilegales, quienes han intervenido en el conflicto armado colombiano en términos de pensar en la paz y la convivencia de todos. Es importante estar dispuestos a convivir con quienes hicieron daño, o con quienes piensan distinto y, por lo tanto, nos separan por el disgusto hacia sus ideas. Con eso me he reconciliado.

“Mis derechos terminan donde empiezan los del otro”, ¿ha escuchado esa frase? ¿Qué piensa de ella?

Ese pensamiento es interesante y tiene su alcance válido, pero nunca me ha gustado: yo creo que la realización de los derechos del otro son también la realización de mis derechos. Es decir, yo tengo el derecho de que en mi país la gente de las comunidades rurales deje de ser víctima de violencia, porque ellos no son mis límites, sino la continuación de la lucha por la que yo mismo quiero vivir. No es un tema de límites, sino de simbiosis, de todos.

Samuel Sosa Velandia

Por Samuel Sosa Velandia

Comunicador social y periodista de la Universidad Externado de Colombia. Apasionado por las historias entrelazadas con la cultura, los movimientos sociales y artísticos contemporáneos y la diversidad sexual. Además, bailarín de danza folclórica en formación.@sasasosavssosa@elespectador.com

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